Haz click aquí para copiar la URL
Críticas de El hombre martillo
1 2 3 4 >>
Críticas 19
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
21 de febrero de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ikebana (lit. «flor viviente») es el nombre utilizado para denominar el arte japonés del arreglo floral, también conocido como kadō («el camino de las flores»), una de las artes japonesas tradicionales junto al kōdō («el camino del incienso») y el chadō («el camino del té»), del que versa principalmente Rikyu. Las tres formas de arte, surgidas cinco siglos atrás, solemnes y altamente ritualizadas, contienen aspectos extraídos del budismo y la filosofía zen y se refieren tanto al proceso de refinamiento interno como al externo ceremonial. Es por ello que Rikyu, necesariamente, es la película más ordenada, tranquila y formalmente convencional de Teshigahara, aunque paradójicamente también es la más personal, anómala y desgajada de su filmografía, justamente por no hallarse en ella ni rastro del tono vanguardista que había hecho reconocible hasta ese momento su estilo y obra.

Dicha renuncia, deliberada, perseguía un objetivo claro, que era hacer coincidir Rikyu con la estética y la pureza minimalista de tema que trata: la ceremonia japonesa del té, cuyo propósito no es tanto el acto de preparar y beber la infusión, sino servir de medio para alcanzar la paz interior y una conexión con la naturaleza que favorezca la reflexión y la meditación. De ahí que el Salón del té (chashitsu), un oasis en el triste desierto de la existencia, como decía el historiador y filósofo Okakura Kabuzo en su poético tratado «El Libro del Té» (1906), sea un espacio generalmente pequeño y deba estar lo más vacío posible, como mucho «decorado» con una caligrafía (shodo) y/o un arreglo floral (ikebana) adaptado para la ocasión dentro de un hueco típico (tokonoma); como igual de vacía, de pensamientos banales y mundanos, debe estar la mente de los fatigados invitados durante la ceremonia, donde ningún gesto, palabra o ruido debe alterar la armonía o romper la unidad.

Hiroshi Teshigahara dedicó Rikyu a sus padres: su padre Sofu era un experto en ikebana, al igual que el protagonista del filme, el famoso monje budista Sen no Rikyū (o Sen Rikyū, 1522-1591), más conocido por haber codificado y llevado a la perfección el arte de la ceremonia del té y haber tenido, forzado por las complejas circunstancias, una sutil e inesperada influencia política. La película, cuyo guión fue escrito por el mismo director (también productor) en colaboración con Genpei Akasegawa a partir de la novela «Hideyoshi to Rikyū» (1963) de Yaeko Nogami, cuenta la historia de la última parte de la vida de Rikyū (magnífico Rentarô Mikuni), que durante el Período Azuchi-Momoyama (1568-1603) fue Maestro del té y consejero personal de Toyotomi Hideyoshi (Tsutomu Yamazaki), un señor de la guerra de toscos modales y poca empatía convertido en gobernante de facto de Japón, país que había conseguido unificar pero que estaba devastado tras más de un siglo de guerra civil.

El asunto que desencadena el drama son las desmedidas ansias de poder de Toyotomi Hideyoshi, que pasan por invadir Corea y China y crear un gran imperio japonés en el Pacífico. Este militarismo expansionista choca con la naturaleza reflexiva y pacífica de su mentor. El discreto Rikyū, un hombre sabio que siempre había procurado vivir su vida sin interferir en la política y las decisiones de Estado, dedicado solo a cultivar su noble arte, deberá hacer frente ahora a su conciencia y responsabilidad moral y encontrar el coraje para enfrentarse y hacer cambiar de opinión al despiadado daimyō, aunque ello le pueda acarrear consecuencias fatales. En ese marco, Rikyu ilustra la eterna dialéctica entre el arte y la política y el inevitable conflicto entre el impulso de crear y el deseo de destruir, el cual Sen no Rikyū trata de aplacar una y otra vez a través de los rituales calmantes del chadō.

