Si llega a durar unos minutos más la tortura e Iván hubiera puesto los ojos de huevo una vez más, vomito el almuerzo, de verdad de la buena.
Si tengo que aguantar durante otro rato esa teatralidad forzadísima, tan repelente que dan ganas de abofetear a unos cuantos de los actores, vomito el desayuno.
Y si hubiese sido más largo esta especie de anuncio de rímel, imagino que no habría tenido precio para competir con las marcas de cosmética de moda. En los cuarenta se utilizaba un rímel cojonudo en Rusia, según veo. Menudas pestañas remaquilladas, espesas y extralargas, envidia de las envidias de las más prestigiosas marcas que se anuncian en la tele hoy día, porque en los cuarenta no existía el Photoshop. Sólo les faltaba hacer una caidita de ojos para provocar un huracán.
Prefiero rotundamente el Eisenstein de los primeros tiempos, el de “El acorazado Potemkin” y “Octubre”, cuando utilizaba extras anónimos que no salían con caras de espantados ni de flipados, sino gente normal y corriente que no producía náuseas.
Aparte del valor histórico y artístico que pueda tener la película, que posee una excelente fotografía, cuidada escenografía y música de mucha calidad, esto es un peñazo de enormes proporciones, tan grande como la extensión de la misma Rusia. Porque menudo ladrillo, señores. Este Iván el Terrible es más pesado que todas las piedras del Kremlin.
Como tener una astilla clavada que no termina de salir de la carne. Pufff.
Menos mal que siempre me quedará el cine mudo del gran realizador, que al menos no es una exhibición de vergüenza ajena con actores de teatrillo malo.