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6.9
2,625
8
19 de mayo de 2021
19 de mayo de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Según el testimonio de un padre dominico amigo de Buñuel en Méjico, a la vez que Don Luis se declaraba una suerte de discípulo del Divino Marqués en cuanto a un irreductible ateismo, profesaba un singular apego a la figura de la Virgen María, a tal punto, afirma el tal dominico, que cuando la conversación tornaba sobre ella se le solían saltar las lágrimas.
Cabría elucubrar que tal peculiar devoción era la manifestación de una particular apuesta de índole pascaliana por parte de Buñuel, por si acaso las patrañas que mienten infiernos y paraisos tuvieren algún fundamento. Conocedor de la puntual disposición de la Virgen en socorrer a los que le muestran reverente fidelidad malgrado las impiedades en las que pudieren incurrir, que mejor que especular con su misericordiosa intercesión para ahuyentar a la turba de diabluchos dispuestos a garrapiñar su buñueliana ánima pecadora a la hora de rendir cuentas.
Ni que decir tiene que lo que precede no pretende ser más que una parodia chistosa del tipo de interpretaciones de las que Buñuel se mofaba cuando sus exegetas se trastornaban el caletre intentando analizar su obra. Entonces ¿Cómo compaginar su aparente afición mariana con su declarado y a todas luces auténtico descreimiento? Pues sencillamente aceptando tal premisa como los fieles creyentes acatan los misterios de la fe sin tratar de elucidarlos, o considerarlo un guiño malicioso del inveterado guasón que nos dibuja su libro de memorias Mon dernier soupir.
En todo caso, en esa curiosa o enigmática dicotomía reside la clave que permite una cabal intelección de La voie lactée, cuyo principio activo es tributar un homenaje a la Madre de Jesús aderezándolo con el coadyuvante de un repaso ilustrativo de heterodoxias y dogmas relativos a la religión católica.
En cuanto a este último aspecto Buñuel ne se anda con tapujos. Ridiculiza con jubilosa ironía tanto las elucubraciones ideadas por herejes como la involuntaria comicidad de los anatemas pronunciados por la Iglesia, la desaforada controversia entre jansenistas y jesuitas o el dogma de la Santísima Trinidad.
Nada del estilo acaece en las numerosas escenas referentes a la Virgen María, sea que se mencionen sus atributos y los prodigios que le asignan, sea que intervenga presencialmente encarnada por la fina estampa de una Edith Scob en la plenidud de su diáfana belleza. Tocada del blanco de la pureza y vestida del azul de la lealtad, de la fidelidad y de los ensueños, su rostro de delicada porcelana irradia apacible serenidad y firmeza. En dichas escenas prevalece una sobria seriedad que evidencia el respeto y la benevolente simpatía que le profesa Buñuel, en particular cuando, fuerza tranquila, alecciona y corrige a un Jesús que por contraste se nos muestra un tanto desenfadado e informal.
Para ilustrar la vertiente milagrera de la Virgen, Buñuel ha elegido con fino criterio el más ingeniosamente pergeñado de los múltiples portentos que la tradición mariana le atribuye, a saber el de la monja escapada de su convento, de quien toma la apariencia y asume los quehaceres hasta el arrepentido regreso de la prófuga. ¡Lástima que ni Gonzalo de Berceo en su Milagros de Nuestra Señora ni Clemente Sánchez en su Libro de los exemplos por ABC hayan recogido este tan difundido prodigio, cuya primera versión conocida data del siglo XII! A título de ejemplos, lo escenifica Zorrilla en Margarita la tornera y Gerónimo de Pasamonte ofrece una magistral reelaboración del mismo en su llamado Quijote de Avellaneda, capítulos XVII al XX. En la película el genial Julien Guiomar caracterizado de cura relata el milagro ante un auditorio embelesado que expresa emocionado su admiración al concluir una narración entreverada con algunos "Écoutez-moi bien!" que le confieren austera y reverente solemnidad.
En absoluto contraste con la escueta sencillez con la que se dignifica esa leyenda, está la escena que ilustra el milagro, incluido éste en los Evangelios, de los ciegos a quienes Jesús permite recobrar la vista, milagro que Buñuel desarticula con insidiosa sorna.
