El viaje de Chihiro no es una película. Ni mucho menos. El viaje de Chihiro es una majestuosa odisea a un planeta desconocido por el hombre que se perfila con el fino y virtuoso trazo de un lápiz, sin intermediarios. Conexión directa entre desbordante inventiva y unos ojos que asisten vírgenes al nacimiento del milagro: la calma del espíritu. Tal es el colorido, tal la capacidad de abstracción y la belleza pausada en sus silencios, o lo atronador de sus caóticos desmanes; es tal, en fin, la magia, la sugestión, el hechizo y la fascinación, que cuando uno llega, extasiado, a los minutos finales, no puede sino rebobinar y, con el recuerdo aún latente en lo más profundo de sí mismo, desear con todas sus fuerzas la visita del olvido, para volver a darle al PLAY y sentirse acribillado de nuevo por el arte de lo inesperado. Por la esencia misma de los sueños y los mundos imposibles. La materia prima de la inspiración insuperable. Ni los vaivenes del tiempo pueden hacer mella en semejante obra atemporal. Está muy por encima de dichas nimiedades. Y es que aquí se esculpió la eternidad. Y sí, fue a lápiz.

Miyazaki, te lo debía. De todo corazón, gracias. Nunca había visto nada igual.