Confieso mi desconcierto ante los filmes de Adam Sandler. Su particular humor, por llamarlo de algún modo, no acierto a entenderlo. Su tendencia hacia la chabacanería, el trazo grueso, la zafiedad, el insulto, lo grotesco, la befa, la mofa, reírse de los extranjeros y de otras culturas, junto a la glorificación de una visión muy discutible de lo que se entiende por hombre ordinario me produce sarpullidos y unas irreprimibles ganas de destruir sus DVDs.

La aberración objeto de esta crítica, una presunta versión de un clásico de Capra, raya el insulto a su memoria y más que una involuntaria parodia, se puede pensar una clara y maléfica intencionalidad por su parte en ofrecernos un producto destestable, grosero y regurgitado, con la oculta intención de destruir los clásicos del cine estadounidense. Tiemblo al pensar en una versión de este, digamos cineasta, de ¡Que bello es vivir! del mismo Capra, o de otras joyas de la comedia de Hawks o McCarey.

¿No podrían emitir una ley en el Congreso estadounidense que evitase que "artistas" de este nivel pudiesen poner sus zarpas y mancillar los clásicos con los que hemos crecido? Asimismo, al igual que en las cajetillas de tabaco, sus filmes deberían llevar un aviso de "película altamente perjudicial para las funciones sinápticas de las neuronas. Puede ocasionar traumas tendentes a una progresiva transformación en tronista del espectador. No hay cura".

Si sufre de estreñimiento crónico o tiene dolores intestinales, no lo dude, esta es su película, un purgante de calidad. Pero no abuse. No vea más de cinco minutos seguidos. No diga que no le avisé.