23 de junio de 2012
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Pues sí, tiene razón esa frase que figura en el cartel de Pink Flamingos. La película de John Waters sigue sorprendiendo por su atrevimiento al mostrar lo más sucio y zafio que se te pueda ocurrir. Pero también es verdad que ahí acaba su mérito: John Waters muestra la degradación no como medio, sino como fin. Al principio de la película puede parecer que no, pues la historia está rodada como un pseudodocumental, con un tono hiperrealista muy bien conseguido tanto por los movimientos de cámara como por la factura visual.
Pink Flamingos parece una apuesta por ser quien más basura, suciedad y podredumbre muestre en pantalla. Cierto es que Waters despliega más corrosión y absurdo en la primera media hora de la película, pero luego prefiere dejarse llevar por el más-difícil-todavía y recrearse en lo escatológico y desagradable. Llega un momento en que el único acicate para el espectador es esperar la próxima barbaridad que se le ocurra a Waters.
Siendo así, no es difícil saber que la única intención de Waters es provocar. Ser el que más lejos llegue. Ser un animal. Quien no tenga estómago, que ni se acerque a esta película. Por otro lado, hay que reconocer que es una película solo para ser vista como curiosidad, y que con el tiempo parece envejecida. Es cine hecho con cuatro duros y con el único propósito de probar los límites del celuloide. Hay que verla para creerla.
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