Ya desde se principio maravilloso, con ese atasco que todos quisiéramos en nuestras ciudades, Damien Chazelle demuestra que no ha hecho La La Land para que pase desapercibida.
La La Land ha unido a crítica y público en un elogio eterno, y la verdad es que no es para menos. Cada plano, cada línea, cada canción, cada mirada, cada sentimiento que evoca emana una belleza y una emoción que hacía mucho que no se veía en una pantalla de cine, y menos aún en un musical. No es sólo que recuerde a los grandes musicales de la era dorada de Hollywood, con Fred Astaire, Gene Kelly o Ginger Rogers, sino que además lo hace con una muy contemporánea melancolía y crudo realismo en su descripción de las relaciones de pareja y de las consecuencias de la persecución de sueños. Pero no es una cinta deprimente. En absoluto. Muy al contrario, es una oda a la valentía de los que se arriesgan, de los que sueñan y de los que aman sin miedo. O a lo mejor con miedo, pero igualmente lo hacen. Y qué maravilla encontrar un musical donde se nos permita ver bien las coreografías, donde podamos ver a los actores en planos de cuerpo entero para apreciar bien todos sus movimientos.
Tiene ritmo, tiene belleza, tiene un director que asciende al Olimpo en ascensor directo, tiene un trabajo superlativo de Emma Stone (atención a cuando canta "Audition"), tiene una coreografía que enamora los ojos (ojo a la de "A lovely night", con claqué incluido), tiene al Ryan Gosling más encantador de su carrera hasta el momento, y tiene un final de los que hacen historia. Bueno, toda la película ha hecho historia ya. A disfrutarla se ha dicho.

Lo mejor: Emma Stone, sobrenatural, y el talento con el que Chazelle traduce su amor por los musicales en algo mágico.
Lo peor: Nada.