Pese a las críticas positivas, no me parece esta la mejor adaptación de la novela «Jane Eyre», y eso que tenía muchas expectativas. En concreto, hay dos cosas que no pueden pasarse por alto.

Una, sobre el personaje de St. John Rivers, el párroco que recoge a Jane tras su huida final. Este señor y sus hermanas son mucho más importante para Eyre de lo que nos quieren hacer creer, y el personaje de St. John, quizá mi favorito en el libro, no se retrata con el carisma, el atractivo, la fuerza, la pasión y el amor que este hombre muestra. Su grandísima historia no se cuenta, por desgracia, y mejor leer el libro para descubrirla.

Dos, el pasado del señor Rochester, del que apenas se dan unas pinceladas. Entre ellas, el origen de la niña Adele, que parece no interesar a nadie. El tormento del amo de Thornfield House tiene muchas causas y sólo comprendiendo sus distintos pecados, entenderemos el desenlace, aquí suavizado bastante y recortado de forma abrupta.

Dicho esto, nos queda el clásico cuento de intriga gótica (aunque no demasiada), un amor imposible y unos personajes que, al igual que en el libro, aparecen deshilvanados, casi incoherentes, pero atractivos. El señor Rochester es, al mismo tiempo, rudo y delicado; tan pronto serio como chistoso, o hablador y callado. Admito que es un personaje al que me cuesta conocer, y esto se refleja siempre en las adaptaciones cinematográficas, donde nunca saben cómo definirlo. De Jane, otro tanto: se dice siempre que es apasionada, pero yo no veo ningún signo de pasión desmedida. Eso sí: Mia Wasikowska y Michael Fassbender son ideales para los papeles. Él, tan apuesto, tan sensual hasta con lágrimas, enamora a cualquiera. Y ella, ¿cómo resistirse? Pues con una buena dosis de ética y voluntad, aunque suene todo bastante a moralina estricta y puritana.

Podría haberse aprovechado más la novela y, sobre todo, a Fassbender, pero la historia suele resultar siempre aceptable a poco que hagan.