En estos tiempos de confusión, en los que la lógica habitual no basta para comprender el mundo y que los dolores de cabeza afectan a más de uno (y la paranoia a más de dos), el sujeto de la trama es lo de menos. Sean pájaros, tormentas o cochecitos voladores, la catástrofe se huele en los rincones, si bien algunos tienen un olfato más tosco que otros.

Esta es la historia ordinaria -tal vez demasiado- de la familia de un ingeniero de la construcción, que se trastorna después de misteriosas circunstancias, casi místicas: el fin del mundo se acerca. No obstante, la película se dilata, pues nos muestra la semilla y no los frutos, si eso cada uno que imagine. Eso significa que la espiral de tensión se alarga como un chicle -como un buen chicle-, es un thriller que va mordisqueando, así que requiere paciencia.

Tal vez el cliché americanoide se vuelve demasiado pegajoso, pero estamos en su salsa: el fin del mundo comenzará en Lagrange, Ohio, no en Albalate del Arzobispo (aunque...); y pese a una lánguida linealidad argumental se consigue mantener la atención al 100%, e incluso fuerza la máquina con el estallido de un potente Michael Shannon ante LA comunidad.

Es un mensaje profético, casi bíblico, aunque no hay Dios que esté observando. Es un mensaje íntimo que clama: mientras haya amor, resistiremos. Es un mensaje esquizofrénico, porque lo dice todo sin decir mucho, porque nos dice: ésto sólo es el principio.