Casi siempre ir al cine es una bendición, de vez en cuando una maldición y, en contadas ocasiones, la mejor manera de disfrutar de un rato agradable en el que contemplas lo más parecido a una obra de arte. En estos casos, tienes la sensación de no haber perdido el tiempo, de haber aprendido algo y sobre todo de haber disfrutado al máximo. Este es el caso de Gran Torino.

La película no tiene grandes dosis de acción, tampoco presume de tener una complicada trama que descifrar, pero goza de un talento insuperable de la mano de Clint Eastwood. Con un estilo sobrio y sencillo logra atraer la atención del espectador y llevarlo de la mano hasta el final de la película. Es una buena historia, y una historia buena. Un hombre que tras numerosos asesinatos en la guerra de Vietnam, decide, esta vez sí, luchar por una meritoria causa. Destaca la elegancia de la narración, cuidada hasta el último detalle. Nada aparece por casualidad. Los planos resaltan el ingenio y capacidad de este magnífico actor y director, que interpreta a la perfección a un viejo impertérrito, resignado a pasar sus últimos momentos cuidando su coche, para él, su mejor tesoro. Resulta emocionante y apaciguadora a la vez, cargada de significado y conmovedora. Una muestra inigualable de cómo se pueden aprovechar los recursos disponibles para conseguir algo digno de ser contado.

Pero seamos sinceros. Sin la necesaria aportación de Clint Eastwood, este film habría caído en saco roto y no habrían asistido a las salas ni la mitad de gente de la que lo hizo. El racismo en el cine está tan machacado, explotado y reiterado, como los anuncios de coches de la televisión. Pero por suerte, el modelo Gran Torino no se había visto todavía.