La colisión entre dos formas de pensar y entender la vida, asimismo, se refleja en el diseño de vestuario y la construcción del decorado y los sets: la nueva estética extranjera (colorida, ostentosa, estridente), relacionada con el despótico gobernante Toyotomi Hideyoshi, frente a la estética japonesa tradicional wabi-sabi, representada por el monje budista Sen no Rikyū y descriptiva de las magníficas ceremonias del té de estilo wabi-cha que este oficia, que si bien no se explican tanto como se muestran su simple observancia resulta suficiente para comprender su carácter. En las antípodas de lo excesivo y meramente superfluo, la estética wabi-sabi opta por la simplicidad y trata de encontrar el equilibrio y la belleza en la fugacidad, impermanencia e imperfección de las cosas. Es ahí donde se origina el conflicto interno de Rikyū, en tratar de conciliar el dominio de su oficio y el caos político que le rodea. La película, en relación con eso, también reflexiona sobre la idoneidad para usar y aplicar los cuatro principios del Camino del té (armonía/wa, respeto/kei, pureza/sei y tranquilidad/jaku) en nuestra vida diaria, lo que, por otra parte, nos llevaría a aceptarnos tal y como somos y nos volvería verdaderamente hermoso.

Todo en Rikyu se contagia de la elegancia sencilla y quietud zen de las artes japonesas clásicas que invoca, que van desde el ikebana y el chadō hasta la arquitectura tradicional, la jardinería (rōji es como se llama el jardín creado para la ceremonia del té) y la cerámica (a través de los chawan o tazas para el té). Dentro de su personal concepción de la belleza, Teshigahara igualmente muestra diferentes creaciones de Hasegawa Tôhaku, pintor oficial de Hideyoshi y amigo personal de Rikyū. Rikyu es un conjunto artístico donde la plácida fotografía de Fujio Morita, la sugerente música de Tôru Takemitsu y los hermosos planos, llenos de amor y devoción, se alían para transmitir un singular goce estético sobre la esencia de la ceremonia del té, a la vez que permiten una reflexión serena sobre un hombre excepcional. Esta es una película que cualquier persona que aprecie el té, el arte japonés y su estética debería ver.

Más críticas: WWW.ELHOMBREMARTILLO.COM
El hombre martillo
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
9
5 de noviembre de 2018
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Grigori Mijáilovich Kózintsev (1905-1973), de origen judío-ucraniano y contemporáneo de Sergei M. Eisenstein, fue uno de los pioneros del primer cine soviético. Cofundador a la edad de quince años, junto con Sergei Yutkevich y Leonid Trauberg, del colectivo de artistas de vanguardia Fábrica del Actor Excéntrico (FEKS), que en 1922 publicó el Manifiesto del Excentricismo, sus primeros filmes fueron comedias burlescas de propaganda política influidas por el expresionismo y las teorías teatrales de Vsévolod Meyerhold. Kozintsev llevó a cabo una intensa carrera cinematográfica desde los años veinte hasta mediados de los cuarenta al lado de Trauberg, con quien codirigió todas sus películas, incluida La Nueva Babilonia y la popular trilogía protagonizada por un obrero llamado Máximo.

Ya sin Trauberg, en la era postestalinista, y compaginándolas con su dedicación al teatro y la enseñanza, Kozintsev realizó tres versiones basadas en la literatura occidental. La primera fue Don Quijote (1957), la mejor adaptación del clásico de Miguel de Cervantes, rodada en sovcolor en el áspero paisaje de Crimea. El mayor éxito internacional lo obtuvo con las siguientes: Hamlet (1964) y El Rey Lear (1971), ambas adaptaciones de obras de William Shakespeare y codirigidas por su amigo Iosif Shapiro. Dos filmes tardíos, obras maestras absolutas, que hicieron que Kozintsev fuera reconocido como uno de los grandes directores del cine mundial.

