Pero aún no ha nacido.

La hermosura atemporal de muchos de sus escenarios, el vestuario anacrónico pero atrevido y tradicional, la difícil filosofía de Herbert, un actor singular como Kyle MacLachlan y los mágicos 80, Dune lo tenía todo para haber podido funcionar.
Personajes que Frank Herbert convirtió de irrelevantes en principales, elevándolos a la marcha de un piano dando sus notas y que no han sabido hacer en esta cinta de imprescindibles o interesantes a pesar de serlo en los libros son algunas de las cosas por las que Lynch no hizo la versión definitiva de esta historia, que para mi gusto se logró plasmar en la miniserie del 2000, y que tampoco conseguirá el pequeño saltamontes de Timotheé Chalement, por mucho que esté de moda en Hollywood por haber hecho un par de papeles soporíferos en el remake que se ha rodado (el reparto no luce muy halagüeño con respeto a este del ochenta, con actores para nada bien encajados en sus personajes).

Y es que Dune siempre será Dune. Un mundo desconocido en el que la casa de Atreides deberá de poseer
al Elegido, frente a los delicados Harkonnen, potentes en el amor entre iguales masculinos y en derrocar por la traición a sus enemigos, sus cualidades han sido fielmente retratadas por Lynch, sobre todo en cuanto al Barón.

Y han sido bien cogidas porque se contraponen. La austeridad de Paul Atreides entre los Fremen, quien lo acaban idolizando y el lujo sin fin del emperador y del Barón y sus acólitos. La divinidad viniendo a por él, esta es la historia de un ser que conoció la verdad y sufrió por ello.

Muad Dib se alza con una serie de habilidades y conocimientos que hacen de él el ser más privilegiado del universo. Pero aquí es donde comienza a perder el agua.
Francesa Annis compone a una madre rota, pero que pronto encuentra alivio en medio de la atmósfera punk que sin querer personajes como todos los Harkonnen traen consigo. El gordo y sus chicos, Feyd, sobre todo, en la peor versión que pueda haber creado ningún cerebro pensante de los ochenta o de la época actual de Sting.

La contratación de Max Von Sydow parece la única salvación en una historia donde el poder jamás ha sido peor tratado que en manos de caracterizaciones más caricaturescas que en esta película. La gran esencia, captada a medias, pero expuesta con tamaña rudeza en las maneras de los actores hacen que la vulgaridad empañe la obra maestra de Herbert.
Ha sido un error la elección de más de la mitad del cast pero se ha notado tarde.

Sean Young llama la atención como la Chani perfecta, la mujer con la que primero soñó Atreides haya sido uno de los mejores personajes. Se toma en serio su rol, mostrando lo fuerte y lo amoroso a la vez.

No es una película experimental pero sí filosófica, reflexiva, puesto que la obra lo es, pero envuelta en un papel de tan mala calidad que ha pasado esta película a pertenecer a esos títulos amados por los fans por la época en que se hizo pero que hace que ahora se vea claro de donde viene y los errores que se cometieron entonces.

Muchos se equivocan al decir que el universo de Herbert es imposible de ser plasmado porque no es entendible, que su subjetivismo mata cualquier intento de lograr una serie o película posible acerca de esta saga porque sabe que el resultado sería mal y tarde. Casi es buena, pero la poca clase de sus personajes y de los actores le dan un aire a un patio de colegio después de la lluvia que resulta líricamente triste.