No quepo en mí de gozo tras ver este absorbente, perturbador, hermoso y rotundo ejercicio de buen cine por parte del señor Aronofsky. Todo en la película es brillante: la actuación de Portman, soberbia; la de Mila Kunis, desasosegante, la de Barbara Hersehey, tremenda; la de Winona Ryder; impactante. Quizá sea Vicent Cassel, el único varón del reparto principal, el que, estando perfecto, menos encaja en una historia tan netamente femenina de envidias y venganzas. La música, con intensidad variable para reforzar las imágenes, ya de por sí dramáticas, envuelve las sensaciones del espectador, que no tiene más remedio que dejarse arrastrar por el torrente de sentimientos de Natalie Portman en su desgarradora transformación interior, hasta culminar en un final apoteósico. Las hermosas coreografías, filmadas con brío por una cámara que Darren mueve como nadie, mientras suenan los compases del ballet de Chaikovski, nos acompañan incluso terminada la película, mientras nos preguntamos con incredulidad cómo es posible que no haya más películas como ésta.