En 1990 mi padre nos llevó de vacaciones a Oropesa del Mar, en Castellón. Por entonces, Marina d´Or no era sino un proyecto en la luminosa mente de Jesús Ger, y salvo aquellas que se insinuaban a la hora de comer en el restaurante Del Mervi, donde vimos a Jose Luis López Vázquez, un restaurante siempre lleno, las multitudes que por allí se soportan hoy en día brillaban por su ausencia.
El verano no resultó demasiado caluroso, y la playa era de una arena tan fina y tan rubia como lo hubiera sido el pelo de una querubina renacentista. Y fue allí, en la playa, estando ella más cerca de la orilla que del paseo que la limitaba, donde encontré a la Brooke Shields de mi adolescencia.
Tenía una melenita no tan rizada como espesa de color castaño, y los ojos azules como el propio Mediterráneo. Delgada, elástica y felina, de piernas preciosas y bronceadas, acostumbraba a jugar con el que yo suponía su hermano mientras su madre y su padre, un tipo de cierto parecido con Lou Albano, el luchador de wrestling, se asoleaban, y, aunque nunca hablamos, seguro que por mi timidez y por mi tontería, no hubo una sola noche de aquel remoto verano en que no soñase yo con ella.
EL LAGO AZUL es una majadería de película muy justamente despellejada en Top Secret, donde quedan retratadas a la perfección todas sus exageraciones e incongruencias. Leo McKern, el cardenal Leone de Las sandalias del pescador, el Bugenhagen de La profecía, no deja de hacer el bobo en la cinta de Kleiser, y el resto de secundarios y/o de protagonistas han devenido con la perspectiva del tiempo en meros comparsas que se subieron a un vehículo concebido, da la sensación, nada más que para mostrar la salvaje belleza de una jovencísima Brooke Shields. Para mostrar la belleza de una jovencísima Brooke Shields y para que los que empezábamos a vivir por entonces, agarrados de esta historia, pudiéramos poner acaso otro rostro y otro ambiente en nuestras fantasías de quinceañeros.