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Críticas de Nacho Ambigú García
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Críticas 34
Críticas ordenadas por utilidad
6
3 de septiembre de 2017
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Espero que con Vigalondo me pase lo mismo que me terminó de suceder con Wes Anderson (director a quien se nombra en la película, por cierto). Sus primeras películas, amén de sobrevaloradas, me parecieron decepcionantes y, en según qué momentos, irritantes.

Después, a medida que ha ido preocupándose de verdad por contar una historia y dejando de lado sus tics de autor alternativo y su aparente intención de aspirar a ser el abanderado del orgullo friki, va a resultar que es posible aguantar hasta el final del metraje sin la sensación de que se han estado descojonando en tu cara.

El material narrativo de “Colossal” parece más propio de una comedia de Judd Apatow o de Edward Burns que de una película que se despacha con la etiqueta de la ciencia ficción y del subgénero kaiju-eiga —en cristiano, y para los que aún no hemos sucumbido a la fiebre contemporánea por la excentricidad nipona: aquellas películas que veíamos de niños en los programas dobles de sesión continua, y en las que dragones, dinosaurios, robots o monstruosidades gigantescas de cualquier índole se paseaban entre los rascacielos chafando peatones a destajo. A mi memoria viene un título, “Gorgo y Superman se citan en Tokio” (Jun Fukuda, 1973), que no sé si soportaría un visionado actual—; o sea, que lo que supuestamente quiere contar de verdad Vigalondo es una historia romántica que parte de heridas abiertas en la infancia y que vuelven a supurar con el reencuentro de sus protagonistas ya adultos, ambos con sus respectivas vidas sentimentales arruinadas y con el bebercio como talón de Aquiles, espada de Damocles, caja de Pandora o gota que colma el vaso de cubata.

Alcoholismo y problemas de pareja vs. terror fantástico. ¿Cómo se cocina esto? Pues, o se opta por un tratado ilustrado de paranoias y alucinaciones derivadas del delirium tremens, o bien —y aquí hemos de reconocerle a Vigalondo el mérito que tiene— uno trata de encajarlo de una manera casi natural, como si fuera lo más corriente del mundo irse de buena mañana a un parque de tu pueblo y provocar que tus acciones tengan una réplica hipertrofiada y catastrófica en la otra punta del planeta.

Anne Hathaway demuestra una vez más que se atreve con lo que le echen, y a la peli le vienen bien los esporádicos guiños cómicos, como el uso de la célebre frase del rey emérito-campechano cuando quiso pedir perdón por haber ido a cazar elefantes. Por lo demás, no sé si es Vigalondo quien necesita aclararse o soy yo el que no termina de pillarle el punto. Su cine me sigue pareciendo aún ensimismado, autocomplaciente, como a mitad de camino entre parir una obra destinada al público que paga entradas o conformarse con un divertimento para intercambiar bromas privadas con sus colegas (que, ojo, deben de ser muchos en el gremio cinéfilo). Veremos qué pasa con la próxima.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
Nacho Ambigú García
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6
8 de enero de 2018
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desequilibrio en la fuerza

Hay dos tipos de espectadores de Star Wars: aquellos para los que la primera película de la saga es "La guerra de las galaxias", y aquellos para los que esa misma película se llama "Episodio IV: Una nueva esperanza".

Como yo soy de los primeros —de los que hicieron hace cuarenta años la cola kilométrica en el Real Cinema de la plaza de Ópera de Madrid—, ver cada nueva entrega del serial galáctico se parece a ir al concierto de un grupo de rock al que sigues desde hace mucho: sabes que la actuación es una excusa para presentar el nuevo disco, pero en el fondo vas porque esperas que terminen tocando las canciones de siempre.

O sea, que quiero persecuciones de naves por esos cielos remotos, y luchas de sables chisporroteando, y tiroteos entre rebeldes e imperiales, y ruido, pirotecnia, velocidad, hiperespacio, todo eso que ya no aporta nada nuevo pero que es la razón por la que repites aunque te lo sepas de memoria.

