Creo que nunca he visto una serie tan divertida y amarga a la vez. Una serie en la que los valores sociales y familiares son vapuleados con tanta contundencia y de forma tan radical. Un matrimonio que se odia queriéndose o que se ama odiándose, nunca me quedó claro. Un padre perdedor, amargado, de vuelta de todo que sólo parece querer una muerte rápida para dejar de sufrir de una puñetera vez por todas. Una madre compradora compulsiva, que disfruta puteando a su marido, que no se ocupa de las tareas del hogar y que nunca tiene ganas de acostarse con su marido. Una niña mona y estúpida. Y un niño feo, estúpido también, y bastante salido. Con estos mimbres, y mientras en otras cadenas triunfaban Roseanne, Cosas de casa o El show de Bill Cosby, ellos eran una familia desastre, ejemplo de todo lo que se supone que no debe ser una familia, pero mucho más divertida. Eran la otra cara de la moneda, la cruz, y más que posible inspiración de Matt Groening para sus archifamosísimos Los Simpsons. El nihilismo, el cinismo, el sadismo, el masoquismo... lo impregnaban todo y creaban un ambiente malsano, negrísimo, único y genial. Como sentenció Jean Paul Sartre: "El infierno es el otro". Y en esta serie los otros eran todos ellos, víctimas y verdugos, a la vez, de su propia desgracia y de la de todos los que les rodeaban. Amén.