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Críticas de Telefunken
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Críticas 44
Críticas ordenadas por utilidad
7
30 de abril de 2013
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo siguiente no es una crítica de 'Andrei Rublev'. Se trata más bien de un conjunto de pensamientos que se me pasaron por la cabeza después de ver la película y con los que respondí a un amigo cinéfilo.
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“Qué salvajes los tártaros, y qué pastizal debió dejarse la URSS en semejante superproducción. Yo esperaba algo más sobrio, en la tónica de otros trabajos de Tarkovski. Las metáforas, en cine, además de ser intelectuales, son baratas.

'Andrei Rublev'. Como tú decías, en lo visual no se le puede hacer ningún reproche, aunque no hay quien mantenga la atención para los pequeños detalles durante 180 minutos. Son las críticas de otros, las reseñas ajenas de la película las que muchas veces le hacen a uno pensar: 'Ahh, o sea que la pared manchada representa eso...', etc. Creo que nada define tanto a Tarkovski como la dificultad del espectador a la hora de formular un juicio propio y autónomo sobre sus películas. Con Tarkovski es muy fácil renunciar al ejercicio personal y buscar las claves fuera, como quien consulta la solución a un jeroglífico que no consigue resolver.

Pero yo diría que hay otra cuestión flotando por ahí: la inmediatez con la que muchos queremos saber el (los) significado(s) de una película. La cosa sería así: empieza la película, termina, aparecen los créditos, e instantáneamente uno ya quiere saberlo todo, estar al tanto de todas las metáforas, de todo lo que significa cada detalle; y si no es capaz por su propios medios, acude a FilmAffinity a que le digan: 'Pues mira, esto significa tal y cual cosa' (creo que es lo que yo he hecho durante muchos años y a lo que he renunciado de un tiempo a esta parte). Y en el fondo nos olvidamos (me olvido) de un hecho fundamental: hay muchas cosas que no están hechas para ser comprendidas al instante; muchas películas, muchos libros, mucha música. John Coltrane: 'La música no debería ser fácil de comprender'.

Quizás esté prejuzgando el pasado, pero tengo la impresión de que antes la gente se acercaba a las obras artísticas como pensando: 'Mira, me has caído bien. Hay cosas que entiendo de ti y otras que no, y espero que en el futuro vayamos profundizando en la relación y te pueda conocer mejor'. Barenboim afirmaba: 'Esto es lo extraordinario de la música, que nunca puedes verlo todo. Es como una montaña que siempre tiene un lado que está oculto, y cuando logras ver ese lado, entonces ves el otro de modos también diferentes. Es un proceso constante. Por eso la música no es una profesión, es un modo de vida.' ¿No debería ocurrir lo mismo en el caso del cine? ¿No deberíamos renunciar al deseo de verlo todo así de primeras? Creo que Tarkovski nos pone en ese apuro. Es una permanente llamada a tomarse las cosas con calma.

(Lo cual no quita para que antes de ver la película sea conveniente saber algo de aquella Rusia, porque no te imaginas el lío que me he hecho con los tártaros y el dichoso príncipe. Incluso pensaba que Andrei Rublev era un personaje de ficción, ni mucho menos el master de los cristos reptilianos)”
Telefunken
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9
30 de noviembre de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Termina la película. Amargo final. (Amargo también, luego me enteraré, el hecho de que Robert Stroud nunca llegase a ver esta película) Agarro el smartphone y busco en la Wiki el artículo correspondiente. Me desanimo al conocer que, una vez más, la ficción se ha permitido ciertas licencias, (paradójico: ¿acaso la ficción no responde a ese sobrevolar la realidad?), y que Stroud pudo presentar en sus últimas décadas un carácter menos propio del Burt viejo y más propio del Burt joven (lo cual sumaría más puntos a la interpretación de Lancaster, capaz de recrear una transformación que tal vez nunca se dio en un grado tan alto). Busco y rebusco en Internet, como si quisiera que me derribasen el mito a martillazos. Una sensación: no nos gusta que nos timen. Una réplica: es solo una película, tío. Una película, sí, pero que se sumaba a una previa reclamación de amnistía. Berenjenal estético-moral al canto.

