De alguna manera, LOS CAÑONES DE NAVARONE recuerda a las películas de catástrofes que llegarían una década más tarde. Quizá porque, al principio de la película, nadie daba un duro por los elegidos para la misión.
Aunque hay que seguir el juego, aunque es inútil lamentarse, LOS CAÑONES DE NAVARONE, en cierto sentido, ha caducado. Los efectos especiales -que ganaron un óscar en su día- no parecen hoy sino del cuaternario, y la banda sonora, que cuando hay clarinetes suena a Mendelssohn y cuando no a Monano y Su Banda, es casi insoportable.
El único modo de ganar una guerra es ser tan malo como tu enemigo, y del único modo que se puede disfrutar de este cine bélico que propone J. Lee Thompson es, a mi juicio, por indulgencia para con Gregory Peck, Anthony Quinn o David Niven, colosos en Rodas, celebérrima isla donde se rodaron parte de los exteriores. Son ellos lo más salvable de unos cañones que parecen ya inmersos en un absoluto estado de obsolescencia.