Me viene de perlas el condicional en interrogativa repetido tantas veces por el hierático Rudolf Abel como respuesta al estupor y asombro del abogado James Donovan que no logra entender como su cliente no se altera por nada. Yo, sin embargo, le contestaría con un rotundo: "Sí, ayudaría" porque es esa actitud, de frialdad y de sangre de horchata -no solo del espía sino del resto de personajes- la que estropea claramente un producto magistralmente pergeñado.
Porque, en esta ocasión, es eso lo que nos ofrece, lo que nos vende, el brillante realizador estadounidense: un elegante producto sacado del escaparate de las mejores boutiques de París o Milán. Raro en él, se ha comido la emoción. Sin lágrimas, sin risas, sin aflojar ni tensar un solo músculo de la cara, avanza el espectador por una bella historia de espionaje donde cinematográficamente todo es perfecto: manejo elegante de la cámara, fotografía, puesta en escena, ambientación, vestuario, interpretaciones... Sin embargo, con los títulos finales, ese mismo espectador se dirige indiferente hacia la salida. ¿Indiferente tras lo que acaba de ver? No, no puede ser.