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España España · Madrid
Voto de Charles:
8
Terror. Romance Unos arqueólogos británicos invaden la tumba de un cadáver momificado que resulta ser un sumo sacerdote del antiguo Egipto. La momia, que revivirá accidentalmente 3.700 años después de su muerte, intentará raptar a una joven de ascendencia egipcia que se parece a la princesa que amó en vida y que fue el motivo de su ejecución. (FILMAFFINITY)
12 de diciembre de 2017
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Nadie cree en tradiciones milenarias que hayan sobrevivido al tiempo.
Este se descompone en décadas, lustros, eras, siglos, milenios... y convierte en polvo todo lo que le ha seguido, muchas veces sin preguntarse para qué ha servido.
Cualquier acción o gesto quedan aplastados por esa condición, ante la que sólo queda refugiarse en la Historia, en lo que se ha salvado tras años de gloriosos alzamientos y repentinas caídas.

'La Momia' trae consigo esa misma visión, enlazada en cada detalle de la historia que cuenta.
En Egipto, una momia desenterrada del desierto, la prueba no-viviente de que la carne puede sobrevivir al tiempo, reposa en la oficina improvisada de dos arqueólogos, que se maravillan de las reliquias que se llevaba al más allá.
Entonces, en un silencio sepulcral y aterrador por su quietud, el cadáver momificado abre los ojos y se levanta de su eterno descanso: es tanta la imposibilidad, tanto el espanto, que hasta la cámara nos concede evitar verle andando, y decide concentrar en la carcajada estruendosa de un arqueólogo toda la locura que puede suponer ver cómo se rompen las leyes naturales.

Años más tarde, la huella de ese prólogo no se disipa, pero de alguna manera ha disminuido su poderoso influjo: aquel cadáver putrefacto ahora se pasea normalmente entre los vivos, a salvo su verdadera identidad de sacerdote Imhotep, haciéndose pasar por el comerciante Ardath Bey, en una tierra donde lo místico y sobrenatural está siendo expoliado por extranjeros con dinero.
Las antiguas maldiciones sólo son piedras escritas y los tesoros funerarios apenas mercancía, en una decadencia tan grande que se contagia al propio Imhotep, apenas un raquítico anciano de piel apergaminada que deambula buscando resucitar a su amada Anck-es-en-Amon .
Entonces, la bella Helen Grovesnor se cruza en su camino, correspondientes sus rasgos a la virgen del templo que le enamoró, y ahora sí, Ardath Bay le pide que recuerde una época en la que ambos se amaban a la orilla de otro Nilo, a la sombra de otras Pirámides.

Lejos de su naturaleza monstruosa, lejos de sus miradas que aturden y persiguen, Boris Karloff no se cansa de resaltar físicamente algo evidente: este señor es hombre de otro tiempo, náufrago en el presente, que se esfuerza por todos los medios en agarrarse al motivo que le llevó a resucitar de la muerte.
Podrá impresionarnos su poder, la eternidad que ha contemplado desde su ataúd, el hecho de que su amor sobreviviera a los templos de los dioses que le condenaron... pero a la hora de la verdad es sólo un hombre, enfrentándose a la remota posibilidad de que le hayan querido (como todos).
Valga recordar ese triste momento en que recita a la luz de una vela en la oscuridad del museo, alerta a cualquiera que le pueda interrumpir, para despojarle de su aura inmortal y apreciar, ni que sea un poco, la angustia de que todo le pueda salir mal.

Él no se equivocaba a fin de cuentas: aún más allá del olvido, nuestro eco del pasado nos acompaña, y nos trae placenteros recuerdos de sentimientos que nunca murieron con el cuerpo.
Pero seguimos almacenando a los vendados en museos, guardamos poca consideración a lo que ya ha sido e ignoramos cualquier rastro de una eternidad que se nos permita continuar.

Cosas que hacen de Imhotep una figura trágica en tiempos contrarios, más que un monstruo, pues es el único conservador de la llama por un amor de antaño.
Ya tiene que estar jodida la eternidad, para que un no-muerto de apenas arena y huesos nos tenga que dar ejemplo al amar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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