Lo que hace Paolo Sorrentino no es sólo cine (o televisión en este caso). Es poesía, es dejarse caer y entregarse sin razón a la belleza, sentir que algo tiembla en tu interior. Es algo asombrosamente puro e irracional, que te deja sin respiración y te arrastra a su interior. Es el síndrome de Stendhal, como el que sufría aquel hombre de La Gran Belleza.

The Young Pope habla de un hombre tan frágil como poderoso, alguien tan roto por dentro que su inconmensurable dolor sería capaz de llevarse el mundo entero por delante; habla del amor y del perdón, de saber seguir adelante a pesar de todo, aprendiendo a vivir con la carga que cada uno lleva a su espalda y aceptar las responsabilidades personales; habla de lo divino y de lo humano, de la fe en Dios y en uno mismo (y en el fútbol), de los claroscuros de la institución eclesiástica, de las intrigas palaciegas del Vaticano, de la homosexualidad y de las relaciones de la Iglesia con el mundo posmoderno.

Tratar de analizar la obra de Sorrentino es como intentar llegar al alma de un poeta. Sí, se pueden desgranar y diseccionar sus guiones, sus personajes o su puesta en escena, pero, ¿para qué? Lo mejor es dejarse llevar, permitir que sus imágenes penetren en ti y se queden para siempre en tu corazón, como una vieja canción que evoca recuerdos pasados o un olor que creías hace tiempo olvidado.