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Comedia
Años 50. Villar del Río es un pequeño y tranquilo pueblo en el que nunca pasa nada. Sin embargo, el mismo día en que llegan la cantante folclórica Carmen Vargas y su representante, el alcalde (Pepe Isbert) recibe la noticia de la inminente visita de un comité del Plan Marshall (proyecto económico americano para la reconstrucción de Europa). La novedad provoca un gran revuelo entre la gente, que se dispone a ofrecer a los americanos un ... [+]
24 de mayo de 2008
19 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los tiempos de la dura posguerra tras la Guerra Civil y cuando Europa acababa de salir de la más mortífera guerra de todas las eras, la pobreza era el estandarte que ondeaba prácticamente en todas las poblaciones españolas.
En aquellas tardes de domingo en la casa de mi abuela materna, y en especial cuando a veces la fiebre y la dificultad para respirar provocadas por mis recurrentes ataques de bronquitis me sorprendían allí y me postraban en su cama, mi abuela se sentaba a mi lado y, mientras me aplicaba paños calientes en el pecho y me acariciaba la frente ardorosa con sus manos frescas, me relataba las historias de su niñez.
Todas ellas eran historias de pobreza, de carencias, de pérdidas y del temor que se palpaba en el aire. Pero también eran crónicas de la superación, de anécdotas imborrables, las historias de pueblos que luchaban por salir adelante en un país destruido.
Como un árbol curtido por años de intemperie, ella me mostraba aquella España profunda que yo no había conocido.
Al ver el pueblo de Villar del Río, la memoria de mi abuela se materializa en buena parte, y me imagino cómo sería su Lepe natal. La plaza principal con su fuente, el Ayuntamiento con sus banderas y su reloj (probablemente estropeado, como el de Villar del Río), la iglesia, las tabernas, las casitas de paredes encaladas, las calles sin asfaltar y la gente que daba vida a todo ese escenario. Gente como la de Villar del Río.
Me imagino a las ancianas enlutadas hilando a las puertas de sus casas, a las mujeres más jóvenes faenando y cargando con sus bebés, a los agricultores dirigiéndose a sus campos con sus bestias, a los pescadores que se levantaban mucho antes del alba para probar suerte con sus redes, a los niños alborotando con sus juegos y travesuras...
Cuando en Europa se oyó hablar del Plan Marshall, hubo muchos tipos de reacciones. Hubo quienes lo vieron como agua de mayo, como un generoso gesto de los estadounidenses para ayudar al viejo continente a levantarse. También hubo detractores, quienes sospechaban alguna maniobra subrepticia para hacerse con el control de Europa.
En aquellas tardes de domingo en la casa de mi abuela materna, y en especial cuando a veces la fiebre y la dificultad para respirar provocadas por mis recurrentes ataques de bronquitis me sorprendían allí y me postraban en su cama, mi abuela se sentaba a mi lado y, mientras me aplicaba paños calientes en el pecho y me acariciaba la frente ardorosa con sus manos frescas, me relataba las historias de su niñez.
Todas ellas eran historias de pobreza, de carencias, de pérdidas y del temor que se palpaba en el aire. Pero también eran crónicas de la superación, de anécdotas imborrables, las historias de pueblos que luchaban por salir adelante en un país destruido.
Como un árbol curtido por años de intemperie, ella me mostraba aquella España profunda que yo no había conocido.
Al ver el pueblo de Villar del Río, la memoria de mi abuela se materializa en buena parte, y me imagino cómo sería su Lepe natal. La plaza principal con su fuente, el Ayuntamiento con sus banderas y su reloj (probablemente estropeado, como el de Villar del Río), la iglesia, las tabernas, las casitas de paredes encaladas, las calles sin asfaltar y la gente que daba vida a todo ese escenario. Gente como la de Villar del Río.
Me imagino a las ancianas enlutadas hilando a las puertas de sus casas, a las mujeres más jóvenes faenando y cargando con sus bebés, a los agricultores dirigiéndose a sus campos con sus bestias, a los pescadores que se levantaban mucho antes del alba para probar suerte con sus redes, a los niños alborotando con sus juegos y travesuras...
Cuando en Europa se oyó hablar del Plan Marshall, hubo muchos tipos de reacciones. Hubo quienes lo vieron como agua de mayo, como un generoso gesto de los estadounidenses para ayudar al viejo continente a levantarse. También hubo detractores, quienes sospechaban alguna maniobra subrepticia para hacerse con el control de Europa.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Pero, fuera como fuese, España apenas llegó a beneficiarse de aquellas ayudas y, si algo llegó, sólo eran ya las sobras.
Berlanga, con la ayuda de Juan Antonio Bardem y del mordaz Miguel Mihura, compuso un guión cinematográfico que se situó automáticamente en la cumbre del cine español. De ese cine de calidad, que se extiende a los ámbitos del costumbrismo, de la reflexión, de la crítica social, de un fino humor que no se queda desfasado y de un aire de nostalgia por el pasado que todos hemos tenido. Por el pasado de nuestros abuelos, que también es, por herencia, el nuestro.
La ironía no deja títere con cabeza y, con un brillante sentido del humor, se ceba en los tópicos. Que si lo andaluz es lo más representativo de España, que si los americanos descienden de los indios, que si los indios son caníbales, etc. La sátira está servida, como un revulsivo que suavemente nos espeta a la cara todas esas tonterías que desde pequeños nos quieren hacer creer y que con la edad y la sensatez vamos descubriendo que no todo el monte es orégano.
Y, sobre todo, se le propina un buen cachete a la política exterior y a los acontecimientos internacionales, haciendo ver que los Estados Unidos no actuaban bajo la base de la "generosidad" y que su gesto de ayuda pasó de largo por España.
Comedia satírica imperecedera, que se merece su digno lugar en las páginas doradas del cine español.
Berlanga, con la ayuda de Juan Antonio Bardem y del mordaz Miguel Mihura, compuso un guión cinematográfico que se situó automáticamente en la cumbre del cine español. De ese cine de calidad, que se extiende a los ámbitos del costumbrismo, de la reflexión, de la crítica social, de un fino humor que no se queda desfasado y de un aire de nostalgia por el pasado que todos hemos tenido. Por el pasado de nuestros abuelos, que también es, por herencia, el nuestro.
La ironía no deja títere con cabeza y, con un brillante sentido del humor, se ceba en los tópicos. Que si lo andaluz es lo más representativo de España, que si los americanos descienden de los indios, que si los indios son caníbales, etc. La sátira está servida, como un revulsivo que suavemente nos espeta a la cara todas esas tonterías que desde pequeños nos quieren hacer creer y que con la edad y la sensatez vamos descubriendo que no todo el monte es orégano.
Y, sobre todo, se le propina un buen cachete a la política exterior y a los acontecimientos internacionales, haciendo ver que los Estados Unidos no actuaban bajo la base de la "generosidad" y que su gesto de ayuda pasó de largo por España.
Comedia satírica imperecedera, que se merece su digno lugar en las páginas doradas del cine español.