You must be a loged user to know your affinity with Tiggy
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

7.7
5,341
8
22 de mayo de 2021
22 de mayo de 2021
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se tiende a hablar de Pedro Almodóvar o Woody Allen, pero Fritz Lang tuvo mucho que decir sobre las mujeres a lo largo de su extensa filmografía. Piezas angulares en su cine y símbolos de la perdición para el hombre, ya sea en El hombre atrapado (1941) tras los encantos de Joan Bennett, en Encubridora (1952) bajo el impenetrable rostro de Marlene Dietrich o en La venganza de Frank James (1940) camuflada con la dulzura de Gene Tierney, Lang siempre construyó todo su universo femenino en contra de las convenciones de género y del sistema, haciendo de ellas femmes fatales avocadas a firmar sentencias trágicas de destino para sus viriles protagonistas. Este sello del cineasta de origen vienés puede deberse, quizás, al sólido matrimonio mantenido con la guionista Thea von Harbou desde 1922 hasta 1933, la cual auguraba infortunio al hombre del monóculo por su activismo y fidelidad con el Tercer Reich que tanto detestó.
En Deseos humanos no hay excepción. Jeff Warren (Glenn Ford) es un excombatiente de la Guerra de Corea (encontramos en él la primera similitud con el director, el cual participó como soldado en la Primera Guerra Mundial luchando con el Imperio Austrohúngaro en Rumanía y Rusia durante 1914) que, a su vuelta, sustituye el rifle por los mandos del ferrocarril buscando una vida tranquila en un pequeño pueblo estadounidense (la huida de Lang del nazismo lo llevó a vivir, hasta su muerte en 1976, a los Estados Unidos). Pero el destino tiene reservados planes diferentes para el veterano. Un destino que se bifurca con la aparición de dos mujeres; Ellen Simmons (Kathleen Case), hija de su gran amigo Alec Simmons (Edgar Buchanan), y Vicki Buckley (Gloria Grahame), una mujer casada con Carl Buckley (Broderick Crawford), uno de sus compañeros de trabajo, entre las que se verá obligado a elegir mientras se gesta, desarrolla y consuma un escabroso asesinato.
Cuando afirmo que Lang fue un visionario no solo es por su impoluta técnica. Ya en 1954, el arquitecto de la luz diseña un intenso melodrama moviéndose firme y sólido como una locomotora sobre las vías del noir que termina colisionando, a conciencia milimétrica, contra la infraestructura en la que se cimienta la sociedad americana del s. XX, encargada de relegar la figura femenina a postrarse ante los deseos más egoístas e insensibles del hombre que todavía hoy resiste al paso de los años. Basándose ligeramente en la novela de Émile Zola La bestia humana (1906), Lang teje los hilos del destino como raíles férreos a través del ménage a trois entre el héroe, la bestia y, por supuesto, la femme fatale. Jeff, Carl y Vicki son las tres superpotencias enfrentadas a lo largo de la película, con alianzas, traiciones y treguas que evidencian la gran desventaja de una de ellas, la de la mujer, en una guerra instigada por las ambiciones de cada uno de los hombres, haciendo de Vicki la crónica viva de una mujer maltratada por el machismo hace nada más y nada menos que 67 años.
Aunque más optimista, Lang trata sus temas más recurrentes. El amor que ciega y que empuja a sus protagonistas a un destino cada vez más decadente, tranformándolo aquí en pos de la deshumanización de sus personajes en impulsos primitivos, en deseos humanos que convierten a Vicki en el país a invadir por dos fuerzas ajenas a sus condiciones e intereses personales. Vicki es el epicentro de la historia, motivo que le vale a Lang para plantear la venganza motivada desde el romance. Mejor dicho, desde los celos y obsesiones de los hombres, tal y como dice uno de los eslóganes comerciales de la película, 'it isn't love... It's human desire'. También, y, a través de los códigos del noir, el director vuelve a dudar sobre el correcto funcionamiento de la justicia, surgido desde el amor ciego que corrompe la moral de Jeff en la secuencia del juicio entendiéndolo como la representación de una sociedad deshumanizada que antepone el beneficio personal, en este caso, ese objeto de deseo llamado Vicki, a la jurisprudencia. Esto lo convierte, automáticamente, en otro de los temas predilectos del director. La culpa lo infecta, y Lang comienza el análisis de sus personajes (considera al realizador un psicoanalista) contraponiendo los dos extremos, el héroe y el villano, Jeff y Carl. La dualidad entre ambos manifestada en el trato hacia Vicki pero que, en el fondo, tienen las mismas motivaciones ególatras que obvian los sentimientos de una mujer atrapada entre dos mundos tan iguales como opuestos.
En Deseos humanos no hay excepción. Jeff Warren (Glenn Ford) es un excombatiente de la Guerra de Corea (encontramos en él la primera similitud con el director, el cual participó como soldado en la Primera Guerra Mundial luchando con el Imperio Austrohúngaro en Rumanía y Rusia durante 1914) que, a su vuelta, sustituye el rifle por los mandos del ferrocarril buscando una vida tranquila en un pequeño pueblo estadounidense (la huida de Lang del nazismo lo llevó a vivir, hasta su muerte en 1976, a los Estados Unidos). Pero el destino tiene reservados planes diferentes para el veterano. Un destino que se bifurca con la aparición de dos mujeres; Ellen Simmons (Kathleen Case), hija de su gran amigo Alec Simmons (Edgar Buchanan), y Vicki Buckley (Gloria Grahame), una mujer casada con Carl Buckley (Broderick Crawford), uno de sus compañeros de trabajo, entre las que se verá obligado a elegir mientras se gesta, desarrolla y consuma un escabroso asesinato.
Cuando afirmo que Lang fue un visionario no solo es por su impoluta técnica. Ya en 1954, el arquitecto de la luz diseña un intenso melodrama moviéndose firme y sólido como una locomotora sobre las vías del noir que termina colisionando, a conciencia milimétrica, contra la infraestructura en la que se cimienta la sociedad americana del s. XX, encargada de relegar la figura femenina a postrarse ante los deseos más egoístas e insensibles del hombre que todavía hoy resiste al paso de los años. Basándose ligeramente en la novela de Émile Zola La bestia humana (1906), Lang teje los hilos del destino como raíles férreos a través del ménage a trois entre el héroe, la bestia y, por supuesto, la femme fatale. Jeff, Carl y Vicki son las tres superpotencias enfrentadas a lo largo de la película, con alianzas, traiciones y treguas que evidencian la gran desventaja de una de ellas, la de la mujer, en una guerra instigada por las ambiciones de cada uno de los hombres, haciendo de Vicki la crónica viva de una mujer maltratada por el machismo hace nada más y nada menos que 67 años.
