Me sumo a los que opinan que la actuación de Naomi Watts es soberbia, y también a los que ven este film como una fabulosa experiencia estética y onírica. Merece verse prestando un poquito de atención y reflexionar un poco a su fin, pues no es tan difícil de entender.

Ahora bien, lo que sí me resulta muy divertido es imaginarme a David Lynch y a Angelo Badalamenti partiéndose el pecho mientras escribían la escena del café. En ella uno de los temibles hermanos Castiglione es obsequiado con un “expresso” que escupe inmediatamente al grito –literal- de que es una pura mierda. El mencionado Castiglione no es otro que el mismísimo Angelo Badalamenti, compositor habitual de las bandas sonoras de Lynch y pieza fundamental del universo onírico del director americano. En otras palabras: un italiano que sabe apreciar un buen café frente al bebedizo parduzco y mortecino que suelen ingerir los yankees por allí. En fin… bromas de amigotes, pero la secuencia entera no sólo acojona, si no que es una clase maestra de montaje.

De hecho, ahora que lo pienso, me resulta curioso que en la película haya varias referencias muy obvias al café. Y la bollería también está presente. Muy presente.

En resumen: sin tener la desconcertante magia de Terciopelo Azul, la película no está exenta del magnetismo habitual de Lynch, permite el lucimiento de sus actores y ha ejercido una influencia descarada en otras producciones, como por ejemplo El Maquinista, de Brad Anderson.