En un pasado no demasiado remoto vine a trabajar para una empresa de cuyo nombre no quiero acordarme dedicada, en cuerpo y alma, a vender unos productos, de cuya entidad tampoco voy a acordarme, a individuos e individuas que, en teoría, se habían mostrado interesados. Una empresa muy parecida a la que se pinta en GLENGARRY GLEN ROSS, vaya.
Fue para mí aquella época una época bonita, que coincidió en el tiempo con el acabarse de una situación catastrófica y el despertar a sensaciones ya casi olvidadas, pero, por lo que respecta única y exclusivamente a lo laboral, el conjunto era para echarse a reír toda vez desechadas las ganas de llorar. Pues las fichas buenas en esta empresa, la mía, las fichas que son rosas en la película de Foley, iban a parar a dos favoritos y el resto, los parias de aquel centro, que no de la tierra, con independencia de nuestras capacidades, teníamos que habérnoslas con la morralla y tratar de endosar el servicio a personas que, en la mayoría de los casos, no sabían por dónde soplaba el viento. Creedme si os digo que he acudido a la velocidad del rayo a su página de Wikipedia por ver la foto de David Mamet y descartar así que, bajo otro nombre, haya sido compañero mío.
Es de esas películas, GLENGARRY GLEN ROSS, donde una vieja gloria, eterna gloria, entrega su testigo y el relevo a los que ahora, cuarenta años después, son las viejas glorias, y así, por ejemplo, Kevin Spacey, que siempre habla maravillas de Jack Lemmon, leyenda del Cine, ha seguido elevando la estrella del otrora protagonista de El apartamento, o de La extraña pareja, la estrella de su mentor, hasta el punto más alto del espacio sideral. Al Pacino, genial, ya hacía por entonces el papel que ha repetido en tantas ocasiones, y Ed hizo de Harris. Alan Arkin, Alec Baldwin y Jonathan Pryce acompañaron, bien, a unos y a otros.
Estupenda, trepidante e infinitamente veraz historia. Casi un diez.