Aunque más optimista, Lang trata sus temas más recurrentes. El amor que ciega y que empuja a sus protagonistas a un destino cada vez más decadente, tranformándolo aquí en pos de la deshumanización de sus personajes en impulsos primitivos, en deseos humanos que convierten a Vicki en el país a invadir por dos fuerzas ajenas a sus condiciones e intereses personales. Vicki es el epicentro de la historia, motivo que le vale a Lang para plantear la venganza motivada desde el romance. Mejor dicho, desde los celos y obsesiones de los hombres, tal y como dice uno de los eslóganes comerciales de la película, 'it isn't love... It's human desire'. También, y, a través de los códigos del noir, el director vuelve a dudar sobre el correcto funcionamiento de la justicia, surgido desde el amor ciego que corrompe la moral de Jeff en la secuencia del juicio entendiéndolo como la representación de una sociedad deshumanizada que antepone el beneficio personal, en este caso, ese objeto de deseo llamado Vicki, a la jurisprudencia. Esto lo convierte, automáticamente, en otro de los temas predilectos del director. La culpa lo infecta, y Lang comienza el análisis de sus personajes (considera al realizador un psicoanalista) contraponiendo los dos extremos, el héroe y el villano, Jeff y Carl. La dualidad entre ambos manifestada en el trato hacia Vicki pero que, en el fondo, tienen las mismas motivaciones ególatras que obvian los sentimientos de una mujer atrapada entre dos mundos tan iguales como opuestos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pocos ojos han sabido colocar las luces y las sombras tan bien como los de Lang; evidenciando, fracturando y resquebrajando las ambiciones de unos personajes sumidos en un medio que los oprime, en el amor ciego que tiene por hilo conductor la película. La oscuridad se apodera de sus rostros, en ocasiones, sus cuerpos están completamente hundidos en ella, adquiriendo un valor dramático impresionante que se apodera de la pantalla durante todo el arco del asesinato. Asesinato que queda fuera de campo, así como todos los sucesos violentos con los que Lang mantiene la duda y la tensión en el espectador de forma brillante y libre de convencionalismos, y cuyas resoluciones descubrimos mediante las acciones posteriores de sus personajes ejerciendo, de nuevo, de psicoanalista para evidenciarnos el dimorfismo moral entre Jeff y Carl. Lang pone especial interés en los escenarios ferroviarios desde los créditos iniciales y arranque de la cinta con grandes planos generales, planos generales, planos grúa y diferentes travellings para incidir en un trato simbólico de la escenografía, entendiendo al tren como el hombre (el filme arranca y cierra con el mismo plano medio dorsal de Glenn Ford en la cabina del maquinista) que circula a través de un destino definido, pero variable mediante sus elecciones, expresadas con los cambios de agujas que materializan las posibles bifurcaciones o desvíos de la vía. De la misma forma, tanto en el arranque como más adelante, Lang emplea el convoy atravesando túneles como metáforas de carácter sexual que luego desarrollará en Carl y Jeff.
Broderick Crawford se apodera de toda la película en una interpretación increíblemente furibunda y patética que manifiesta todas las inseguridades del hombre maltratador y posesivo, acaparando toda la atención del espectador ante la sobriedad y pasividad de un Glenn Ford al servicio de un personaje apático y menos interesante. Por otra parte, Gloria Grahame entiende a la perfección a un personaje capaz de ser víctima y verdugo bajo el mismo semblante inocente y martirizado, única responsable de mantener la intriga a través de la duda que su errático personaje arroja al espectador en detrimento de una magnética, aunque anecdótica, Kathleen Case.
Deseos humanos, o cómo el amor, el sexo y la muerte se ponen de acuerdo para tratar de desentrañar los entresijos de la naturaleza humana más injusta, primitiva y salvaje. (8.5).
Broderick Crawford se apodera de toda la película en una interpretación increíblemente furibunda y patética que manifiesta todas las inseguridades del hombre maltratador y posesivo, acaparando toda la atención del espectador ante la sobriedad y pasividad de un Glenn Ford al servicio de un personaje apático y menos interesante. Por otra parte, Gloria Grahame entiende a la perfección a un personaje capaz de ser víctima y verdugo bajo el mismo semblante inocente y martirizado, única responsable de mantener la intriga a través de la duda que su errático personaje arroja al espectador en detrimento de una magnética, aunque anecdótica, Kathleen Case.
Deseos humanos, o cómo el amor, el sexo y la muerte se ponen de acuerdo para tratar de desentrañar los entresijos de la naturaleza humana más injusta, primitiva y salvaje. (8.5).

7.0
1,482
8
2 de mayo de 2021
2 de mayo de 2021
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué hubiera pasado si Hitler hubiera muerto antes de tiempo? Es algo que la humanidad nunca sabrá, pero siempre podemos fantasear con que un mundo mejor podría haber sido. Y eso es, exactamente, lo que se pregunta el maestro vienés Fritz Lang en El hombre atrapado. La turbulenta historia de un apuesto cazador inglés que, habiéndolo cazado todo, viaja a Alemania para saber si es posible cazar el animal más grande de todos: al mismísimo Führer. Eso no es posible, y el apuesto cazador se vuelve una vulnerable presa, perseguida por los dóberman nazis desde el corazón de Alemania hasta el seno de Inglaterra.
Es irónico que Fritz Lang, ese hombre alto y con monóculo nacido en Viena y judío diera a Alemania muchas de sus grandes películas, tales como Metrópolis (1927) o M, el vampiro de Düsseldorf (1931). Y que el pequeño César presuntuoso que la gobernaba fuera su mayor fan. Su huida de Alemania tras las siniestras insinuaciones de Joseph Goebbels no son más que el alma de esta película, su sexto largometraje yanqui, en el que su protagonista, Alan Thorndike (Walter Pidgeon) es el álter ego del realizador, plenamente capacitado y suficientemente hábil para combatir el nazismo desde la silla de uno de los mejores directores de la historia.
El hombre atrapado, aparte de ser un impecable ejemplo de propaganda anti-nazi a lo Contraespionaje (Lance Comfort, Mutz Greenbaum y Victor Hanbury, 1944) es una película tan personal en fondo y mensaje como en sus formas. Sí, el milimétrico estilo de Lang se percibe en cada encuadre, en los que la arquitectura inglesa pareciera esconder, con cierta amenaza, a sus personajes del acoso hacia el hombre perpetrado por fuerzas incontrolables contra las que no puede luchar. El nazismo, en este caso. El mismo nazismo que hizo huir a Lang, para nuestra fortuna, a otros países donde la sociedad no estaba tan deshumanizada como en la Alemania que le dio alas para volar, pero que estaban encadenadas a una esvástica.
