Antes de perderse en una espiral de culos y tetas, Berlanga apostaba por el matiz, la sutileza, la pólvora envuelta en seda. Bonita metáfora de la degradación de todo hombre, por cierto.

Y Los Jueves, Forlán pertenece a ese irreductible grupo de películas deliciosamente atemporales, lúcidas y agridulces. Más concretamente su primera mitad, rebosante de magia, y engalanada con esos pintorescos personajes desorientados y encantadores que pueblan sus mejores obras.

Ahora bien, cuando la película se adentra en terrenos religiosos, y la cámara de este coloso abandona la Tierra y apunta al cielo, se produce un considerable desplome, y para mi gusto pierde muchísimo de su interés.

Al parecer, esa suavización era la única forma de que la película se pudiera estrenar, según él.

A veces una hostia de Cassavetes a tiempo evitaría muchos deslices, definitivamente.