Cada vez me fascina más el cine de Juilo Bracho, ese virtuoso director, poseedor de un gran estilo, que no es tan reconocido como otros de la Época de oro del cine mexicano. Otra vez me encuentro con el personaje atormentado que no encuentra su lugar en el mundo, la intriga que se genera en su entorno, esos miedos recurrentes a perderlo todo de súbito. Una vez más se ven elementos que son comunes en Bracho: encuadres preciosos, amores imposibles, elegantes movimientos de cámara, diálogos de interés, atmósferas que hielan, el encanto de ciertas escenas, una historia que se desarrolla aparentemente de lo más sencillo pero que cautiva por su misterio. Este cine de autor se mueve con tacto, transita por la imagen que perdura, crea ilusiones; sabe palpar con cautela en lo profundo del alma y, a pesar de su tono oscuro, reconforta con su belleza.