Las mujeres en el cine del cíclope de Viena han sido piedras angulares. Femmes fatales que cegaban a nuestros acosados, vulnerables héroes hasta darse de bruces con un destino infame. En El hombre atrapado, Lang reproduce este tópico heredado de La muerte cansada (1921) y que transpondría a otras de sus películas como La venganza de Frank James (1940) o, más explícitamente, esa obra maestra llamada Encubridora (1952). Aquí, esa mujer está encarnada por una encantadora Joan Bennett de la que es imposible no encariñarse, encargada de fraguar un melodrama que, aunque infinitamente más superficial, bien podría acercarse al de Rick Blaine (Humphrey Bogart) e Ilsa Lund (Ingrid Bergman) del hito Casablanca (Michael Curtiz, 1942).
Con un espíritu humanista y pacificador, Lang se prepara para lo peor de la guerra sacando a relucir otro de sus tópicos, la venganza que, aunque implantada aquí in extremis en su fatalista epílogo, deja patente la necesidad por acabar con la epidemia de destrucción y maldad con la que el Tercer Reich contagiaba y corrompía a una sociedad cada vez más desviada de su sentido del deber. Pero Thorndike no presenta combate. Huye, como un cervatillo, escabulléndose entre la niebla que infesta la grandiosa fotografía nocturna de Arthur C. Miller. Numerosos encuadres circulares preceden la cacería del protagonista, simulando miras telescópicas para más tensión del espectador desde los que miramos entre el atrezzo de los escenarios la vulnerabilidad de un hombre que no puede enfrentar a sus circunstancias, totalmente desvalido y vulnerable.
Y el antagonista. Qué antagonista. George Sanders se viste como un dandy, diabólico y sereno, con todo bajo control. Imperturbable en su cacería por las calles de Londres en su interpretación del Mayor Quive Smith, y escoltado por uno de los actores fetiche de Fritz Lang: un John Carradine que aterroriza bajo la oscuridad del metro e inspira temor a la luz del día como si fuera el mismísimo Vampiro de Düsseldorf. Este par de gentlemen son los que propician la tensión del argumento, haciéndonos velar permanentemente por nuestro antihéroe bretón en su trepidante huida, casi aventuresca, por los códigos del noir. Estos códigos permiten a Lang poner sobre la mesa una de sus dudas más recurrentes, prominentes en todo su cine: la duda por el funcionamiento de la justicia. El director establece la conexión de la justicia (Scotland Yard) con la corrupción (el nazismo) para que ni el protagonista, ni nosotros que velamos por él, confiemos en el amparo que promete, una vez más, mostrando al individuo absurdamente vulnerable en una sociedad corrompida.
Resumiendo, El hombre atrapado es una notable carta de presentación de Fritz Lang, firmada con su puño y letra. Fatalista, muy pesimista y muy romántica, esta joya del noir no podría haber sido mejor adaptada a la gran pantalla por otro director. Solo Fritz Lang, combatiente galardonado de la Primera Guerra Mundial y prófugo del nazismo, podría haber plasmado tan cruentamente desde el crimen un mensaje tan marcado por el antibelicismo que, en aquella época, no era más que un sinónimo de antinazismo. (7.5).
Es irónico que Fritz Lang, ese hombre alto y con monóculo nacido en Viena y judío diera a Alemania muchas de sus grandes películas, tales como Metrópolis (1927) o M, el vampiro de Düsseldorf (1931). Y que el pequeño César presuntuoso que la gobernaba fuera su mayor fan. Su huida de Alemania tras las siniestras insinuaciones de Joseph Goebbels no son más que el alma de esta película, su sexto largometraje yanqui, en el que su protagonista, Alan Thorndike (Walter Pidgeon) es el álter ego del realizador, plenamente capacitado y suficientemente hábil para combatir el nazismo desde la silla de uno de los mejores directores de la historia.
El hombre atrapado, aparte de ser un impecable ejemplo de propaganda anti-nazi a lo Contraespionaje (Lance Comfort, Mutz Greenbaum y Victor Hanbury, 1944) es una película tan personal en fondo y mensaje como en sus formas. Sí, el milimétrico estilo de Lang se percibe en cada encuadre, en los que la arquitectura inglesa pareciera esconder, con cierta amenaza, a sus personajes del acoso hacia el hombre perpetrado por fuerzas incontrolables contra las que no puede luchar. El nazismo, en este caso. El mismo nazismo que hizo huir a Lang, para nuestra fortuna, a otros países donde la sociedad no estaba tan deshumanizada como en la Alemania que le dio alas para volar, pero que estaban encadenadas a una esvástica.
Las mujeres en el cine del cíclope de Viena han sido piedras angulares. Femmes fatales que cegaban a nuestros acosados, vulnerables héroes hasta darse de bruces con un destino infame. En El hombre atrapado, Lang reproduce este tópico heredado de La muerte cansada (1921) y que transpondría a otras de sus películas como La venganza de Frank James (1940) o, más explícitamente, esa obra maestra llamada Encubridora (1952). Aquí, esa mujer está encarnada por una encantadora Joan Bennett de la que es imposible no encariñarse, encargada de fraguar un melodrama que, aunque infinitamente más superficial, bien podría acercarse al de Rick Blaine (Humphrey Bogart) e Ilsa Lund (Ingrid Bergman) del hito Casablanca (Michael Curtiz, 1942).
Con un espíritu humanista y pacificador, Lang se prepara para lo peor de la guerra sacando a relucir otro de sus tópicos, la venganza que, aunque implantada aquí in extremis en su fatalista epílogo, deja patente la necesidad por acabar con la epidemia de destrucción y maldad con la que el Tercer Reich contagiaba y corrompía a una sociedad cada vez más desviada de su sentido del deber. Pero Thorndike no presenta combate. Huye, como un cervatillo, escabulléndose entre la niebla que infesta la grandiosa fotografía nocturna de Arthur C. Miller. Numerosos encuadres circulares preceden la cacería del protagonista, simulando miras telescópicas para más tensión del espectador desde los que miramos entre el atrezzo de los escenarios la vulnerabilidad de un hombre que no puede enfrentar a sus circunstancias, totalmente desvalido y vulnerable.
Y el antagonista. Qué antagonista. George Sanders se viste como un dandy, diabólico y sereno, con todo bajo control. Imperturbable en su cacería por las calles de Londres en su interpretación del Mayor Quive Smith, y escoltado por uno de los actores fetiche de Fritz Lang: un John Carradine que aterroriza bajo la oscuridad del metro e inspira temor a la luz del día como si fuera el mismísimo Vampiro de Düsseldorf. Este par de gentlemen son los que propician la tensión del argumento, haciéndonos velar permanentemente por nuestro antihéroe bretón en su trepidante huida, casi aventuresca, por los códigos del noir. Estos códigos permiten a Lang poner sobre la mesa una de sus dudas más recurrentes, prominentes en todo su cine: la duda por el funcionamiento de la justicia. El director establece la conexión de la justicia (Scotland Yard) con la corrupción (el nazismo) para que ni el protagonista, ni nosotros que velamos por él, confiemos en el amparo que promete, una vez más, mostrando al individuo absurdamente vulnerable en una sociedad corrompida.