Para los que gozan de la celestial dicha de dominar el celestial idioma francés, tan dulce y sabrosa como una aparición de la Virgen resulta paladear en su versión original la variedad de ricos matices y acentos de la lengua gala en boca del ejército de actorazos ya desaparecidos que prestan su participación en la película, y cuyo desfile conforma un caleidoscopio de la nostalgia.
El gracejo parisino de Paul Frankeur, el sensual cosquilleo producido por el gorgeo de Delphine Seyrig, la sutil untuosidad del habla de Alain Cuny o de Julien Bertheau, la elegante dicción de Jean Piat, Laurent Terzieff o Georges Marchal, la meliflua delicadeza del timbre de voz de Michel Piccoli en su aparición como Marqués de Sade... y tantos otros que bien merecido tendrían formar parte de una compañía de representantes dedicada a deleitar el eterno ocio del Altísimo y de su séquito de Elegidos.
Cabría elucubrar que tal peculiar devoción era la manifestación de una particular apuesta de índole pascaliana por parte de Buñuel, por si acaso las patrañas que mienten infiernos y paraisos tuvieren algún fundamento. Conocedor de la puntual disposición de la Virgen en socorrer a los que le muestran reverente fidelidad malgrado las impiedades en las que pudieren incurrir, que mejor que especular con su misericordiosa intercesión para ahuyentar a la turba de diabluchos dispuestos a garrapiñar su buñueliana ánima pecadora a la hora de rendir cuentas.
Ni que decir tiene que lo que precede no pretende ser más que una parodia chistosa del tipo de interpretaciones de las que Buñuel se mofaba cuando sus exegetas se trastornaban el caletre intentando analizar su obra. Entonces ¿Cómo compaginar su aparente afición mariana con su declarado y a todas luces auténtico descreimiento? Pues sencillamente aceptando tal premisa como los fieles creyentes acatan los misterios de la fe sin tratar de elucidarlos, o considerarlo un guiño malicioso del inveterado guasón que nos dibuja su libro de memorias Mon dernier soupir.
En todo caso, en esa curiosa o enigmática dicotomía reside la clave que permite una cabal intelección de La voie lactée, cuyo principio activo es tributar un homenaje a la Madre de Jesús aderezándolo con el coadyuvante de un repaso ilustrativo de heterodoxias y dogmas relativos a la religión católica.
En cuanto a este último aspecto Buñuel ne se anda con tapujos. Ridiculiza con jubilosa ironía tanto las elucubraciones ideadas por herejes como la involuntaria comicidad de los anatemas pronunciados por la Iglesia, la desaforada controversia entre jansenistas y jesuitas o el dogma de la Santísima Trinidad.
Nada del estilo acaece en las numerosas escenas referentes a la Virgen María, sea que se mencionen sus atributos y los prodigios que le asignan, sea que intervenga presencialmente encarnada por la fina estampa de una Edith Scob en la plenidud de su diáfana belleza. Tocada del blanco de la pureza y vestida del azul de la lealtad, de la fidelidad y de los ensueños, su rostro de delicada porcelana irradia apacible serenidad y firmeza. En dichas escenas prevalece una sobria seriedad que evidencia el respeto y la benevolente simpatía que le profesa Buñuel, en particular cuando, fuerza tranquila, alecciona y corrige a un Jesús que por contraste se nos muestra un tanto desenfadado e informal.
Para ilustrar la vertiente milagrera de la Virgen, Buñuel ha elegido con fino criterio el más ingeniosamente pergeñado de los múltiples portentos que la tradición mariana le atribuye, a saber el de la monja escapada de su convento, de quien toma la apariencia y asume los quehaceres hasta el arrepentido regreso de la prófuga. ¡Lástima que ni Gonzalo de Berceo en su Milagros de Nuestra Señora ni Clemente Sánchez en su Libro de los exemplos por ABC hayan recogido este tan difundido prodigio, cuya primera versión conocida data del siglo XII! A título de ejemplos, lo escenifica Zorrilla en Margarita la tornera y Gerónimo de Pasamonte ofrece una magistral reelaboración del mismo en su llamado Quijote de Avellaneda, capítulos XVII al XX. En la película el genial Julien Guiomar caracterizado de cura relata el milagro ante un auditorio embelesado que expresa emocionado su admiración al concluir una narración entreverada con algunos "Écoutez-moi bien!" que le confieren austera y reverente solemnidad.
