La película posee atractivo y una enorme carga emotiva que, a pesar de su naturaleza problemática, sabe conducir al espectador hasta un emplazamiento privilegiado para juzgar los hechos con cierta objetividad.
La ambientación acepta el desafío del embrujo y se deleita en una atmósfera deliberadamente difusa para decir su mensaje y sentirse a gusto en un entorno de realidad mágica.
En eso consiste la trama.
Psicología, fotografía, iluminación y selección de ornamentos se funden en un ámbito en el que el mundo de los vivos y el de los muertos forman una inquietante metáfora.
Y en ambos mundos la tristeza ocupa casi todos los espacios.

Inquietante como el propio cuadro, lúcido como una revelación, poético como una inspiración, original como unos fuegos de artificio y voluntarioso como una promesa.
J. Ibáñez sabe acercarse al tríptico y lo disecciona con el bisturí de la admiración para reclamar un modo diferente de entender la obra cinematográfica.
El hombre y el artista se encuentran frente a frente para ver si son capaces de asumir el compromiso de la autenticidad.
Magnífico cortometraje en que la belleza estética salta a la pantalla y se pone al servicio de la búsqueda de esa llave siempre oculta que abre las puertas del paraíso.

Una trama que absorbe desde el instante inicial va adquiriendo fuerza y se expande con inflexible voluntad de convertirse en una película rotunda e inquietante.
Su ritmo cadencioso, su precisión descriptiva y su sentido de la narración -sobre todo sugerente- refuerzan el vigor de unas escenas cargadas de fuerza emotiva y de visceral empuje.
El crisol del blanco y negro parece la mejor escalera para elevarse hasta lo desconocido y J. Tourneur ejerce un dominio absoluto sobre todos los factores de la filmación.
Cada detalle encaja en el lugar preciso para que la magia de la peripecia se transforme en la magia del cine.

Particular cortometraje de impactante estética visual que, pese a su corta duración, consigue condensar -y explicar- en apenas tres minutos una parte del universo creado por Zack Snyder en Sucker Punch.

Los colores ocre, el trazo anguloso de los dibujos y una banda sonora metálica y de bajos pronunciados acentúan el dramatismo que demanda el relato y lo alejan de la épica tantas veces asociada a las producciones bélicas.

La sucesión rápida de imágenes y los numerosos zums agilizan el contenido y consiguen instalar en la mente del espectador la curiosidad e incluso la punzada de la pesadumbre.

Para al final constatar que, detrás de cada máscara, se esconde una trágica historia.

Sobrio e intimista cortometraje que conjuga música e imagen en busca de aplicaciones alternativas al cine comercial rompiendo con los parámetros de este.

El proceso creativo nos acerca a los prostíbulos de carretera en un viaje de comunicación no verbal que describe los lugares a través de su arquitectura, ubicación y elementos publicitarios.

Private, Carrascal, Parisien y muchos más, muestran sus deslucidas fachadas y sus ajados carteles de neón en una espiral de decadencia a la hora en que la noche divide el día.

Es la señal de lo enquistado en los márgenes de los asentamientos urbanos.
Lo que no existe.
Lo obviado por sabido.