Resumiendo, El hombre atrapado es una notable carta de presentación de Fritz Lang, firmada con su puño y letra. Fatalista, muy pesimista y muy romántica, esta joya del noir no podría haber sido mejor adaptada a la gran pantalla por otro director. Solo Fritz Lang, combatiente galardonado de la Primera Guerra Mundial y prófugo del nazismo, podría haber plasmado tan cruentamente desde el crimen un mensaje tan marcado por el antibelicismo que, en aquella época, no era más que un sinónimo de antinazismo. (7.5).
8
11 de abril de 2021
11 de abril de 2021
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aventura con mayúsculas la que Kirk Douglas se diseña a medida con Los valientes andan solos, película que hace muy buenas migas para ver en conjunto con El día de los tramposos (Joseph L. Mankiewicz, 1970) y Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack, 1972) por su inexorable alegoría a la libertad y la soledad y, obviamente, por su pronunciado carácter de wéstern crepuscular. John W. Burns, Jack para abreviar, es la representación física de una especie prácticamente extinta en el legendario americano de mitad del s. XX, cuando los pistoleros y vaqueros pasaron a mejor vida por la burocracia y las leyes de las grandes ciudades que se fueron consolidando desde el fin del Viejo Oeste y que dejaron atrás el salvaje modelo de vida de aquellos que no se adaptaron al cambio generacional. Todo narrado en forma de gran aventura donde un drama carcelario es solo la excusa empleada por su director, David Miller, para sumergir a nuestro protagonista en un mundo que no entiende, y que no tiene hueco ni para él ni para la libertad que el mismo País de la Libertad capó con fronteras y vallas que separan al hombre de sus semejantes y de la naturaleza.
Miller no se recata para mostrarnos esto. La secuencia de arranque nos resume, en pocos segundos, el alma de esta gran película. Un plano general nos permite ver la gran llanura escarpada donde Jack reposa, despreocupado y solo, en un paraje desde el que solo podemos pensar en la inclemencia naturalista de los silvestres paisajes del wéstern. Pero un chirriante sonido destruye este escenario. Y una panorámica vertical nos lo confirma. Sobrepasando el horizonte, tres aeronaves perturban la paz de nuestro protagonista, y el que pareciera un íngrimo pistolero se nos revela como un inadaptado a las nuevas formas del país, a una nueva América que ha sustituido el polvo por el hormigón, el caballo por el coche y la libertad por el sometimiento al funcionarismo.
La película en la que se inspiró Acorralado (Rambo) (Ted Kotcheff, 1982) es, prácticamente, un neo-wéstern que siempre nos recuerda de manera muy directa la obligada soledad de aquellos que no siguen las imposiciones sociales, que se descarrían del rebaño para poder vivir a su manera y que, por esto, son hechos objetos de rechazo y persecución de una sociedad cada vez más desapegada de la esencia natural del hombre en la Tierra. Es la historia de un fuera de lugar, un marginado, un paria. De un vagabundo valiente para el que la libertad es la vida. De un fuera de la ley, un forajido, un romántico de los tiempos en los que uno podía ser vaquero y vivir apaciblemente antes de que verjas y señales prohibieran comer a su ganado.
Una obra dotada de una nobleza realmente emocionante en su forma de narrar la aventura, el drama y el romance, no exenta de una comedia formada por la repetición de gags sobre la que Walter Matthau interpretando al sheriff Morey y George Kennedy a su ayudante Gutiérrez (lo que da pie a otra línea narrativa supeditada a la principal en forma de buddy film que películas como Comanchería, de David Mackenzie, empleó incluso en esa complicidad cómica entre agente americano y agente sudamericano) me han sacado más de una carcajada. ¿Carcajada? Bien. Y mucha acción. Una acción que recuerda a Anthony Mann en películas como Winchester 73 (1950) desarrollándose en terrenos montañosos cubiertos de riscos y saltos, y para la que Joseph Losey también haría su réplica moderna con la increíble Caza humana (1970) con la que guarda obvios nexos temáticos.
El antihéroe americano en el que su guionista, el legendario Dalton Trumbo adaptando la novela de Edward Abbey, dibuja a la perfección la dualidad americana; la tradición frente al progresismo, la naturaleza frente la industrialización, la soledad frente la sociedad. Y no había nadie mejor que Kirk Douglas para llevarlo a la pantalla, acostumbrado a heroicos y rebeldes personajes como su Espartaco de Kubrick (1960) o, más tarde, su Paris de El día de los tramposos (1970), ambos en discordancia con la privación de la libertad que las nuevas leyes ampara. Gena Rowlands también está impresionantemente seductora tanto con el protagonista como con el espectador, siendo capaz de disuadirnos del ansia libertaria que Jack nos contagia y que tiene la película como lema.
Los valientes andan solos es formidable e inesperada. Un muy atípico wéstern construido en base a su extinción con un desenlace directo, duro y fulminante en el que las lágrimas por la romantización del Viejo Oeste se pierden entre la lluvia contaminada de la industria. Una síntesis absolutamente espectacular del último pistolero en busca de la libertad sobre desiertos de asfalto y tráfico rodado que cabalga solo, sin miedo ni temor, por encima de la ley. Una aventura inolvidable. (8.5).
Miller no se recata para mostrarnos esto. La secuencia de arranque nos resume, en pocos segundos, el alma de esta gran película. Un plano general nos permite ver la gran llanura escarpada donde Jack reposa, despreocupado y solo, en un paraje desde el que solo podemos pensar en la inclemencia naturalista de los silvestres paisajes del wéstern. Pero un chirriante sonido destruye este escenario. Y una panorámica vertical nos lo confirma. Sobrepasando el horizonte, tres aeronaves perturban la paz de nuestro protagonista, y el que pareciera un íngrimo pistolero se nos revela como un inadaptado a las nuevas formas del país, a una nueva América que ha sustituido el polvo por el hormigón, el caballo por el coche y la libertad por el sometimiento al funcionarismo.
La película en la que se inspiró Acorralado (Rambo) (Ted Kotcheff, 1982) es, prácticamente, un neo-wéstern que siempre nos recuerda de manera muy directa la obligada soledad de aquellos que no siguen las imposiciones sociales, que se descarrían del rebaño para poder vivir a su manera y que, por esto, son hechos objetos de rechazo y persecución de una sociedad cada vez más desapegada de la esencia natural del hombre en la Tierra. Es la historia de un fuera de lugar, un marginado, un paria. De un vagabundo valiente para el que la libertad es la vida. De un fuera de la ley, un forajido, un romántico de los tiempos en los que uno podía ser vaquero y vivir apaciblemente antes de que verjas y señales prohibieran comer a su ganado.
