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Voto de Vivoleyendo:
7
1 de agosto de 2010
54 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los teóricos de la música tienden a relacionar los sonidos de la escala con la lógica armónica de las matemáticas y con el movimiento cíclico del cosmos. Pitágoras hablaba de la “música de las esferas”, y para él existía una perfección inmaculada en el equilibrio de los números y de las notas musicales. Todo ello nos habla en el fondo de un gran ciclo ideal, de un devenir reiterativo y armonioso en el que las notas, representativas también de la materia que deambula por el universo, se suceden completando una etapa en la que todo empieza para terminar y empezar otra vez, en una melodía eterna en la que los silencios son final y preludio.
Pero la perfección sólo puede quedarse en la teoría. Aquellos utópicos formularon unas hipótesis que, aplicadas a la dimensión real, no alcanzaban a cubrir los desafinamientos. La música ideal es perfecta, no así la ejecutada por instrumentos imperfectos, por seres imperfectos y en condiciones imperfectas.
Continuamente, los ciclos naturales sufren alteraciones, y no responden a lo esperado. Ni siquiera los planetas ni las estrellas se mueven con la perfección que siempre se les había atribuido. Los antiguos creían que la Tierra era el centro, que los astros se movían en círculos perfectos, que el universo era inmutable. Poco a poco hubieron de aceptar la decepcionante, o por el contrario fascinante, verdad: que lo inmaculado sólo existe en nuestras mentes. Que nada está dispuesto como nos gustaría. Que no somos el centro de nada. Y que es muy probable que hasta Dios sea un invento para satisfacer nuestra hambre de perfección.
János, el observador y testigo que va de casa en casa como un mensajero solícito y neutral, recrea en un bar, cogiendo como voluntarios a un grupo de borrachos, los movimientos del Sol, la Tierra y la Luna, y el modo en que se produce un eclipse total de Sol y cómo éste repercute en la vida. A una hora inusual, una porción de la superficie terrestre, con la sombra en constante desplazamiento, se oscurece como si cayera la noche de repente. La naturaleza queda suspendida, extrañada, preocupada. Los animales, confundidos, se asustan, y pese a su miedo se preparan para pasar la noche, desconfiados, pero dispuestos a seguir los preceptos de su instinto. Los pájaros se acomodan en las ramas, los insectos diurnos callan, las criaturas acuden a sus refugios. La atmósfera parece detenerse en esa noche falsa, imprevista, que la ha pillado por sorpresa, sacándola de su rutina. Mientras dura la oscuridad, la noche cae en pleno día. Temor. Mal presagio. Cuando los pueblos primitivos no sabían que los eclipses eran simplemente fenómenos celestes sin más trascendencia, auguraban desgracias. Los eclipses eran malos signos. Se efectuaban sacrificios, rituales. Distintos tipos de violencia y derramamientos de sangre eran consecuencia del simple desplazamiento de nuestros astros. Consecuencia de la ignorancia, que engendra miedo. Siempre lo ignorado provoca inquietud ante la amenaza de lo desconocido.
Pero la perfección sólo puede quedarse en la teoría. Aquellos utópicos formularon unas hipótesis que, aplicadas a la dimensión real, no alcanzaban a cubrir los desafinamientos. La música ideal es perfecta, no así la ejecutada por instrumentos imperfectos, por seres imperfectos y en condiciones imperfectas.
Continuamente, los ciclos naturales sufren alteraciones, y no responden a lo esperado. Ni siquiera los planetas ni las estrellas se mueven con la perfección que siempre se les había atribuido. Los antiguos creían que la Tierra era el centro, que los astros se movían en círculos perfectos, que el universo era inmutable. Poco a poco hubieron de aceptar la decepcionante, o por el contrario fascinante, verdad: que lo inmaculado sólo existe en nuestras mentes. Que nada está dispuesto como nos gustaría. Que no somos el centro de nada. Y que es muy probable que hasta Dios sea un invento para satisfacer nuestra hambre de perfección.