Una crítica ésta que solo puedo conducir a buen puerto deteniéndome en el ‘The End’, sin smartphones, wikis ni fuentes varias dando el coñazo. Stroud murió en 1963. ¿Por qué hurgar en sus desgracias? Descanse en paz y ya está. Vuelvo al ‘The End’, y a Burt Lancaster; a su rostro envejecido, al intento imposible de hacer entender a un espectador lo que son y lo que significan 50 años entre rejas, 40 de ellos en la pesadilla del aislamiento. La misma película que se permite un acelerón narrativo respecto al crecimiento de Burt como investigador y experto en ornitología y enfermedades (voz en off; somos testigos de 7 años de espacio narrable en 1 minuto de espacio narrado), consigue, hacia el final, aproximarnos a una vida de encierro. Burt mira a Stella a través del cristal, y en la desesperanza de su expresión se atisba la tristeza inmensa de un presente que no perdona, de un futuro asumido, de un destino cruel: jamás será libre, de ahí que querer y desear lo imposible -esa libertad- se convierta en una ficción de la que es preciso replegarse; no es que él no quiera dejar atrás los muros, sino que ha vivido demasiado para saber de qué puede tener y de qué no el lujo de anhelar. En la representación de ese destino asumido, 50 años adquieren facticidad.

Aunque realmente, el reflejo de la realidad que ‘Birdman of Alcatraz’ pretende, alcanza su objetivo cuando del sistema penal norteamericano se trata. Aquí no hay celadores sádicos ni tenebrosos, solamente una burocracia inflexible, unas estructuras foucaltianas (¿leía Frankenheimer ‘Vigilar y castigar’ por aquellas fechas?), y en último término una cultura que no tiene reparos en flagelar, pisar y destruir a sus ‘indeseables’. El alcaide sentencia: ‘[Stroud] es solo un asesino’. Para destruir a alguien sin remordimientos primero es preciso convertirlo en bestia, y de ese testimonio deshumanizador -tantas veces presenciado al escuchar a tantos norteamericanos juzgar favorablemente la pena de muerte- algo también hay aquí.
Telefunken
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9
10 de mayo de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Porque la pregunta es esa: ¿qué hacer? Tarde o temprano el cauce de la vida visitará o se atascará en los recodos de la negatividad, soportando o cediendo a esas corrientes que vienen contra nosotros, furiosas, y nos pasan por encima. El dolor y el sufrimiento como instantes inseparables de esta vida, destinados a permanecer, por muchas anestesias para los sentidos que nos inventemos.

Murieron los dioses, y con ellos el sufrimiento de origen cósmico, divino, bíblico. Queda no obstante el sufrimiento derivado de las injusticias humanas. No hay que olvidar que estamos en Bélgica, en plena sonrisa del mundo, y no en uno de esos países acechados por la deuda, el comercio injusto, las consecuencias de la descolonización o las tiranías prooccidentales. El de esta película representa el sufrimiento de la parte amable del mundo, uno que, si en ‘Amour’ sobrevenía con el desgaste biológico, aquí lo hace como fruto del azar y del infortunio más contingente (“podrían ser las mantas sucias, los cigarrillos durante el parto, una lactancia mejorable; podría ser cualquier cosa”).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Telefunken
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7
7 de diciembre de 2013
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo no guardar en la memoria el mismo sentimiento de asco y horror, el mismo desconcierto que en mí produjo la escena de 'Benny's Video'; y eso que me escudaba con el fueracampo de Haneke y con mi propio fueracampo de espectador traumatizado que necesita mirar a otro lado.
Shocks de semejante calibre acontecen en el tiempo pausado de la película, concebida a modo de trinchera de la que uno sale al observar la cabeza ensangrentada, trinchera a la que regresa para -en la compañía de los planos fijos rutinizantes- tratar de articular los pensamientos derivados de la contemplación de la aséptica masacre.
Michael es un cineasta moderno que nos obliga a perseguir certezas, a zafarnos del golpe y encontrar por el pasaje oscuro una brecha de luminosidad. Otros cineastas habrían optado por un protagonista sencillamente malvado, el demonio que tranquiliza al espectador mediante la asignación fácil de categorías ontológicas y morales.
Al principio, en Benny, atisbamos la gestación de un mal bicho, socializado no por exceso sino por defecto. Los minutos se encargarán de corregir lo que a todas luces es una percepción equivocada: en Benny está la sociedad, y está en plena erupción.
Sin embargo no hay menos comodidad -que la del maniqueísmo cinematográfico- en esa otra asignación por la cual nos explicamos toda la problemática de la película aludiendo a una Austria negra y sentenciando algo como "Haneke aborda el alma austriaca", punto final. A mí francamente Austria me trae sin cuidado. Pero sí que me hiela la imagen en la que un niño bordea la muerte, como pisando de puntillas las rocas que dan al acantilado. Estamos -por vía de abducción- ante una historia de cómo la habituación a la violencia -en el contexto de los años noventa, las cintas, la opulencia y la desatención- abre la puerta al morbo de la agresión y las vísceras, y de cómo, llegado ese punto, rebosante de munición, un mero movimiento se convierte en gatillo.
Telefunken
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9
30 de abril de 2013
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
De vez en cuando saltan a la cartelera películas en las que, de manera central o periférica, se vislumbra la siempre lúgubre cuestión del asesinato legal, cuestión que nunca ha dejado de recibir tratamientos argumentales de lo más variados; entre ellos, se levanta el relato paradigmático del reo que, pese a no haber cometido ningún crimen, sufre, equivocación judicial mediante, la sentencia más terrible. He ahí la trama en la que Alan Parker se apoya para filmar “La vida de David Gale”, y desde la que denuncia la injusticia que caracteriza a la pena capital: no solo acorta la libertad de la persona; también la propia vida, suprimiendo en consecuencia la posibilidad que el sentenciado tiene para investigar, hurgar en el caso y, en última instancia, para dar con un hipotético error policial y demostrar a la justicia que se ha equivocado. El de Alan Parker constituye un mensaje acertado, pero perverso si lo consideramos el único o el más cimentado argumento contra la pena de muerte.