Una obra dotada de una nobleza realmente emocionante en su forma de narrar la aventura, el drama y el romance, no exenta de una comedia formada por la repetición de gags sobre la que Walter Matthau interpretando al sheriff Morey y George Kennedy a su ayudante Gutiérrez (lo que da pie a otra línea narrativa supeditada a la principal en forma de buddy film que películas como Comanchería, de David Mackenzie, empleó incluso en esa complicidad cómica entre agente americano y agente sudamericano) me han sacado más de una carcajada. ¿Carcajada? Bien. Y mucha acción. Una acción que recuerda a Anthony Mann en películas como Winchester 73 (1950) desarrollándose en terrenos montañosos cubiertos de riscos y saltos, y para la que Joseph Losey también haría su réplica moderna con la increíble Caza humana (1970) con la que guarda obvios nexos temáticos.
El antihéroe americano en el que su guionista, el legendario Dalton Trumbo adaptando la novela de Edward Abbey, dibuja a la perfección la dualidad americana; la tradición frente al progresismo, la naturaleza frente la industrialización, la soledad frente la sociedad. Y no había nadie mejor que Kirk Douglas para llevarlo a la pantalla, acostumbrado a heroicos y rebeldes personajes como su Espartaco de Kubrick (1960) o, más tarde, su Paris de El día de los tramposos (1970), ambos en discordancia con la privación de la libertad que las nuevas leyes ampara. Gena Rowlands también está impresionantemente seductora tanto con el protagonista como con el espectador, siendo capaz de disuadirnos del ansia libertaria que Jack nos contagia y que tiene la película como lema.
Los valientes andan solos es formidable e inesperada. Un muy atípico wéstern construido en base a su extinción con un desenlace directo, duro y fulminante en el que las lágrimas por la romantización del Viejo Oeste se pierden entre la lluvia contaminada de la industria. Una síntesis absolutamente espectacular del último pistolero en busca de la libertad sobre desiertos de asfalto y tráfico rodado que cabalga solo, sin miedo ni temor, por encima de la ley. Una aventura inolvidable. (8.5).
9
2 de noviembre de 2020
2 de noviembre de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El conformista es la forma que tiene Bernardo Bertolucci de comunicarnos, a través de su historia, de la patria Italia, el sufrimiento de un continente ensombrecido por el lúgubre fascismo, una Europa deprimida por el miedo a la guerra que, cada día, pesaba más en la conciencia ciudadana. Y Bertolucci nos habla, sin miedo ni pudor, a través de un declarado fascista, Marcello, encaramado a una policía secreta dominada por un grupo reaccionario y subversivo en caza de la democracia y la libertad. El conformista comprende todo un período histórico mientras disecciona la mente de un hombre en busca de la normalidad, una normalidad tendida por la mano de Mussolini mientras esconde, con la otra, la verdadera felicidad reprimida del pueblo, de Marcello, en un puño amortajado de una realidad inducida. Primera obra maestra que lanzó al realizador italiano al reconocimiento internacional, mediado por Francis Ford Coppola y George Lucas, adaptando la obra homónima de Alberto Moravia en un híbrido de cine negro y político, pero, sobre todo, social. La mirada inexpresiva de Bertolucci hacia el pasado de su país, incapaz de esbozar una mueca por el dolor y el sufrimiento que carga su historia y que ha colaborado en su expansión, esparciéndolos por la Europa reclusa en la celda del fascismo alemán e italiano, retransmitido por un impecable Jean-Louis Trintignant.
El estilo de Bernardo Bertolucci ha tenido un instinto histórico propio, un espíritu concienciado con la Italia que lo vio nacer. Pero esto está muy lejos del ‘patriotismo’, de ese vago eufemismo utilizado para justificar la moral de una persona y que precisamente critica El conformista. No, Bertolucci está comprometido con la historia italiana desde un punto que la usa, gracias a su importancia histórica, como portavoz de una conciencia social donde el pasado es ineludible para constituir el presente, dando una visión cosmopolita sobre un mundo de luces y sombras que, de una forma tan poética, nos muestra Vittorio Storaro en esta primera colaboración con el cineasta. Desde Antes de la revolución (Prima della rivoluccione, (1964) hasta El último emperador (1987), el director de Parma ha solido utilizar un episodio histórico movido por la política para establecer una conexión entre el espectador y los errores del pasado con una mirada vacía, como Marcello en El costumbrista, víctima de una gran represión moral. Y Bertolucci no solo es capaz de expresar la seca fragancia de la historia, de la vida, con la humanidad desgarradora en la que los extremos se superponen; la luz y la sombra, el blanco y el negro, el azul y el rojo, construyendo la efeméride del mundo cimentada en el angustioso baile de los opuestos. También es capaz de mirar al futuro, aun empapado de derrota, con un hilo de esperanza, de libertad y de Revolución. El rebelde italiano fue capaz, así, de hablarle al mundo acerca de la opresión que vivió Italia, desde 1922 hasta 1945, que él mismo llegó a padecer permitiéndose, también, cortarle la cabeza a su estandarte principal Benito Mussolini bajo la mirada de Marcello. Este tipo de cine, heredado de su padrino Pier Paolo Passolini del que fue asistente de director, fue abrazado por Hollywood en la década de los setenta a pesar de su filosofía crítica y estilo autoral convirtiéndola, así, en una de las obras más influyentes del cine moderno.
El conformista es una evolución progresiva del viejo continente usando la profunda carga moral y psicológica de su protagonista Marcello para comprender la década de los treinta y los cuarenta hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 y, por tanto, el final de Hitler y sus aliados. La angustia se palpa en esa ambientación fría con una puesta en escena tan teatral que es capaz de extraer toda la vitalidad de sus personajes, representando a una ciudadanía deprimida y preocupada por el próximo golpe bélico mientras el ciego fascismo, representado por el camarada de Marcello, Ítalo (José Quaglio), avanza sin miramientos a golpe de opresión y represión, situación que critica duramente Bertolucci a través de los próximos escenarios, como París, y los personajes parisinos que observan Italia como una epístola de sometimiento. La relación entre el director de Parma y el erotismo en sus películas se puede apreciar aquí, con un trato más prematuro y salvaje, hablando libremente de la sexualidad con respecto al conservadurismo fascista, patente en la política y la religión que, explícitamente, tacha de limitadores de derechos y libertades individuales usando el trauma de su protagonista, atado a un encuentro homosexual. A su manera, es capaz de crear un triángulo amoroso que abraza el trauma de Marcello para reivindicar, de nuevo, la libertad en cuanto a las posibles relaciones psicoafectivas entre los tres vértices; Marcello, Giulia (Stefania Sandrelli) y Anna (Dominique Sanda) y el rechazo social hacia ciertas tendencias como la bisexualidad o la homosexualidad, ya sea entre hombres o mujeres, con un tono sugerente recreado en la ciudad del amor, replicado en innumerables películas como la obra maestra de Park Chan-wook La doncella (The Handmaiden) (2016). Y qué mejor instrumento tiene Bertolucci para esto que un docente de Filosofía como es el profesor Quadri (Enzo Tarascio), antifascista exiliado por impartir enseñanzas no acordes al régimen de Mussolini. A través de la relación cordial entre Marcello, su exalumno, y el profesor, el director tumba los argumentos del fascismo curando la ceguera de Marcello con los diálogos mantenidos entre ambos personajes, complementando la evolución del protagonista acorde al transcurso de los años en la Italia fascista y el acercamiento de su fin, mirando de nuevo con esperanza ya no a la cura del odio o conversión ideológica, sino a una posible convivencia por puro altruismo social.
