Al principio, la película promete. Asher es un asesino a sueldo de una banda de mafiosos judíos, detalle original. Asher es un hombre solitario (con esa profesión, cualquiera), aficionado a la cocina y al vino tinto francés, el bueno, claro. Está un poco tocado de salud debido a unos fragmentos de balas que circulan por su torrente sanguíneo y amenazan los pulmones. Sufre desvanecimientos en ocasiones. Su modus operandi, con paraguas incluido, no tiene desperdicio. La narrativa es seca, concisa y apunta a un thriller sólido Todo se va a la mierda en cuanto aparece la chica, la dulce muchacha solitaria que iluminará el corazón de Asher y le impulsará a pensar que se abre un futuro para él en su sombría existencia. A partir de ahí, la trama se hace previsible e incurre en ofensivas insolencias hacia el espectador, con momentos de una sensiblería rayana en lo cursi. Sí, está bien rodada, posee empaque y ambiente, pero no es lo que auguraban los primeros veinte minutos. Ron Perlman demuestra que, en el cine, hasta un ser de rasgos simiescos es capaz de parecer bello, mediante una interpretación muy matizada, una voz a lo Tom Waits, y una estética indumentaria de tonos oscuros que pone de relieve su pelo plateado. Famke Janssen se muestra modosita y frágil, ya la echábamos de menos, pero los 55 años asoman a través del maquillaje. Un desconocido y avejentado Richard Dreyfuss aparece al principio y al final de la cinta, y la maravillosa Jacqueline Bisset ataca con valentía el papel de anciana con demencia senil. En suma, una buena ocasión echada a perder.