Los cuarenta minutos finales de "Los últimos Jedi" son eso, y los disfruto sinceramente, pero tengo que pasar más de una hora y media bastante desequilibrada y que roza a veces lo tedioso, producto quizá de una época en la que el público pide hobbits, Narnias, corredores de laberintos y juegos de hambre; esto es, una época en la que se buscan sobre todo adeptos o frikis, que son más rentables fuera del cine que dentro. Bienvenidos a la religión del merchandising (de hecho, y si mal no recuerdo, es en esta película donde por primera vez se alude a los jedi como “religión” u “orden religiosa”… con la iglesia hemos topado, amigo Skywalker).

Aparte de que la nostalgia es dañina e injusta como ingrediente de cualquier análisis crítico (reconozcámoslo, cuarentones y cincuentones del mundo), creo que las nuevas y las futuras prolongaciones de la saga creada por George Lucas acarrearán el lastre de tener que ir prescindiendo de los personajes de siempre, de los más carismáticos, que bien han desaparecido —Darth Vader, Han Solo— o bien han quedado reducidos al cameo o el guiño glorioso —Chewbacca, C3PO, Joda, R2D2—, con la intriga de saber cómo se tratará el material filmado de la fallecida Leia/Carrie Fisher y en qué quedará la reaparición de Luke Skywalker tras esta penúltima entrega.

Me cuesta imaginar cuál sería la impresión de un espectador virgen, de alguien que jamás haya visto antes una película de la familia Star Wars —¿quedará alguno?—, e incluso me planteo si ha llegado el momento de jubilarse con honores y quedarnos con un bonito recuerdo, no vayamos a convertir un idílico amor de verano en un divorcio de destrucción masiva. O, si preferís el símil cinematográfico, no convirtamos "La guerra de las galaxias" en "La guerra de los Rose".
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
Nacho Ambigú García
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8
3 de septiembre de 2017
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una filmografía de tres películas en catorce años no es mucha cantidad, pero a Pablo Berger le ha bastado para dejarnos claro que va a la suya y no pretende ser comparado con nadie, ni siquiera con él mismo.

La peculiaridad de su cine está en que parece tomar siempre el camino más inesperado. El material de “Torremolinos 73” (2003) era propicio para perpetrar una oda nostálgica a las martingalas calenturientas de Mariano Ozores, para hacer comedia bufa y chabacana a lo Pajares y Esteso, para sumar un miembro más a la nómina de comediantes costumbristas defenestrados por la crítica y la siempre sufrida cinefilia de sala diminuta. Nada más alejado de ello, pues “Torremolinos 73” sigue siendo hoy por hoy una de las películas más singulares del último cine español, una obra admirable en lo estético y en lo dramático, en lo interpretativo y también en lo cómico, una sátira y un homenaje al mismo tiempo, los que hayáis nacido entre los 60 y los 80 sabréis bien de lo que hablo.

Después le puso pantalón largo y pelo cano al cuento infantil de “Blancanieves” (2012) para componer un drama oscuro por el que asomaban lo mismo Lorca que Nosferatu, y con el que además se ganó su hueco en las pasarelas y las vitrinas.

En “Abracadabra” podría haber tirado por la vía fácil del humor castizo de mesa camilla y barra de bar, o bien arriesgar llevando el esperpento al máximo, imitar a Almodóvar en su visión petarda y posmoderna del Madrid suburbial, o bien tomarle el relevo a Álex de la Iglesia y tarantinizar, por así decir, los horrores y los crímenes nuestros de cada día.

