El documental de Sabina es un documental hecho por un amigo y un admirador. El perfil que sale es siempre el perfil bueno. El Sabina personaje que se obsesiona con los versos, que le canta a la vida y que se fuma un cigarro y se bebe un whisky hasta dormido. El bohemio, el trovador. Pero la persona, Joaquín Sabina, apenas sale en el plano.

Rastrea por momentos en el pasado, en Úbeda, en los trenes que van hacia el norte. Pero pocas historias nos cuenta de Londres, de las penurias y sinsabores, de los discos que han marcado su trayectoria y de las giras interminables o de las mujeres que le dejaron cicatrices, salvo Jimena, su mujer actual, que sale a veces en los márgenes.

Habría estado bien indagar en su vida anterior de rock, cocaína, putas y desencuentros. Porque tuvo marcados desencuentros con Serrat, con Fito Páez, y recientemente con Pancho Varona. Y quedaban en el frigorífico más pasteles por cortar, la relación que tiene con sus hijas y un largo etcétera.

En una entrevista con Wyoming, por ejemplo, se abre en canal y muestra su perfil machista, de alguien que disfruta pagando por los placeres de las mujeres, y alardeando de ello. Habría estado bien apretarle un poco las tuercas. Entiendo que Fernando León quisiera dejar fuera la vida polémica y pasada y ser políticamente correcto y dejar los charcos para quien los quiera. Sale alguna angustia trágica y algún golpe que le da la vida y el Winzink. Pero Fernando León lo tenía claro; quería darnos al personaje, al genio, con sus brillos y sin sus sombras; a un Sabina poeta y bohemio, perdido y encontrado entre versos, copas, toros y sonrisas.