János, el observador y testigo que va de casa en casa como un mensajero solícito y neutral, recrea en un bar, cogiendo como voluntarios a un grupo de borrachos, los movimientos del Sol, la Tierra y la Luna, y el modo en que se produce un eclipse total de Sol y cómo éste repercute en la vida. A una hora inusual, una porción de la superficie terrestre, con la sombra en constante desplazamiento, se oscurece como si cayera la noche de repente. La naturaleza queda suspendida, extrañada, preocupada. Los animales, confundidos, se asustan, y pese a su miedo se preparan para pasar la noche, desconfiados, pero dispuestos a seguir los preceptos de su instinto. Los pájaros se acomodan en las ramas, los insectos diurnos callan, las criaturas acuden a sus refugios. La atmósfera parece detenerse en esa noche falsa, imprevista, que la ha pillado por sorpresa, sacándola de su rutina. Mientras dura la oscuridad, la noche cae en pleno día. Temor. Mal presagio. Cuando los pueblos primitivos no sabían que los eclipses eran simplemente fenómenos celestes sin más trascendencia, auguraban desgracias. Los eclipses eran malos signos. Se efectuaban sacrificios, rituales. Distintos tipos de violencia y derramamientos de sangre eran consecuencia del simple desplazamiento de nuestros astros. Consecuencia de la ignorancia, que engendra miedo. Siempre lo ignorado provoca inquietud ante la amenaza de lo desconocido.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
¿Han cambiado mucho las cosas, aunque muchos sepamos que un eclipse no es un indicio de la ira de los dioses? ¿Acaso no está el miedo arraigado en nosotros? Nos agarramos a la rutina, a los ciclos repetitivos, porque otorgan seguridad. Creamos un entorno estable. Casas, poblaciones, en las que las cosas suelen estar en el mismo sitio, y esperamos encontrarlas así cuando comenzamos una nueva jornada, y dejarlas así cuando nos sumimos en la indefensión del sueño. Esperamos hallar a las mismas personas, hacer las mismas cosas. Somos como instrumentos desafinados que cada día tocan la misma canción, con ligeras variantes, no siempre igual, y unos días suenan mejor, y otros suenan peor. Pero necesitamos que esa canción esté ahí, aunque a veces incluso nos atrevamos a probar con otra, torpemente, pero a la vuelta la canción de siempre ha de estar en su sitio.
¿Qué ocurre cuando llega algo que rompe la cotidianeidad, una amenaza indefinible que estropea los instrumentos, que hace imposible que toquemos nuestra canción, y ya los parámetros familiares se hacen añicos? Pues que el fragilísimo equilibrio se desintegra. Se desata el caos, un ruido indeterminado que destroza los tímpanos y deja suelta la locura que a duras penas estaba retenida. La monstruosidad se libera. Como si se tratase de un eclipse gigantesco que cubriese la Tierra entera, la confusión y el terror reinan por doquier, ya nadie actúa con prudencia. La violencia, esa gran lacra humana tan inherente a su esencia, se convierte en reina y déspota, exigiendo un sacrificio supremo. Los débiles deben pagar, deben derramar su sangre y sufrir para aplacar la ira humana, oculta hipócritamente bajo la fachada de unos dioses inventados para justificar los propios actos crueles. Si todo lo malo procede del Hacedor, de Dios, el hombre queda libre de culpas, ¿verdad? Qué falsedad… Es tan terriblemente difícil aceptar que todo lo peor procede nada más y nada menos que de nosotros solos…
Y de esa manera… ¿Las criaturas vivas estamos aquí abandonadas, como esa ballena, el ser vivo más grande del planeta actualmente, esa ballena que yace yerta en medio de una plaza neblinosa y saqueada? ¿Qué sentido tiene crear un ser tan grande, tan asombroso, para que acabe así?
Y, ¿quién es el Príncipe, cuyo rostro no se ve, y cuya voz de ultratumba anuncia un Apocalipsis que ya existe en todos nosotros, que siempre ha existido, que no va a llegar porque ya llegó, porque está aquí sin que quisiéramos admitirlo?
Por ello luchamos con tantas fuerzas por preservar la ceguera cotidiana, por quedarnos en la fachada frágil. Porque saber que el sinsentido está ahí al lado sólo conduce a la locura.
¿Qué ocurre cuando llega algo que rompe la cotidianeidad, una amenaza indefinible que estropea los instrumentos, que hace imposible que toquemos nuestra canción, y ya los parámetros familiares se hacen añicos? Pues que el fragilísimo equilibrio se desintegra. Se desata el caos, un ruido indeterminado que destroza los tímpanos y deja suelta la locura que a duras penas estaba retenida. La monstruosidad se libera. Como si se tratase de un eclipse gigantesco que cubriese la Tierra entera, la confusión y el terror reinan por doquier, ya nadie actúa con prudencia. La violencia, esa gran lacra humana tan inherente a su esencia, se convierte en reina y déspota, exigiendo un sacrificio supremo. Los débiles deben pagar, deben derramar su sangre y sufrir para aplacar la ira humana, oculta hipócritamente bajo la fachada de unos dioses inventados para justificar los propios actos crueles. Si todo lo malo procede del Hacedor, de Dios, el hombre queda libre de culpas, ¿verdad? Qué falsedad… Es tan terriblemente difícil aceptar que todo lo peor procede nada más y nada menos que de nosotros solos…
Y de esa manera… ¿Las criaturas vivas estamos aquí abandonadas, como esa ballena, el ser vivo más grande del planeta actualmente, esa ballena que yace yerta en medio de una plaza neblinosa y saqueada? ¿Qué sentido tiene crear un ser tan grande, tan asombroso, para que acabe así?
Y, ¿quién es el Príncipe, cuyo rostro no se ve, y cuya voz de ultratumba anuncia un Apocalipsis que ya existe en todos nosotros, que siempre ha existido, que no va a llegar porque ya llegó, porque está aquí sin que quisiéramos admitirlo?
Por ello luchamos con tantas fuerzas por preservar la ceguera cotidiana, por quedarnos en la fachada frágil. Porque saber que el sinsentido está ahí al lado sólo conduce a la locura.