La grandeza de esta película no reside en su original propuesta de historia de vampiros, ni en su trasfondo sobre el amor, ni en la manera de tratar la cobardía y la actitud ante la vida, ni en haberlo hecho con tan bajo presupuesto… La grandeza de “Déjame entrar” radica en que la película es todo ello, contado de una manera enternecedora y con una pretendida ambigüedad que hace que cada espectador extraiga de ella lo que le parece más personal o adaptado a sus circunstancias.
Es cierto que no da miedo (no es una película de terror), que puede parecer carente de ritmo (si te alimentas exclusivamente de productos de Hollywood seguro que te lo parecerá, pero la vida de muchísimas personas carece totalmente de ritmo y no es nada malo) y que “no ata todos los cabos”. Pero, precisamente, las grandes películas de la historia del cine “no atan todos los cabos”, y no lo hacen porque no es necesario hacerlo.
Quién la haya visto y cuente con un ápice de sensibilidad dudo que se olvide de esta película en mucho tiempo. ¿Un remake americano? Totalmente innecesario.