El estilo de Bernardo Bertolucci ha tenido un instinto histórico propio, un espíritu concienciado con la Italia que lo vio nacer. Pero esto está muy lejos del ‘patriotismo’, de ese vago eufemismo utilizado para justificar la moral de una persona y que precisamente critica El conformista. No, Bertolucci está comprometido con la historia italiana desde un punto que la usa, gracias a su importancia histórica, como portavoz de una conciencia social donde el pasado es ineludible para constituir el presente, dando una visión cosmopolita sobre un mundo de luces y sombras que, de una forma tan poética, nos muestra Vittorio Storaro en esta primera colaboración con el cineasta. Desde Antes de la revolución (Prima della rivoluccione, (1964) hasta El último emperador (1987), el director de Parma ha solido utilizar un episodio histórico movido por la política para establecer una conexión entre el espectador y los errores del pasado con una mirada vacía, como Marcello en El costumbrista, víctima de una gran represión moral. Y Bertolucci no solo es capaz de expresar la seca fragancia de la historia, de la vida, con la humanidad desgarradora en la que los extremos se superponen; la luz y la sombra, el blanco y el negro, el azul y el rojo, construyendo la efeméride del mundo cimentada en el angustioso baile de los opuestos. También es capaz de mirar al futuro, aun empapado de derrota, con un hilo de esperanza, de libertad y de Revolución. El rebelde italiano fue capaz, así, de hablarle al mundo acerca de la opresión que vivió Italia, desde 1922 hasta 1945, que él mismo llegó a padecer permitiéndose, también, cortarle la cabeza a su estandarte principal Benito Mussolini bajo la mirada de Marcello. Este tipo de cine, heredado de su padrino Pier Paolo Passolini del que fue asistente de director, fue abrazado por Hollywood en la década de los setenta a pesar de su filosofía crítica y estilo autoral convirtiéndola, así, en una de las obras más influyentes del cine moderno.
El conformista es una evolución progresiva del viejo continente usando la profunda carga moral y psicológica de su protagonista Marcello para comprender la década de los treinta y los cuarenta hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 y, por tanto, el final de Hitler y sus aliados. La angustia se palpa en esa ambientación fría con una puesta en escena tan teatral que es capaz de extraer toda la vitalidad de sus personajes, representando a una ciudadanía deprimida y preocupada por el próximo golpe bélico mientras el ciego fascismo, representado por el camarada de Marcello, Ítalo (José Quaglio), avanza sin miramientos a golpe de opresión y represión, situación que critica duramente Bertolucci a través de los próximos escenarios, como París, y los personajes parisinos que observan Italia como una epístola de sometimiento. La relación entre el director de Parma y el erotismo en sus películas se puede apreciar aquí, con un trato más prematuro y salvaje, hablando libremente de la sexualidad con respecto al conservadurismo fascista, patente en la política y la religión que, explícitamente, tacha de limitadores de derechos y libertades individuales usando el trauma de su protagonista, atado a un encuentro homosexual. A su manera, es capaz de crear un triángulo amoroso que abraza el trauma de Marcello para reivindicar, de nuevo, la libertad en cuanto a las posibles relaciones psicoafectivas entre los tres vértices; Marcello, Giulia (Stefania Sandrelli) y Anna (Dominique Sanda) y el rechazo social hacia ciertas tendencias como la bisexualidad o la homosexualidad, ya sea entre hombres o mujeres, con un tono sugerente recreado en la ciudad del amor, replicado en innumerables películas como la obra maestra de Park Chan-wook La doncella (The Handmaiden) (2016). Y qué mejor instrumento tiene Bertolucci para esto que un docente de Filosofía como es el profesor Quadri (Enzo Tarascio), antifascista exiliado por impartir enseñanzas no acordes al régimen de Mussolini. A través de la relación cordial entre Marcello, su exalumno, y el profesor, el director tumba los argumentos del fascismo curando la ceguera de Marcello con los diálogos mantenidos entre ambos personajes, complementando la evolución del protagonista acorde al transcurso de los años en la Italia fascista y el acercamiento de su fin, mirando de nuevo con esperanza ya no a la cura del odio o conversión ideológica, sino a una posible convivencia por puro altruismo social.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero el texto de Moravia no toma la vía fácil, situando un personaje motor para los acontecimientos como es Don Manganiello (Gastone Moschin) que no deja de ser una metáfora de la sombra del fascismo de la que hablaba antes, que persigue y embauca a la ciudadanía a base de mentiras excusadas en el patriotismo, retroalimentando al protagonista y que, por desgracia, es tan actual hoy como en 1970 ó 1945.
