Hay directores que, a veces, para relatar una historia cinematográficamente, se toman los tiempos de otras artes. Y este el caso.

Quizás esos treinta o cuarenta planos secuencias -no más y no menos- sean demasiados bastos para relatar lo que ocurre en esa casa, sito, en medio de un páramo. Pero la verdad es que son los tiempos exactos y necesarios para hacernos sentir de lo que la pobreza provee (por mucho que el tiempo sea oro).

A través de esos planos largos, entenderemos qué significa ver por una ventana sin vistas, qué es estar en medio de una tormenta de aire que mueve las hojas cual pesadilla, qué significa un animal vencido, o qué es la pobreza y qué supone encontrarse con el pozo seco, o sobre todo, cuando el director nos hace caer en la ruda realidad al mostrarnos -con efectos sonoros- qué es lo que es saciar el hambre, a través del ruido que provoca el alimento comido... o ese efecto visual que rudamente describe lo que ya no pueden ver...

Hasta llegar a descubrirnos de cómo la pobreza atrae la soledad. Llegar hasta esa soledad comparada a la de un perro abandonado, atado a la verja de un cortijo, que cuando alguien se acerca sin son aparente, no tiene por menos que ponerse a ladrar, para al menos defender lo poco que considera suyo.

Una muy buena película, aunque siempre nos quedará aquello de que, lo bueno si breve dos veces bueno.