El Rey Lear (Korol Lir), escrita por Kozintsev a partir de la espléndida traducción al ruso que realizó el Premio Nobel Boris Pasternak en 1949, narra la historia del Rey Lear de Inglaterra (Jüri Järvet), un monarca oprimido por la vejez que decide dividir su Reino entre sus tres hijas. Sin embargo, primero deben decirle cuánto le aman. Las dos hijas mayores, Goneril (Elza Radzina) y Regan (Galina Volchek), arpías duchas en el arte de la adulación hipócrita, conmueven el corazón del padre, mientras que la más joven, la dulce Cordelia (Valentina Shendrikova), declara con sencillez, sin falsos halagos, un amor sincero (“mi amor es más rico que mi lengua”). Colérico ante la falta de énfasis, Lear repudia a Cordelia y, pese a las advertencias de esta, reparte las tierras entre Goneril y Regan y sus respectivos maridos, el Duque de Albania (Donatas Banionis) y el de Cornualles (Aleksandr Vokach).

Desgraciada decisión, la de un Rey vanidoso y megalómano, que será el detonante de un remolino de pasiones marcadas por la ambición, el egoísmo, la lujuria, la traición y el odio. Humillado y desterrado por sus hijas mayores, el Rey Lear es obligado a vagar como un mendigo por áridos páramos en compañía de su inseparable Bufón (magnífico Oleg Dal), único capaz de hacerle ver la estupidez de sus actos, y un puñado de leales seguidores harapientos. Pronto cae víctima de la locura (como Hamlet y Otelo), la cual da paso a una tardía iluminación espiritual, y es testimonio impotente de la aniquilación de su Reino, sumido en la disensión y el caos, y de su familia.

Fiel al texto original, Korol Lir es una reflexión pesimista sobre el poder y su efecto engañoso, sobre el absolutismo y la ingratitud (que afecta no solo a Lear y a sus hijas sino a las contrafiguras del vasallo Gloucester y sus dos hijos, el noble Edgar y el bastardo Edmund). Si el texto bebe de la tradición inglesa de la literatura, la física de la película lo hace de la tradición soviética, deparando imágenes poderosas para transmitir en términos visuales la sensación de tragedia, no dejando que esta dependa únicamente de la palabra. La mayor virtud de Kozintsev reside en el papel preponderante que concede al espacio, actuando el paisaje y el desorden atmosférico (viento, polvo, niebla, lluvia) como perfecto correlato de los conflictos internos y externos de los personajes, todo lo cual queda realzado por la fotografía en blanco y negro de Jonas Gritsius, que juega con las luces y las sombras y abrillanta la belleza y fervor de los cielos.

Uno de los mayores aciertos del filme fue contar con el estonio Jüri Järvet (1919-1995) en el rol del arrugado y atormentado Rey Lear, un actor enérgico y apasionadamente expresivo idóneo para transferir emoción y patetismo. Casualmente o no, tanto él como Donatas Banionis, que interpreta al honesto Duque de Albania, tendrían un año más tarde los papeles principales en Solaris, de Tarkovsky, lo que tiende puentes entre el genio ruso y Kozintsev. Otro elemento que contribuye a la redondez final de la película es la última banda sonora de Dmitri Shostakovich (1906-1975), uno de los compositores y pianistas más importantes del siglo XX y habitual colaborador de Kozintsev, cuya partitura evoca el ánimo fatalista y melancólico de la historia.

Puro cine soviético, formalmente austero, de énfasis pictórico (en sus inicios Kozintsev estudió pintura) y de dimensión telúrica, donde la tierra y los acontecimientos son un cascote que absorbe a los personajes, que se convierten en barro, y los arrastra inevitablemente hacia la ruina y la degradación. El Rey Lear, junto a Hamlet, del mismo Kozintsev, y Trono de Sangre, de Kurosawa, son las mejores, y más espiritualmente profundas, adaptaciones al cine que se han hecho de Shakespeare, por encima de Ran (también basada en “El Rey Lear”) y de la trilogía de Orson Welles, grandiosas igualmente.

MÁS CRÍTICAS: WWW.ELHOMBREMARTILLO.COM
El hombre martillo
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
9
5 de abril de 2018
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hungría, a finales de los años ochenta. La monótona vida de una fría y pequeña ciudad se ve alterada con la llegada de una compañía ambulante que promete exhibir a la ballena más grande del mundo. Este insólito acontecimiento, además de un clima sofocante de caza de brujas contra disidentes, provoca una ola de recelo y desconfianza en la comunidad, que acabará reaccionando de forma violenta ante la posibilidad de ver destruido su status quo. Frente a la masa humana, oscura, un individuo, el joven y soñador János Valuska (Lars Rudolph), siempre interesado por el conocimiento ajeno y el misterio de las cosas que le rodean, sí se siente fascinado por lo que ve: un enorme cetáceo muerto con un ojo que le mira.