Tim Robbins se mueve en otras coordinadas, y su manifiesto no apela al drama de matar un inocente vía fallos jurídicos; él va más lejos; enarbola el más saludable radicalismo al tirarse sobre la raíz del problema: la pena de muerte, en todos los casos en que se aplica, redunda en el asesinato de un ser humano. Frente a “la pena de muerte a veces mata inocentes”, emerge un “la pena de muerte siempre mata personas”.

Robbins se pregunta: ¿qué hace un estado al admitir el asesinato legal? Pulverizar la más elemental condición humana del acusado en aras del sentimiento de venganza. El proceso sucede de la siguiente manera: 1. El asesinato, interiorizado desde la niñez como acto repulsivo y punible, invita a ciertas personas a formular sus respectivas condenas. Dichas personas se ponen en el lugar de los familiares, se instalan en una visión subjetiva repleta de emociones y -en su comprensible inestabilidad- de odio. 2. El asesino, al cometer un hecho que está interiorizado socialmente como abominable, queda para ciertas personas excluido de la categoría humana, convirtiéndose por tanto un monstruo. “El asesino -piensan- no es como nosotros, sino más bien una bestia con aspecto de humano”. 3. Vía libre para darle muerte.

“Pena de muerte” se interpone en el segundo punto, en la animalización del acusado que aflora en las representaciones colectivas ante crímenes sumamente graves. Sean Penn representa al hombre que clama en busca de ayuda, al hijo que trata de evitar dolor a su madre destrozada, al padre que mataría por su primogénito. Pero nada revela con tanta fuerza su inherente condición humana como las palabras con las que se despide antes de que le arrebaten la vida; palabras que no suponen la reafirmación de la moral religiosa, sino la máxima expresión de vulnerabilidad humana: él también teme a la muerte, también busca un cobijo extramundano tras el pinchazo letal; él, como nosotros, también siente miedo.

Susan Sarandon repara en que está ante otro hijo de Dios (o, para los que somos ateos, ante otro portador de humanidad); defiende su vida y, en el peor de los casos, la salvación de su alma. Frente a ella, una sociedad que devalúa la humanidad del criminal en aras de legitimar el asesinato del semejante.

“Pena de muerte” se nos presenta como el dramático mural en el que se ilustra como un código penal acepta la pena de muerte (posibilidad cruel y prescindible, dado que la cadena perpetua elimina el peligro que supone ese individuo para la sociedad) guiándose por un sentimiento subjetivo (el deseo de venganza de los padres camuflado como anhelo de justicia). Triunfo de la sinrazón. Reificación institucionalizada. De cuando la patología social se coloca la toga.
Telefunken
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