Se comenta que los libros son buenos. La cuestión es que, una vez vista la serie no los leeré. No es un drama, mi señora no me mirará con ojos inundados en lágrimas esperando en vano el retorno de mi curiosidad perdida ni mi perro entrará en la barrena de la más canina de las depresiones. Es el problema de haber visto la serie. Es lo suficientemente olvidable para no querer leer los libros.

Debo confesar que el conflicto con los marcianos es, si cabe la expresión, bastante genial. Que es estimulante la historia de amistad entre los científicos, a caballo entre Bolaño y Stephen King. Sobre el guion, me parece exageradamente asimétrico el uso de las estrategias de los hombrecillos verdes versus las torpes coces de la especie humana. Los primeros llevan a cabo trucos que asombrarían a Christopher Nolan mientras que nuestra especie adolece de una idiotez rayana en la vergüenza ajena. ¿Ajena? No, no, propia, propia, mía, por encender Netflix. Quiero creer que tal desfase de elegancia creativa entre los dos mundos significará algo más adelante, pero de momento la batalla es grotesca.

Es cierto que no te das ni cuenta de que pasa el tiempo. Cumple la serie el propósito: cebar sin hartar. Buen plato combinado sin demasiada grasa. La estimulante ración de vitaminas es sin duda el conflicto estructural que lleva a los aliens a darnos las buenas tardes, la forma en que se dejan ver tan solo a través de su caja de herramientas, su visión de nosotros. La curiosidad está servida. Bien de glutamato.

Es admirable cómo nos cuelan verdaderos socavones no ya inverosímiles lógicamente, sino directamente insultantes. Cómo nos la cuelan sin el más mínimo rubor.

Por lo demás: hidratos de carbono con formas de muslo de pollo, cerebro, cohete, bicho, estrella, mentira.