En absoluto contraste con la escueta sencillez con la que se dignifica esa leyenda, está la escena que ilustra el milagro, incluido éste en los Evangelios, de los ciegos a quienes Jesús permite recobrar la vista, milagro que Buñuel desarticula con insidiosa sorna.
Para los que gozan de la celestial dicha de dominar el celestial idioma francés, tan dulce y sabrosa como una aparición de la Virgen resulta paladear en su versión original la variedad de ricos matices y acentos de la lengua gala en boca del ejército de actorazos ya desaparecidos que prestan su participación en la película, y cuyo desfile conforma un caleidoscopio de la nostalgia.
El gracejo parisino de Paul Frankeur, el sensual cosquilleo producido por el gorgeo de Delphine Seyrig, la sutil untuosidad del habla de Alain Cuny o de Julien Bertheau, la elegante dicción de Jean Piat, Laurent Terzieff o Georges Marchal, la meliflua delicadeza del timbre de voz de Michel Piccoli en su aparición como Marqués de Sade... y tantos otros que bien merecido tendrían formar parte de una compañía de representantes dedicada a deleitar el eterno ocio del Altísimo y de su séquito de Elegidos.
7
13 de marzo de 2017
13 de marzo de 2017
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La cinta fue rodada en 1964 pero estrenada sólo tres años más tarde. Le sirven de sugerente marco para sus exteriores las comarcas cántabras de Comillas, San Vicente de la Barquera y Santillana del Mar. Buenos decorados interiores, donde llama especialmente la atención la cocina rústica y sus enseres de otro tiempo, morillos, llarizos, trébedes y calentador de cobre entre otros más.
Nuestra peli es buen ejemplo de que con pocos medios pero con buena maña se pueden conseguir resultados apreciables en el género policiaco.
Balcázar será más tarde autor del desaforado guión de Superargo contro Diabolikus, pero el que maneja aquí se distingue por su elegante ingeniosidad. La trama es clásica, una variante del caso de sucesivas desapariciones que acaecen en un entorno que involucra a un pequeño núcleo de personajes, pero tan habilmente desarrollada, que mantiene vivo el misterio hasta un desenlace que logra sorprender y convencer, ganándose un merecido aplauso... bueno por lo menos el mío, pues ha conseguido despistarme llevándome por derroteros paralelos a ciertos otros ya transitados por Agatha Christie.
En una atmósfera cautivadora por su inquietante quietud, se mueven personajes certeramente acuñados con el respaldo de diálogos que jamás desentonan. Cabe destacar la soberbia escenificación de la sofocante sujeción que el padre ejerce sobre la familia, cuando durante la cena inaugural machaca a sus hijos en un alarde de gozoso sadismo. Atisbos de fina psicología no faltan, por ejemplo con el súbito envalentonamiento del primogénito tras la desaparición del padre.
La música de estilo suavemente serial se aviene con la tonalidad del conjunto, aunque en alguna secuencia se torne demasiado alborotada.
Buen elenco de actores, bien dirigidos, con un sobresaliente Carlos Lemos. Encantadora en su papel de doncellita mansa Sara Lezana, que el mismo año protagonizaría un sensual bailoteo en El extraño viaje. Lástima que Óscar Monzón no haya conseguido hacer carrera, tenía buena pinta para galán.
Nuestra peli es buen ejemplo de que con pocos medios pero con buena maña se pueden conseguir resultados apreciables en el género policiaco.
Balcázar será más tarde autor del desaforado guión de Superargo contro Diabolikus, pero el que maneja aquí se distingue por su elegante ingeniosidad. La trama es clásica, una variante del caso de sucesivas desapariciones que acaecen en un entorno que involucra a un pequeño núcleo de personajes, pero tan habilmente desarrollada, que mantiene vivo el misterio hasta un desenlace que logra sorprender y convencer, ganándose un merecido aplauso... bueno por lo menos el mío, pues ha conseguido despistarme llevándome por derroteros paralelos a ciertos otros ya transitados por Agatha Christie.
En una atmósfera cautivadora por su inquietante quietud, se mueven personajes certeramente acuñados con el respaldo de diálogos que jamás desentonan. Cabe destacar la soberbia escenificación de la sofocante sujeción que el padre ejerce sobre la familia, cuando durante la cena inaugural machaca a sus hijos en un alarde de gozoso sadismo. Atisbos de fina psicología no faltan, por ejemplo con el súbito envalentonamiento del primogénito tras la desaparición del padre.