Este drama social se convierte en un híbrido con el cine negro gracias a las técnicas vanguardistas que emplea el dúo de maestros italianos: Bertolucci y Storaro. Como el legendario director de fotografía citó en una entrevista, se basó en las obras tenebristas con fijación en Caravaggio y cuadros como La vocación de San Mateo (1600) para la proyección de las luces y las sombras en la composición de los planos, ofreciendo una lectura poética e incluso religiosa a pesar del ateísmo declarado de Bertolucci, sabiendo focalizar la atención del espectador no solo en la figura dominante en el plano, sino a las sombras que genera y cómo estas ensombrecen otros personajes, ocultando sus ideas. Cuando Marcello ve por primera vez al profesor, en su despacho, este le invita a entrar desde la oscuridad, tal y como en Mateo 9:9, versículo para La vocación según San Mateo, que dice: ‘Jesús vio un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos…’ (equivalentes de Marcello y Quadri) y le dijo ‘sígueme’ y Mateo se levantó y le siguió. Aunque el paralelismo entre Jesús y su apóstol toma un camino ligeramente diferente en la visión de Storaro. Quadri sigue a Marcelo, sí, pero no como discípulo, sino como tutor que, como Jesús a San Mateo, todavía tenía mucho que revelar a Marcello. En esta conversación, los italianos sumergen la escena en la penumbra, creando una atmósfera íncómoda e íntima para acentuar la tensión dramática, radicada en el choque de ideas, reflejando la colisión de dos mundos tal y como en la obra de Caravaggio. Esta perspectiva sobre la iluminación está presente durante todo el metraje, enriqueciendo la lectura y construcción psicológica de sus personajes y las percepciones que presentan unos en torno a otros con esa contraposición entre la luz y la oscuridad. También se puede apreciar, por ejemplo, por las escenas que comparte Marcello con las dos mujeres del filme. Mientras que con Giulia, su mujer que odia en secreto, las sombras parecen encarcelar a sus personajes (como en la secuencia del planteamiento donde, aun en Italia y sin nosotros conocer sus verdaderas intenciones, la sombra proyectada ocupa todo el plano, fraccionada con pequeñas franjas de luz que emulan los barrotes de una cárcel y, por tanto, esa represión interna de Marcello incluso besando a su mujer) con Anna todo se vuelve más cálido y más claro, mostrando la conexión impulsiva e irracional de ambos, limpia y franca, ambos sabiéndolo todo el uno del otro. Por último, merece la pena destacar la secuencia de arranque del filme, personificada por el engatusamiento de Ítalo hacia Marcello. Por un lado, con un fondo alegre, de colores puros y totalmente iluminado está el protagonista, abriendo sus inquietudes hacia su camarada por esa reflexión existencialista de la búsqueda de la normalidad. Al cambio, Ítalo, cubierto de una sábana de tinieblas en un fondo sobrio, escucha, pero lejos de ser un elemento pasivo de la acción, interviene para dar a Marcello el placebo de sus dolencias, la justificación de la lucha, del fascismo, del conservadurismo ideológico usado para acomodar la farisea normalidad de la que es buscador y que está impuesta y falseada por el pensamiento del líder del Partido Fascista Republicano y sus aliados. Después, entra en juego el personaje de El Coronel (Fosco Giachetti) que sigue convenciendo a Marcello mientras Ítalo se ausenta parcialmente, entrando en la sala de locución donde esparce la propaganda fascista que podemos escuchar en segundo plano de la conversación, descubriendo también la ceguera de Ítalo. [...].
Este drama social se convierte en un híbrido con el cine negro gracias a las técnicas vanguardistas que emplea el dúo de maestros italianos: Bertolucci y Storaro. Como el legendario director de fotografía citó en una entrevista, se basó en las obras tenebristas con fijación en Caravaggio y cuadros como La vocación de San Mateo (1600) para la proyección de las luces y las sombras en la composición de los planos, ofreciendo una lectura poética e incluso religiosa a pesar del ateísmo declarado de Bertolucci, sabiendo focalizar la atención del espectador no solo en la figura dominante en el plano, sino a las sombras que genera y cómo estas ensombrecen otros personajes, ocultando sus ideas. Cuando Marcello ve por primera vez al profesor, en su despacho, este le invita a entrar desde la oscuridad, tal y como en Mateo 9:9, versículo para La vocación según San Mateo, que dice: ‘Jesús vio un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos…’ (equivalentes de Marcello y Quadri) y le dijo ‘sígueme’ y Mateo se levantó y le siguió. Aunque el paralelismo entre Jesús y su apóstol toma un camino ligeramente diferente en la visión de Storaro. Quadri sigue a Marcelo, sí, pero no como discípulo, sino como tutor que, como Jesús a San Mateo, todavía tenía mucho que revelar a Marcello. En esta conversación, los italianos sumergen la escena en la penumbra, creando una atmósfera íncómoda e íntima para acentuar la tensión dramática, radicada en el choque de ideas, reflejando la colisión de dos mundos tal y como en la obra de Caravaggio. Esta perspectiva sobre la iluminación está presente durante todo el metraje, enriqueciendo la lectura y construcción psicológica de sus personajes y las percepciones que presentan unos en torno a otros con esa contraposición entre la luz y la oscuridad. También se puede apreciar, por ejemplo, por las escenas que comparte Marcello con las dos mujeres del filme. Mientras que con Giulia, su mujer que odia en secreto, las sombras parecen encarcelar a sus personajes (como en la secuencia del planteamiento donde, aun en Italia y sin nosotros conocer sus verdaderas intenciones, la sombra proyectada ocupa todo el plano, fraccionada con pequeñas franjas de luz que emulan los barrotes de una cárcel y, por tanto, esa represión interna de Marcello incluso besando a su mujer) con Anna todo se vuelve más cálido y más claro, mostrando la conexión impulsiva e irracional de ambos, limpia y franca, ambos sabiéndolo todo el uno del otro. Por último, merece la pena destacar la secuencia de arranque del filme, personificada por el engatusamiento de Ítalo hacia Marcello. Por un lado, con un fondo alegre, de colores puros y totalmente iluminado está el protagonista, abriendo sus inquietudes hacia su camarada por esa reflexión existencialista de la búsqueda de la normalidad. Al cambio, Ítalo, cubierto de una sábana de tinieblas en un fondo sobrio, escucha, pero lejos de ser un elemento pasivo de la acción, interviene para dar a Marcello el placebo de sus dolencias, la justificación de la lucha, del fascismo, del conservadurismo ideológico usado para acomodar la farisea normalidad de la que es buscador y que está impuesta y falseada por el pensamiento del líder del Partido Fascista Republicano y sus aliados. Después, entra en juego el personaje de El Coronel (Fosco Giachetti) que sigue convenciendo a Marcello mientras Ítalo se ausenta parcialmente, entrando en la sala de locución donde esparce la propaganda fascista que podemos escuchar en segundo plano de la conversación, descubriendo también la ceguera de Ítalo. [...].
23 de agosto de 2020
23 de agosto de 2020
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Black Water: Abyss es la típica película de terror natural, específicamente de animales, que tanto saturaron las listas del género en los noventa con títulos como Anaconda (Lluis Llosa, 1997) o Mandíbulas (Steve Miner, 1999), donde el éxito más reciente, también de cocodrilos pero con una concepción mucho más novedosa a la acostumbrada es Infierno bajo el agua (Alexandre Aja, 2019). Aunque no es nada novedoso, resulta interesante ver cómo el director desarrolla todo el argumento en una misma y muy reducida ubicación donde cinco chavales con muy pocas luces deberán sobrevivir como buenamente puedan. Lo de pocas luces es, básicamente, porque deciden ir a una zona inexplorada en una zona pantanosa de Australia (donde hay cantidades industriales de animales peligrosos) y sin avisar a nadie, donde han desaparecido varias personas pero ellos quieren adentrarse en una enorme gruta subterránea. Ah, y sin armas, obviamente. Muy lógico todo, pero bueno.
