No seré yo quien niegue el atractivo y el enorme potencial del tema de personalidad múltiple a la hora de crear jugosas tramas, generalmente en el campo del thriller o el terror, como ya se ha demostrado en numerosas producciones desde los años cuarenta hasta acá. Lo malo es, precisamente, eso: que ya se ha demostrado sobradamente en numerosas producciones que han desgastado un argumento que, reconozcámoslo, referencia a una patología extremadamente rara que, de hecho, es cuestionada de manera cíclica por profesionales de la psiquiatría que comentan el escaso número de casos documentados que no hayan terminado siendo puestos en solfa o desenmascarados como farsantes o encuadrados en otros trastornos.

Así que, si bien, ha molado ver a Edward Norton jugársela a Richard Gere o a James McIvory haciendo treinta papeles en “Glass” (por citar casos más icónicos), cada vez cuesta más encontrar ganas para entrar a otra historia de un cuadro clínico que, al fin y al cabo, da para cuatro argumentos que ya han sido visitados sobradamente:
El inocente que comete un crimen bajo el influjo de una personalidad malvada
El culpable que trata de escaquearse fingiendo personalidad múltiple
El asesino misterioso que termina siendo el que menos piensas y enlaza con el caso (a)
El diagnóstico de un paciente que no sabe lo que tiene.

“Frankie y Alice” encaja en uno de los esquemas anteriores (no diré en cual) y una voluntariosa Halle Berry hace lo que puede para meter drama a su papel y tratar de salvar una película de la que, la verdad, poco más (bueno) se puede decir. Resulta algo previsible, pero casi se agradece de que se conforme con hacer pasar el rato y no intente nada estrafalario que no iba a acabar bien. Bastante insulsa y con poca energía, sólo se salva el arranque de mala leche (casual o afortunado) de que una de sus personalidades sea, según la ficha técnica, una señora racista, lo que no deja de tener cierta gracia por encima del tono general de telefilm.