Entiendo que para el crítico Jesús Ruiz Mantilla de El País, eso de «modernidad moral» es uno de los aciertos de «Tarzán». Me gustaría saber en qué consiste a ciencia cierta, pero sin duda es un concepto sobre el que meditar.

Disney adapta el mito del hombre salvaje por excelencia: la de este blanco inglés criado por un grupo de gorilas que terminará convirtiéndose en el rey de la selva y a quien todos llaman Tarzán. Siempre me ha parecido que la vida de este héroe es tirando a dramática, y más aún para Jane, quien tiene que aguantar carros y carretas por estar con su enamorado. Insisto: no me convence para nada el desenlace de esta historia, consecuencia directa, quién sabe, si de la «modernidad moral». Así, ser un caballero ya no tiene ningún valor, y comportarse y vivir como un animal (¿qué es eso de aprender el idioma simio?) en vez de cómo un ser humano, lo que realmente es Tarzán por mucho que traten de convencernos de que todos somos iguales, se presenta como algo preferible y más feliz, por supuesto. Yo he de decir que sólo con ver lo bien que le queda el traje a Tarzán, queda claro a qué sitio pertenece. Lo siento mucho, pero el taparrabos no tiene ningún gancho.

Sea como sea, esta película Disney cuenta con dos buenos alicientes como para que hagas la vista gorda a lo que es inevitable y te sientas cómodo ante saltos en lianas, combates para saber quién es el más fuerte, amores maternales y romances en plena naturaleza. Una, la magnífica animación y el diseño de personajes, que sobresale en la figura de Tarzán; y dos, la maravillosa banda sonora compuesta y cantada por ese grande que es Phil Collins. El doblaje profesional y no impuesto por las tendencias televisivas es una delicia, y los personajes secundarios aportan, aunque sin troncharnos, una vena cómica satisfactoria.

Tiene sus momentos tiernos y es simpática en general. Simplemente. Compararla con otros clásicos Disney es ya pasarse.