Si algo es cierto es que, al director, Andrew Traucki, le encantan las películas sobre bichos y al menos muestra algo de interés en la documentación sobre ellos para realizar sus películas (algo no mucho más allá de Wikipedia, pero se agradece), dando situaciones veraces en cuanto a las interacciones entre animales y humanos. Por otra parte, una dirección que se desgasta mucho en conseguir efectos pávidos en el espectador hace que se oxide esa buena representación escenográfica rompiendo varias veces con la continuidad narrativa y la concepción espacial, algo irreparable si la mayor parte de la acción va a representarse en una misma y pequeña ubicación como es el corazón del complejo natural subterráneo. Por otra parte, introduce el factor a contrarreloj alterando los tiempos de desarrollo y evolución de sus personajes, apresurando (de forma natural) la acción y las relaciones (que en ocasiones pecan de superficialidad por esa misma razón) entre ellos, haciendo una narración que sabe alcanzar grandes picos de tensión con el ‘antagonista’, el cocodrilo, y el agua que va saturando el espacio y las esperanzas de sus devastados protagonistas.
Sinceramente la película no aburre, y da lo que promete desde el primer momento que ves la carátula. Unos buenos efectos prácticos sumados al enorme trabajo de la Big Gecko Crocodile Research en el aporte de los animales para las escenas genera el incipiente necesario para mantener la atención del espectador sobre el futuro, que se vislumbra azaroso, de sus personajes. La obertura de la película consigue una puesta en escena muy digna por la preciosa fotografía plagada de verdes de Damien Beebe, que se estira hasta un visualmente impresionante desenlace, introduciéndonos ipso facto en el salvajismo de lo silvestre que emana Australia, aunque con un epílogo harto innecesario. Como grandes contrapuntos tenemos las interpretaciones, donde el que mejor lo hace, con diferencia, es Benjamin Hoetjes como Vikctor, un secundario que tiene la actuación más compleja y que más versatilidad pide respecto a sus compañeros, bordando todos los gestos de angustia y dolor de una manera plausible. Por otra parte, tenemos a Amali Golden como su novia Yolanda, que no hace otra cosa que dar vergüenza ajena, y parece que le hace mucha gracia observar cocodrilos a dos metros de distancia.
Cuando se inmiscuyen y suceden las secuencias submarinas, tanto al director como al montador les embriagan las prisas por producir la atmósfera previa a los impactos visuales (y sonoros) que marcan el ritmo de la película, antojándose demasiado volátiles para la relevancia que tienen que tener, y demasiado tramposos por el abuso del plano subjetivo subacuático para lo que he comentado anteriormente. El nulo y bobalicón trasfondo que aportan sus personajes se encadenan con unas relaciones interpersonales que ni me importan a mí ni probablemente importaban a John Ridley y Sarah Smith mientras se partían el coco escribiéndolas. Al fin y al cabo, en este subgénero nunca suelen importan, aunque sí me habría gustado algo más de ingenio en esa construcción de personajes.
Con todo, afirmo que es una película con muchas limitaciones, pero apta para un visionado entretenido y relajado, sin muchas pretensiones y sin mucho presupuesto, aunque consiguiendo unas mínimas cotas de ansiedad por la claustrofobia en la que se acomodan sus personajes y la confusión que detona en violencia escénica. (5.5).
Si algo es cierto es que, al director, Andrew Traucki, le encantan las películas sobre bichos y al menos muestra algo de interés en la documentación sobre ellos para realizar sus películas (algo no mucho más allá de Wikipedia, pero se agradece), dando situaciones veraces en cuanto a las interacciones entre animales y humanos. Por otra parte, una dirección que se desgasta mucho en conseguir efectos pávidos en el espectador hace que se oxide esa buena representación escenográfica rompiendo varias veces con la continuidad narrativa y la concepción espacial, algo irreparable si la mayor parte de la acción va a representarse en una misma y pequeña ubicación como es el corazón del complejo natural subterráneo. Por otra parte, introduce el factor a contrarreloj alterando los tiempos de desarrollo y evolución de sus personajes, apresurando (de forma natural) la acción y las relaciones (que en ocasiones pecan de superficialidad por esa misma razón) entre ellos, haciendo una narración que sabe alcanzar grandes picos de tensión con el ‘antagonista’, el cocodrilo, y el agua que va saturando el espacio y las esperanzas de sus devastados protagonistas.
Sinceramente la película no aburre, y da lo que promete desde el primer momento que ves la carátula. Unos buenos efectos prácticos sumados al enorme trabajo de la Big Gecko Crocodile Research en el aporte de los animales para las escenas genera el incipiente necesario para mantener la atención del espectador sobre el futuro, que se vislumbra azaroso, de sus personajes. La obertura de la película consigue una puesta en escena muy digna por la preciosa fotografía plagada de verdes de Damien Beebe, que se estira hasta un visualmente impresionante desenlace, introduciéndonos ipso facto en el salvajismo de lo silvestre que emana Australia, aunque con un epílogo harto innecesario. Como grandes contrapuntos tenemos las interpretaciones, donde el que mejor lo hace, con diferencia, es Benjamin Hoetjes como Vikctor, un secundario que tiene la actuación más compleja y que más versatilidad pide respecto a sus compañeros, bordando todos los gestos de angustia y dolor de una manera plausible. Por otra parte, tenemos a Amali Golden como su novia Yolanda, que no hace otra cosa que dar vergüenza ajena, y parece que le hace mucha gracia observar cocodrilos a dos metros de distancia.
Cuando se inmiscuyen y suceden las secuencias submarinas, tanto al director como al montador les embriagan las prisas por producir la atmósfera previa a los impactos visuales (y sonoros) que marcan el ritmo de la película, antojándose demasiado volátiles para la relevancia que tienen que tener, y demasiado tramposos por el abuso del plano subjetivo subacuático para lo que he comentado anteriormente. El nulo y bobalicón trasfondo que aportan sus personajes se encadenan con unas relaciones interpersonales que ni me importan a mí ni probablemente importaban a John Ridley y Sarah Smith mientras se partían el coco escribiéndolas. Al fin y al cabo, en este subgénero nunca suelen importan, aunque sí me habría gustado algo más de ingenio en esa construcción de personajes.
Con todo, afirmo que es una película con muchas limitaciones, pero apta para un visionado entretenido y relajado, sin muchas pretensiones y sin mucho presupuesto, aunque consiguiendo unas mínimas cotas de ansiedad por la claustrofobia en la que se acomodan sus personajes y la confusión que detona en violencia escénica. (5.5).
Más sobre Tiggy
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here