El formalista y matérico Béla Tarr se ha convertido en los últimos tiempos en el mejor exponente del cine llamado metafísico o espiritual. Tarr convierte Armonías de Werckmeister en un poema visual radicalmente hermoso y melancólico, a la vez que perturbador y pre-apocalíptico, a medio camino entre lo místico, o meramente existencialista, y lo político. Alegoría del caos y la barbarie, de la tiranía colectiva, del autoritarismo o simplemente de cómo el hombre reacciona ante una amenaza desconocida y desestabilizante. Para el húngaro, en cualquier caso, la vía de escape es la misma: alienación, locura, autodestrucción. “Melancolía de la Resistencia” es el título de la novela en que se basa el filme.

El cadáver de la ballena gigante, un trozo de carne putrefacta en medio de una plaza brumosa y en pleno centro de Europa, es una de las imágenes más evocadoras, inquietantes y extrañamente bellas que ha generado el cine en las últimas décadas, más preocupado por vender espectáculos pirotécnicos que en provocar auténtica emoción. La ballena como símbolo de una Hungría o Europa agonizante, fuera de contexto, de la frustrada utopía revolucionaria, de la llegada del capitalismo y el progreso, o un retrato figurado –elevado y pútrido– de la condición humana.

El director de El Caballo de Turín, su autodeclarada última película, da una clase magistral de lenguaje cinematográfico, como antes hizo Bresson. Tarr, que también prescinde de lo meramente accesorio, emplea una cámara metafísica que, poco a poco, sin que te des cuenta, todo lo escudriña; que a veces parece que no se mueve pero que no para de hacerlo. El relato, aunque fragmentado, posee una cohesión estilística y rítmica asombrosa, donde personajes, ideas y acontecimientos están perfectamente armonizados. Los prolongados e hipnóticos planos secuencia, guardianes del tiempo, acompañados por el sonido, la preciosa música de Mihály Vig y la estilizada y táctil fotografía en blanco y negro de Gábor Medvigy, ayudan a que parezca que lo que ves está pasando a tiempo real.

En Armonías de Werckmeister destacan muchos momentos. Uno de los más mágicos es el epílogo, un interminable plano secuencia rebosante de lirismo y emoción pura. En una taberna mugrienta a punto de cerrar, János hace representar el funcionamiento de la rotación de la tierra alrededor del sol y de los eclipses, poniendo a los parroquianos ebrios a girar como si fueran astros y satélites. Dice el joven: “Y ahora, veremos una explicación que nos ayudará a comprender, incluso a gente sencilla como nosotros, el significado de la inmortalidad. Lo único que os pido es que caminéis conmigo por la inmensidad en la que la constancia, la quietud y la paz, reinan en un vacío infinito…”.

Obra maestra del cine contemporáneo en su vena más filosófica y autoral, atemporal y cósmica, donde la ligazón de forma y contenido está a la altura de maestros como Tarkovsky, Ozu y Dreyer. Armonías de Werckmeister es una pesimista y devastadora reflexión sobre las raíces de la violencia, pero ante todo es un milagro cinematográfico en los tiempos que corren.

MÁS CRÍTICAS EN: WWW.ELHOMBREMARTILLO.COM
El hombre martillo
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
9
13 de marzo de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sergei M. Eisenstein (1898-1948), hombre muy culto y de asombrosas inquietudes artísticas, es el cineasta soviético más importante de todos los tiempos junto a Tarkovsky. Gran teórico del lenguaje fílmico, su manera de hacer cine ha dejado una huella permanente e imborrable en la centenaria historia del séptimo arte. Eisenstein, partiendo de la influencia que recibió del pionero D. W. Griffith, fue un innovador en el uso del montaje, concebido no ya como recurso narrativo o para enlazar escenas si no como un artilugio determinante del movimiento y el dramatismo expresivo.

