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Voto de Vivoleyendo:
10
8.2
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Drama. Romance
Un viejo payaso (Charles Chaplin), después de evitar el suicidio de una joven bailarina (Claire Bloom), no sólo la cuida, sino que, además, se ocupa de enseñarle todo lo que sabe sobre el mundo del teatro para hacerla triunfar. Último y melancólico film americano de Chaplin. (FILMAFFINITY)
29 de mayo de 2010
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es un inenarrable placer sentarse frente al monitor y transportarse a una dimensión cinematográfica superior, estratosférica, celestial. Chaplin lo consigue conmigo sin despeinarse. El más sublime genio del celuloide convierte la experiencia de amar el cine en veneración, adoración sin trabas. Rompe diques y compuertas y se cuela sin llamar.
El Chaplin crepuscular del sonoro no se había resentido ni un ápice. Pese a sus anteriores reticencias a enterrar su querida etapa muda, se adaptó a la novedad del sonido como los más excelsos podían hacerlo.
El artista consagrado que había en él, y yo diría que tocado por un don que no está al alcance de cualquiera, volcaba su baúl de maravillas y rozaba la perfección. Cada uno de sus largometrajes, al menos todos los que abarcan hasta los años cincuenta, son tan completos que contienen caudal de sobra para asombrar, tocar a fondo las emociones más fuertes, y poner los ojos como platos a quien los ve.
Así he permanecido yo más de dos horas. Si pude pensar que no podría sentir nada más grandioso después de “El chico”, “Luces de la ciudad” o “Tiempos modernos”, una vez más Chaplin me ha demostrado que me equivocaba.
Aquí tenemos una reflexión extraordinaria sobre el ocaso al que sucede el amanecer. El otoño del artista cansado, que se revigoriza gracias al empuje y la savia de la nueva generación que le da energías para reencontrar la chispa ausente. Sobre la veleidad del éxito, su brevedad, la caída y la recuperación.
La sacrificada vocación del comediante, porque, como un buen amigo me señala muchas veces, hacer reír al público es endiabladamente difícil. “Qué triste es hacer reír”, sobre todo si la entrega a la dura tarea no es recompensada. El actor, el cómico, el farandulero, ejerce una profesión arriesgada, en la que hay que hacer frente a los nervios y al miedo escénico, a la fobia al fracaso, y a la temida indiferencia de los asistentes. Dejarse la piel en cada función, y recibir el mayor premio: la sala llena ovacionando con aplausos.
El otrora cómico Calvero está de capa caída, su tirón para provocar entusiasmo se ha desvanecido. Su musa lo ha abandonado. Bebe para darse ánimos, un mal hábito adquirido para envalentonarse cuando subía a los escenarios a actuar. Sumido en su crisis, relegado a la medianía de los arrojados a la cuneta por la fama caprichosa, recobra su optimismo cuando conoce a una joven bailarina en horas muy bajas, mucho más desesperada que él. Tratando de salvarla a toda costa, la cuida y le sube la moral día tras día. Ella resurge de su bache, y entre los dos se ha establecido una bella relación de apoyo mutuo y mucho más…
El Chaplin crepuscular del sonoro no se había resentido ni un ápice. Pese a sus anteriores reticencias a enterrar su querida etapa muda, se adaptó a la novedad del sonido como los más excelsos podían hacerlo.
El artista consagrado que había en él, y yo diría que tocado por un don que no está al alcance de cualquiera, volcaba su baúl de maravillas y rozaba la perfección. Cada uno de sus largometrajes, al menos todos los que abarcan hasta los años cincuenta, son tan completos que contienen caudal de sobra para asombrar, tocar a fondo las emociones más fuertes, y poner los ojos como platos a quien los ve.
Así he permanecido yo más de dos horas. Si pude pensar que no podría sentir nada más grandioso después de “El chico”, “Luces de la ciudad” o “Tiempos modernos”, una vez más Chaplin me ha demostrado que me equivocaba.
Aquí tenemos una reflexión extraordinaria sobre el ocaso al que sucede el amanecer. El otoño del artista cansado, que se revigoriza gracias al empuje y la savia de la nueva generación que le da energías para reencontrar la chispa ausente. Sobre la veleidad del éxito, su brevedad, la caída y la recuperación.
La sacrificada vocación del comediante, porque, como un buen amigo me señala muchas veces, hacer reír al público es endiabladamente difícil. “Qué triste es hacer reír”, sobre todo si la entrega a la dura tarea no es recompensada. El actor, el cómico, el farandulero, ejerce una profesión arriesgada, en la que hay que hacer frente a los nervios y al miedo escénico, a la fobia al fracaso, y a la temida indiferencia de los asistentes. Dejarse la piel en cada función, y recibir el mayor premio: la sala llena ovacionando con aplausos.
El otrora cómico Calvero está de capa caída, su tirón para provocar entusiasmo se ha desvanecido. Su musa lo ha abandonado. Bebe para darse ánimos, un mal hábito adquirido para envalentonarse cuando subía a los escenarios a actuar. Sumido en su crisis, relegado a la medianía de los arrojados a la cuneta por la fama caprichosa, recobra su optimismo cuando conoce a una joven bailarina en horas muy bajas, mucho más desesperada que él. Tratando de salvarla a toda costa, la cuida y le sube la moral día tras día. Ella resurge de su bache, y entre los dos se ha establecido una bella relación de apoyo mutuo y mucho más…
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Sin suficientes palabras se queda una para elogiar la historia de amor, el aprendizaje sobre la belleza de la vida, el temor y la pasión del artista que se da a sí mismo sobre las tablas, la bondad que ayuda a superarse ante los problemas para tender la mano a quien la necesita, la gloria pretérita que deja paso a la gloria nueva, y la capacidad para levantarse, gracias a ese hombro amigo que está al lado.
Y así, el gran humorista, el gran Calvero que desató las risas de tanta gente, sabe que no hay nada mejor que el resplandor incandescente del último triunfo, de los últimos aplausos, y del último amor que se saborean en ese momento perfecto que no volverá.
Y así, el gran humorista, el gran Calvero que desató las risas de tanta gente, sabe que no hay nada mejor que el resplandor incandescente del último triunfo, de los últimos aplausos, y del último amor que se saborean en ese momento perfecto que no volverá.