Diez años han pasado desde la primera y última vez que la vi. Me refiero a Trinity. Había olvidado su papelón en esta historia subyugado por el ritmo de las balas y las acrobacias. Pero hoy la he vuelto a ver y he sentido una reconciliación interior.

Trinity: ese témpano de hielo que mantiene viva la hoguera toda la película, esa jabata embutida en cuero que sabe como manejar un arma, un helicóptero B2-212, y quién sabe qué mas. Sirviendo de contrapunto sentimental en esta realidad de números y Big Data, su presencia es el descanso, la pausa de las balas, el humano controlando a la máquina. Es la quintaesencia de esta alegoría futurista que refleja las duda filosóficas más antiguas, a saber, ¿hay algo real? ¿Podemos conocerlo? ¿Quién es el hombre y para qué está aquí?

Pero no he venido a deciros cómo acabará todo esto, sino a deciros cómo empieza. Imagino un mundo en el que todo es posible y no hay límites a la imaginación. Un mundo sin miedo, donde los humanos no sean esclavos unos de otros, sin guerras, sin petróleo. Un mundo sin smartphones con nuevas actualizaciones disponibles.

Sé qué tal vez no entenderéis todo esto. Tampoco yo. Pero hoy me siento el elegido.