El director, que consideraba innecesarios los movimientos de cámara, elaboró la teoría del ”montaje ideológico” o “montaje de atracciones”, que tiene sus raíces en los idiogramas japoneses y que consiste en la yuxtaposición de dos o más imágenes o signos para generar en la mente del espectador una emoción o significado más profundo, cuyo hallazgo dependerá exclusivamente de su interpretación intelectual. El Acorazado Potemkin es la perfecta traslación de esa teoría a la práctica cinematográfica, especialmente la famosa secuencia de la matanza en la escalinata de Odesa, todo un prodigio de ritmo, estilo y tensión dramática compuesto por 170 planos unidos por montaje que se alarga hasta los seis minutos.

Ucrania, Imperio ruso, junio de 1905. En un clima de fervor revolucionario generalizado, el acorazado Príncipe Potemkin de Táurida permanece anclado en el puerto de Odesa, en el mar Negro. Mientras la tripulación duerme, dos marineros miembros del Movimiento Revolucionario Clandestino, Vakulinchuck y Matushenko, muestran a sus compañeros el estado putrefacto de la carne que comen, infectada de gusanos. La sublevación de los navegantes, hartos del trato vejatorio e injusto de los oficiales zaristas, no tarda en llegar, apoderándose de fusiles y municiones. Más adelante, la población civil de Odesa se solidariza con ellos. Los cosacos del Zar reprimen la revuelta disparando contra la gente inocente.

Épica y explícitamente propagandística, El Acorazado Potemkin, que inicialmente se iba a titular Año 1905, fue un encargo del Comité Central del Partido Comunista para conmemorar el 20 aniversario de uno de los hitos premonitorios de la Revolución Rusa: el motín de los marineros del acorazado imperial Potemkin. La película, como La Huelga y Octubre, representa la magnificación de la figura de las masas y las causas colectivas, exaltando al hombre oprimido que decide rebelarse contra sus duras condiciones de vida. Como reza una cita de Lenin al comienzo de la proyección: “La revolución es guerra. Es la única realmente legitimada de todas las guerras conocidas por la historia”.

El Acorazado Potemkin, mezcla de elementos históricos, políticos, plásticos y simbólicos (el león que se despierta, el piano, la cruz, las gafas, los gusanos), es una de las películas que mejor ha sabido unir fondo y forma, es decir, el mensaje revolucionario con una estética igualmente agitadora, con predominancia de composiciones construtivistas, planos detalle de objetos e imágenes expresivas de rostros que plasman a la perfección la tensión e incertidumbre de los acontecimientos. La película, además, posee gran cantidad y variedad de planos, 1.029 en total, un número inaudito para la época, lo que le concede un ritmo ágil y dinámico de principio a fin.

Estructurada en cinco actos como las tragedias griegas, se rodó en escenarios naturales y para reproducir el Príncipe Potemkin se utilizó un buque gemelo llamado “Los 12 Apóstoles”. En las secuencias de masas participaron las tripulaciones de la Armada del mar Negro, actores del teatro Proletkut y la población de Odesa. La película fue prohibida en la Alemania nazi, Gran Bretaña, España (aunque se pudo ver durante la Segunda República), Francia y otros países por su contenido revolucionario.

Cinta emblemática y muy influyente de la vanguardia soviética y del cine mudo, realizada por Eisenstein con sólo 27 años, seguramente es una de las más estudiadas en las escuelas de cine por sus novedosos aportes técnicos y estéticos, sobre todo por emplear el montaje como medio para transmitir ideas, emociones y actitudes. En 1958, un jurado de especialistas cinematográficos la escogió como la mejor película de la historia. Filme vibrante y de inexorable fuerza.

MÁS CRÍTICAS EN: WWW.ELHOMBREMARTILLO.COM
El hombre martillo
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
9
3 de marzo de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
Andréi Zviáguintsev (Novosibirsk, 1964) es el director, de los considerados metafísicos o espirituales, más demoledor del nuevo milenio, si dejamos de banda al húngaro Béla Tarr, ya retirado tras El Caballo de Turín (2011). Su ópera prima, El Regreso, premiada con el León de Oro de Venecia en el año 2003, es un oasis en el desierto cinematográfico actual, más ocupado en distraer a los espectadores con intrascendentes espectáculos pirotécnicos que en mostrar verdadero talento artístico.

