Estamos ante una película de escasa o nula repercusión, debido a una inexistente publicidad. Y eso a pesar de contar con dos actores, con más o menos nombre, como Laurence Fishburne y Ryan Phillippe, que cumplen a la perfección con su trabajo. Si embargo, la cinta consigue mantenerte atento a la pantalla intentando desentrañar qué es lo que se esconde detrás del secuestro que sufre el protagonista. En algunos momentos puede perder interés, pues se hace algo cansina esa tortura va, tortura viene, a ver si el pájaro canta y averiguamos qué narices pasa. Pese a ello, el filme está bien desarrollado y la historia se ensambla correctamente, contando, además, con un giro final que te deja un buen sabor de boca.
En resumen, una película modesta, de escasos 85 minutos, que se desarrolla principalmente en un único escenario, sin efectos especiales, persecuciones, tiros o luchas, pero que te mantendrá entretenido el 90% de su duración. Si además ves en ella el reflejo de una triste y actual realidad, su elección no te desagradará en absoluto.
Por cierto, espero que la cinta no esté dando una idea a algún desalmado.

¿Comorrrrrrrr? Cual Chiquito de la Calzada me quedé tras terminar el visionado de la cinta y recordar las laudatorias críticas que este filme ha suscitado, sobre todo, en España. Y más anonadado aún al leer cómo parte de esas críticas hablan de unos gags hilarantes. ¡Sacrilegio! Mejor dejemos ese concepto para La Vida de Brian o Un pez llamado Wanda. Y si queremos ser patrios hasta para algunas películas de Esteso, Pajares y Ozores. Pero para Midnight in Paris rotundamente NO.
Algo que consiguió irritarme es su aíre de pedantería y pretenciosidad. Si en Torrente uno se afana en buscar los diversos cameos de famosillos y casposos, aquí sucede lo mismo pero, of course, con ARTISTAS: que si Buñuel, que si Dalí, que si Picasso, que si Scott Fitzgerald. ¡Qué buen gusto que tienes Woody! ¡Y nosotros que creíamos que los americanos eran todos unos palurdos!
Por lo demás, una historia vacía, con una pareja de prometidos a la que cuesta imaginarse, no solo enamorados, sino juntos, dado la diversidad de intereses, aficiones y consideración: ella le hace constantemente de menos. La introducción de la historia del policía, que podría haber dado juego, se queda en casi bochornosa. Los personajes son planos y sin nada de interés, llevándose la palma los padres de la protagonista. Sólo la fotografía de la bella París y la banda sonora salvan del desastre absoluto la última obra maestra del ínclito señor Allen. Pero, por supuesto, es sólo mi opinión. Y estará equivocada. Seguro.

Quizá, vista hoy en día no pase de ser una correcta cinta de policía en busca del susodicho psicópata o un decente thriller futurista. Su historia ha podido ser vista infinidad de veces y no hay sorpresas o giros inesperados, de esos que pueden hacer que des un vuelco en el asiento. Sin embargo, no hay que olvidar que estamos ante una cinta de 1984, donde no existía un Seven, un Sospechosos Habituales o un Memento, es decir, cintas que han condicionado muchísimo la manera que tenemos de acercarnos a este tipo de películas. Por eso hay que contextualizar el filme. Haciéndolo, nos encontramos ante una muy buena película de entretenimiento, que se ve con agrado, disfrutando de unos efectos especiales que, hasta hoy en día, nos parecen más que notables (¡si hasta salen unas arañas cibernéticas al estilo de Minority Report!); unos movimientos de cámara insospechados para la época y unas buenas interpretaciones, destacando entre ellas la de Tom Selleck, un buen actor que, en mi opinión, no ha tenido una carrera de acorde a su talento.
Seguro que en su momento fue todo un hit. Y con toda justicia.
Por cierto, la peli hace un guiño al Vertigo de Don Alfredo.

Imagino que, como casi todos, me acerque a esta cinta con muy buenas vibraciones, llevado por las excelentes críticas oídas y leídas. Sin embargo, como casi siempre, lo que me encontré se alejaba bastante de lo que suponía debía hallar. Ni me resultó graciosa, ni me resultó ingeniosa ni me resultó creible. Ni lo es la historia de amor (todos los días en los coles pasa que adolescentes de 16 años chinguen con compañeros, pero no que niñas tan monas y tan "cool" que oyen a los infumables Stooges y a la sobrevalorada Patti Smith copulen con atontados tirillas, sin el menor atractivo físico y con cara de lelo en el 90% de los planos), ni lo es la reacción de los padres (por muy modernos que sean, es imposible que ni siquiera le hagan el más mínimo reproche, como si quedarte embarazada con esa edad no sea una tragedia), ni lo es la evolución del embarazo (joder, qué imbeciles esas señoras que a pesar de cuidarse, y mucho, pasan un embarazo de lo más penoso, lleno de naúseas, dolores, cambios de humor; esta niña come basura a casi todas horas, conduce en avanzado estado de gestación, no siente en absoluto el profundo cambio hormonal que se le está produciendo; al contrario, de no ser porque alguna vez vomita, poquito, y porque le crece la tripita, nadie diría que está en estado), ni lo es la relación con los futuros padres adoptivos, que, incluso, se podría calificar de acoso. Con todo, lo peor es que, al menos yo, el mensaje que capto es moralmente reprobable: no pasa nada por follar con 16 años, cuando, quizá tu cuerpo esté preparado, pero tu mente no; y, si lo haces, tampoco pasa nada por hacerlo sin preservativo: a esa edad no follarás con tantos/as como para correr el riesgo de coger el sida o cualquier otra enfermedad venérea, y si te quedas embarazada, qué bendición, se lo das a una mujer frustrada por no poder ser madre y te ganas un trocito de cielo. Por cierto, el padre adolescente puede estar todo el tiempo sin responsabilizarse de lo que ha hecho, sin acompañarla a ningún sitio, sin cuidarla ni un momento; da igual, al final la chica todavía se enamorará más de él.

No es una mala película, la banda sonora es muy sugerente y la fotografía es excepcional. Y empieza con un tono humorístico que atrae. Sin embargo, a medida que pasan los minutos la cinta pierde gas, como la gaseosa. Se desvanece el humor y solo queda una presunta trama dramática y de experiencia vital. Y aquí es donde se me apaga la luz (aparte de suceder acontecimientos que no comprendo): ¿por qué narices tenemos la teoría de que nuestro pasado dice mucho de nosotros, que sin nuestro pasado no podemos comprender nuestro presente? Eso, quizá, pueda valer para las sociedades, para los países, pero, desde luego, no para las personas. Yo no conozco absolutamente nada de mi pasado y éste no dice absolutamente nada de mí. Es más, como ya sabía Kant, el tiempo no existe fuera del sujeto cognoscente, de mí. Otorgarle entidad ontológica es un error, una ilusión.