Hay que entender que no todas las películas pueden ser tan majestuosamente épicas como “Ben-Hur” ni tan vanguardistas como “Mátrix” ni tan entretenidas como “Depredador”, del mismo modo que no todas las novelas pueden ser “La gata sobre el Zinc” o “El Señor de los Anillos”. También hay que aceptar que se haga cine de relleno o literatura ligera para, simplemente, pasar el rato o matar el tiempo sin esperar una respuesta al significado de la vida. “Un invierno en la playa” formaría parte de ese grupo de películas sin más aspiración que la terapéutica de conectar con el espectador y hacerle sentir algo más inteligente por ser capaz de seguir unos diálogos ágiles e ingeniosos cuidadosamente trabajados para no requerir grandes capacidades intelectuales y algo menos infeliz mostrando las miserias familiares de unos personajes que, sin caer en el melodrama, resultan razonables y le recuerdan que en todas partes cuecen habas.

Ejemplar en muchos sentidos y un peñazo en otros, “Un invierno en la playa” tiene la astucia de utilizar la literatura como motor de la trama, un área bien conocida por los guionistas a la hora de generar situaciones en las que los personajes (muy bien definidos e interpretados) pueden recorrer el espectro emocional y rellenar de amor, peleas, discusiones y reconciliaciones una hora y media de metraje. Con todo, a pesar de lo complicado que es encontrarle defectos, un tenue olor a vainilla, a neutralidad, a intrascendencia, envuelve toda la película. Es cierto que hay formas mucho peores de perder el tiempo, pero también formas mucho mejores de gastarlo.