El Regreso es una pieza dura, hermética y de aire místico que, aunque enmarcada dentro del cine realista y más contemporáneo, bebe de Tarkovsky y, en menor medida, de Sokurov. Y es que Zviáguintsev es de esos directores en vías de extinción capaces de esculpir, con rica simbología, paisajes morales y anímicos de devastadora profundidad.

A modo de road movie metafísica, la película narra la historia de dos hermanos casi adolescentes, Iván (Ivan Drobonravov) y Andréi (Vladimir Garin), que sufren un brusco cambio en sus vidas cuando su desconocido Padre (Konstantin Lavronenko) regresa a casa después de doce años. Junto a él, emprenderán un viaje (estructurado en seis días) a través de Siberia, hacia una remota y solitaria isla, una especie de Zona tipo Stalker.

Con este exiguo argumento, el cineasta construye toda una reflexión acerca de la paternidad irresponsable, vista como destino y suplicio. Los Hijos odian y admiran a su Padre, que se muestra callado, severo e instrumentador. Mientras Iván está dolido por su ausencia y lo desafía con rabia, su hermano Andréi es más sumiso y confía en él. Fatalidades de la vida, el pequeño Vladimir (Andréi) moriría ahogado, poco después, en uno de los lagos donde se grabó la cinta.

¿Por qué se fue el padre? ¿Por qué regresa? ¿Qué es lo que busca en el viaje? El filme, un enigma en sí mismo, no responde explícitamente a muchos interrogantes. Seguramente no importa. Lo que Zviáguintsev propone es un viaje físico-mental lleno de sensaciones, miedos y esperanzas, como un itinerario de aprendizaje doloroso, pero necesario, hacia la transformación vital de unos niños, que regresarán a casa siendo otros.

Si bien El Regreso trata, sobre todo, las relaciones paterno-filiales y el ingreso en la edad adulta, también puede mirarse desde el plano alegórico: como una metáfora sobre Rusia, un país sin padre después de la caída del comunismo y la desintegración de la Unión Soviética, o como metáfora religiosa, encontrándose en la figura del Padre –en su primera primera aparición emulando la pintura Lamentación sobre Cristo Muerto, de Andrea Mantegna– una semblanza de Jesús.

Como en Tarkovsy, la Naturaleza, omnipresente, adquiere gran relevancia. Así, el frío y bello paisaje del norte de Rusia y las condiciones atmosféricas actúan como metonimia estético-visual de la psique de los protagonistas, conectándola con películas tan dispares como Dersu Uzala (ambientada en la estepa siberiana), El Cuchillo en el Agua (en los lagos polacos de Mazuria), Madre e Hijo (un campo ruso), La Eternidad y un Día (los Balcanes griegos), La Isla (un lago surcoreano) o con algunas de Antonioni.

Prodigiosa en sus aspectos técnicos y plásticos, dotada de quietud y elegancia, en ella se percibe el orden y el minimalismo. La película remite a Dreyer en cuanto a la pulcritud de los movimientos de cámara y encuadres (escenas interiores). La muy compleja iluminación y fotografía de Mikhail Krichman son memorables. Ésta, acuosa y en tonos ceniza, recoge influencias pictóricas del Romanticismo alemán (tragedia, paisaje) y presenta principalmente espacios abiertos (carretera, mar), no obstante cargados de claustrofobia y tensión latente a punto de estallar.

El Regreso, temprana obra maestra del siglo XXI, ostenta un calibre artístico insólito para los tiempos que corren. Insondable en sus propósitos, su director la definió como “una mirada mitológica a la naturaleza humana”.

MÁS CRÍTICAS EN: WWW.ELHOMBREMARTILLO.COM
El hombre martillo
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
1 2 3 4 >>
Cancelar
Limpiar
Aplicar
  • Filters & Sorts
    You can change filter options and sorts from here

    Últimas películas visitadas
    Chandramukhi 2
    2023
    P. Vasu
    arrow