A veces la vida te aboca a pasar por trechos que tú no quieres. A veces sucede. A veces pasa que tu primo quiere ir a ver una película al cine. No tiene coche y, claro, ahora todos los cines están en las afueras. En grandes centros comerciales. Entonces te convence para que le acompañes. Te metes en el cine y piensas “bueno, la película más cara de la historia, por lo menos será entretenida”. Pasan quince minutos y crees que luego el director podrá redimirse. Pasa media hora y te empiezas a preguntar si realmente puede “eso” acabar bien. Llevas una hora y ya no sabes en que postura ponerte en tu butaca. Cuando pasa de los noventa minutos y ves que “eso” no tiene visos de acabar en menos de otra media hora empiezas a jurar en arameo. Luego, con un desazón subconsciente, empiezas a odiar a tu primo. Ya desesperado sopesas la idea de irte sin dejar que termine la película. Pero tienes que llevar a tu primo a la ciudad. Ves a la chica de la taquilla en tu mente tirándote fuerte y a la cara con las monedas de un euro que usaste para pagar la entrada. Su cara tiene sorna, una sonrisa que te humilla. La película acaba. Y te vas. No hablas con tu primo. De pronto te pregunta ¿Qué te ha parecido la película?