El padre de los niños se suicida de forma truculenta, pegándose un tiro e incendiándose junto con su auto. Así es como aquéllos quedan abandonados a su suerte en medio del desierto australiano, arrojados de vuelta al seno de la naturaleza. En el duro peregrinaje al que se ven obligados conocen a un joven aborigen que realiza el ritual del walkabout, la vida en medio del desierto, solo, bastándose a sí mismo para sobrevivir. Pero él, claro, sabe hacerlo. Representa al hombre anclado a la naturaleza. A su tiempo se suicidará también, deshauciado por la muchacha a la que quería convertir en su compañera para vivir de ese modo natural.

El suicidio del aborigen representa la superación del hombre de la naturaleza en favor de ese tiempo evolutivo que llevará al hombre de la civilización, la ciudad, la ilustración y el industrialismo. Y el suicido -ígneo, especialmente violento- que vemos al principio del film -principio del ciclo, del símbolo, del mandala que plantea Nicolas Roeg-, es también un final: nos anticipa la terminación del hombre civilizado (y quizás un poco su forma).

Como en una Ouroboros, el pincipio es el fin y el fin un nuevo principio. La civilización también perecerá, como todas las cosas. Al igual que ocurre con el flujo y reflujo de las mareas, tornamos a la naturaleza y nos alejamos de ella. Nos adaptamos a ella -el aborigen- o nos volvemos sus enemigos -el civilizado. Es lo que nos muestra el hermoso símbolo cinematográfico de Nicolas Roeg.

Quién sabe si alguna vez lleguemos a comprender el significado, el propósito -si es que hay alguno- de todo ello.