No ganaría para detergentes. Si el impoluto prota del juego de plataformas, con sus prendas claras, fuera Dastan, no se le ocurriría llevar un color tan propenso a lucir la mugre.
El único parecido que encuentro entre el pixelado muchacho con el que pasé entretenidas y frustrantes veladas frente a aquel PC IBM 386 con MS-DOS, hoy considerado del puro precámbrico, y el contorsionista Gyllenhaal, es la habilidad para los grandes saltos y piruetas. Lo demás es de muy libre inspiración. Cierto que yo sólo jugué a la primera entrega de la saga, y las demás no las vi nunca, pero la sensación, tan bien descrita por ahí, es la de la soledad del joven que deambula por corredores y salas casi desiertos, con aquella alucinante capacidad para desplegar unos movimientos fluidos que revolucionaron el mundo de los videojuegos. No conseguí completar ninguna partida, inevitablemente se me agotaba el tiempo, pues yo no era ni soy un hacha con los pasatiempos electrónicos. Condenaba al pobre una y otra vez a caer por precipicios, clavarse en trampas cuajadas de pinchos o palmarla abatido por un espadachín de mala uva. Tampoco conocí a nadie que llegara al final, o si llegó yo no lo presencié.
Después transcurrió el tiempo, los ordenadores cambiaron con pasmosa rapidez, el 386 fue sustituido por un 486, y éste por otro más potente y por otro, y en las arenas del tiempo se perdió el Prince of Persia que alguien nos había grabado en aquel viejo disco duro que pasó a mejores glorias. Hace unos veinte años que tengo olvidado al Príncipe, aunque por ahí circulan versiones de esas que te puedes descargar para tenerlas como reliquias, y rememorarlas con un sencillito adaptador de MS-DOS.
Se le ve un chico pulcro y comedido, con escaso parecido al Dastan peliculero. Pero este último es para mí cuando menos tan entretenido o más que el otro, porque además de estar todo el rato moviéndose como un poseso sin lugar al descanso, habla y hasta hace reír. Casi ni rastro del aire dramático y hermético de su alter ego computerizado. Con la adición de una Tamina (Farah en el original) de armas tomar, la historia de una familia real, conspiraciones y una adaptación libre de la trama de los videojuegos, esta inversión cinematográfica del creador del Príncipe ni destaca ni es deplorable. Una excusa para presentar un film de fantasía y aventuras épicas cuya fuente no es, por una vez, ni una novela, ni un cuento, ni una obra de teatro, sino un ágil personaje vestido de blanco que muchos hicimos correr por un monitor en una carrera contrarreloj que era irritantemente corta.