Un poco por ahí van los tiros, como en un hibrido de la serie “Aída” y “El día de la bestia” (Álex de la Iglesia, 1995), con gags que parecen solo burros pero que albergan un saludable mecanismo irónico, con otros tan absurdos (como el protagonizado por Julián Villagrán) que a punto están de chirriar como uñas en una pizarra, y con detalles de un humor negrísimo e inesperado, prueba palpable de que a este director le interesa más respetar su obra que agradar a todo el mundo.
El tema de fondo no es precisamente para tomarlo a coña. Papá está raro de pronto porque ya no maltrata a mamá, y todo, según parece, por culpa de ese primo patoso, patético y enfermo de platonismo que juega a convertirse en mago de bodas, bautizos y comuniones. Un asunto que daría lo mismo para la tertulia de cotilleo de Ana Rosa Quintana que para el aquelarre dominguero de Íker Jiménez, y que aquí se nos presenta en forma de comedia envenenada e inclasificable.

Tanto la lectura social como la simbólica están tratadas con la elegancia de los autores que no se jactan cada segundo de serlo, y los actores, como de costumbre en el cine de Berger, logran hacer creíbles unos personajes que cuando la luz de la sala se enciende solo parecen concebibles en las pesadillas de un veterano de la Ruta del Bacalao. Verdú, De la Torre y Mota huelen a Goya desde aquí; ya veremos.

Una película recomendable, pero, eso sí, no para cualquiera. Me temo que el espectador contemporáneo no está para complejidades y salidas bruscas del guion que tan férreamente le marcan las telecomedias al uso.
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Nacho Ambigú García
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7
12 de marzo de 2018
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algunos críticos y cinéfilos sostienen que la segunda mitad de la filmografía de Pal Thomas Anderson (la formada por “Punch drunk love”, “Pozos de ambición”, “The master” y “Puro vicio”) es superior a la primera (la que componen “Sidney”, “Boogie nights” y “Magnolia”), y no puedo estar más en desacuerdo. Anderson pasó de mirar a Scorsese y Tarantino a convertirse en un miembro del club de los elegidos autoconscientes, como Kubrick o Malick. Dicen quienes celebran esta transformación que es un síntoma de madurez. Pues vale. Mejor para ellos, aunque no creo que tenga nada que ver. Es decir, más maduro no tiene por qué significar más espeso, más denso, más pretencioso. Anderson se ha vuelto constreñido, circunspecto, ceñudo. Sigue siendo un director extraordinario, hasta el punto de que sus últimas películas me parecieron más valiosas desde el punto de vista de la dirección que de la narración.

Así que poco me faltó para ir a ver “El hilo invisible” acompañado de mi abogado, por si había que alegar defensa propia… pero no. Resulta que está bien, que funciona la propuesta entre barroca y victoriana del director, que esta vez venía a cuento lo de ser sutil y a la vez pomposo, que el manierismo y la afectación y todo eso que tanto me irrita otras veces tiene sentido en el relato de este romance turbio, enfermizo y tóxico.
Eso sí, jamás la recomendaría a espectadores convencionales, mucho menos a quienes (con todo el derecho del mundo, que conste) buscan en la sala oscura una historia evasiva y compatible con la digestión del maíz inflado.

La película aborda con elegancia —y a ratos hasta delicadeza— la historia de amor y lucha entre el obsesivo y perfeccionista diseñador de moda Reynolds Woodcock y su nueva musa, Alma, quien pondrá patas arriba el universo metódico y pluscuamperfecto del costurero, hasta entonces controlado por la férrea diligencia de su hermana Cyrill, una señora que parece fruto de las entrañas perversas de Hitchcock.

A veces la narración se acerca al suspense, y otras opta por el drama psicológico, con una estética necesariamente relamida y un tono algo gélido que, no obstante, mantiene siempre el interés y la tensión.

Perfecta también la ambientación de época, y una atmósfera que se nutre por igual del glamour del mundo de la moda y de las emociones no tan luminosas de los personajes, casi siempre contenidas pero hábilmente trazadas en gestos tan medidos como elocuentes.

Sigo prefiriendo al Paul Thomas Anderson de los inicios, pero reconozco que me ha camelado y mantenido enganchado a la historia, hasta el punto de que uno sale del cine y pasa la tarde y la noche aún con las neuronas removidas, y eso ya es mucho.
Más información en ambigugarcia.blogspot.com.es/
Nacho Ambigú García
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