A lo largo de las décadas de la historia del cine, muy pocos títulos pueden llevarse el galardón de ser verdaderos clásicos y de obligatorio visionado por todo cinéfilo que se precie de serlo.
“Los diez mandamientos” es sin duda uno de ellos, y también una de las mejores películas de los años 50.
Hoy todo se hace por ordenador, Pero DeMille y su equipo tuvieron que construirlo todo desde cero. Está claro que viéndola en el siglo XXI puede saber a poco, pero es que hay que tener en cuenta que es de 1956 nada más y nada menos. El diseño de producción no tiene nada que ver con el actual, pero había menos medios y era otra forma de hacer y entender el cine. Teniendo eso en cuenta, es una superproducción absolutamente grandiosa.
No puedo imaginar lo que el público del momento tuvo que sentir al ver la columna de fuego o el paso del mar rojo, entre otras secuencias inolvidables.
La inmortal historia del éxodo nos trae personajes interesantes y conflictos de poder en las bellas tierras de Egipto (aunque hay que reconocer que películas posteriores han mostrado esta civilización con más espectacularidad aún).
Los actores trabajan con gran solemnidad. Se nota que en esa época, el cine aún podía considerarse la evolución natural del teatro, tanto por los diálogos como por la forma de representación y los decorados.
Heston y Brynner son unos monstruos de la actuación que estaban en estado de gracia.
DeMille, además, trata la historia con gran respeto, a sabiendas de que esto ha formado parte del credo fundamental de millones de personas durante miles de años.
La banda sonora también es digna, enalteciendo aún más esta bonita historia de libertad que por su esencia bíblica no es muy creíble, pero que no por ello es menos interesante.
En definitiva, es una película esencial para tener una perspectiva global de la historia del cine y de cómo se hacían antes las cosas bien hechas.
Pero no todo es maravilloso, y no puedo dejar de comentar su gran y único defecto, con lo que creo que muchos estarán de acuerdo conmigo: la duración es brutalmente excesiva.
Encima de que su ritmo es lento, lo cual es un hecho objetivo independientemente de su calidad, la cosa llega a cerca de las cuatro horitas de nada. Así que verla entera del tirón es como para pensárselo dos (o más) veces. Aun así, es un caso raro en el que esa lacra no impide que la película me guste y que no deje de reconocer sus valores.