La música de estilo suavemente serial se aviene con la tonalidad del conjunto, aunque en alguna secuencia se torne demasiado alborotada.
Buen elenco de actores, bien dirigidos, con un sobresaliente Carlos Lemos. Encantadora en su papel de doncellita mansa Sara Lezana, que el mismo año protagonizaría un sensual bailoteo en El extraño viaje. Lástima que Óscar Monzón no haya conseguido hacer carrera, tenía buena pinta para galán.

5.0
38
5
4 de marzo de 2017
4 de marzo de 2017
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el prólogo a su traducción de Arauco domado, el literato francés Laurent Angliviel de La Beaumelle resume con penetrante acuidad el sentimiento que impera a la hora de juzgar a Lope de Vega dramaturgo: no hay autor que haya escrito tantas buenas escenas, pero tampoco lo hay que haya escrito tantas malas comedias.
Ese melancólico dictamen le va de perlas a La moza del cántaro, y por ende a su adaptación cinematográfica, cuyo argumento contiene todo un repertorio de situaciones y lances tópicos, muy traidos y llevados por nuestros autores del XVII, que confieren al conjunto una impresión de literatura fosilizada.
Tenemos a la mujer arrojada que con paños de hombre resuelve un duelo a su favor, y que luego asume el papel de mujer de alta alcurnia que se tira por los caminos y que, mentida de criada, suscita innato respeto por una parte, amores nobles por otra, sin que falte la intervenvención in extremis del rey para resolver el enredo tal un deus ex machina.
En La gran aventura de Silvia, de George Cukor, el porte andrógino de Katharine Hepburn logra dotar de verosimilitud su papel de mujer disfrazada de chico, condición sine qua non para que el espectador no se distancie de la narración y aprecie la sal de la escena en la que Gary Grant la trata en plan de viril camaradería.
En nuestra peli por el contrario, resulta imposible de toda imposibilidad imaginar que nadie pueda tomar a Paquita Rico, con su carita mofletuda de chavala rolliza, por un joven mancebo, máxime con esa vestimenta que le marca caderas y tetas y que le ciñe culazo y patorras de jamona.
Una auténtica lástima, porque ese desfase echa a perder los famosos destellos de genio a los que alude La Beaumelle, que nunca faltan en el teatro de Lope aun en las peores de sus malas comedias.
La escena en la que la heroina disfrazada se ve obligada a compartir aposento con su acompañante, y la siguiente en la que es requerida de amores por una sirvienta de la venta, constituyen dos burbujas de deliciosa comedia, pero cuyo encanto rompe la mera apariencia física de Paquita Rico.
Con la actriz adecuada resaltarían como es debido la chispeante gracia, el juvenil primor y el adecuado tempo con los que se capean esas situaciones en la película.
Aunque se trate de una adaptación en prosa de una obra en verso, esas dos escenas, joyas enquistadas en vil metal, son un fiel refejo de la capacidad que Lope llevaba en sí de ser el igual de Shakespeare, eventualidad que no cuajó por su incuria en canalizar su portentosa facilidad, esos nervios creadores que le compelían a producir sin tregua ni descanso, a vuela pluma y sin ton ni son tantas veces.
Ese melancólico dictamen le va de perlas a La moza del cántaro, y por ende a su adaptación cinematográfica, cuyo argumento contiene todo un repertorio de situaciones y lances tópicos, muy traidos y llevados por nuestros autores del XVII, que confieren al conjunto una impresión de literatura fosilizada.
Tenemos a la mujer arrojada que con paños de hombre resuelve un duelo a su favor, y que luego asume el papel de mujer de alta alcurnia que se tira por los caminos y que, mentida de criada, suscita innato respeto por una parte, amores nobles por otra, sin que falte la intervenvención in extremis del rey para resolver el enredo tal un deus ex machina.
En La gran aventura de Silvia, de George Cukor, el porte andrógino de Katharine Hepburn logra dotar de verosimilitud su papel de mujer disfrazada de chico, condición sine qua non para que el espectador no se distancie de la narración y aprecie la sal de la escena en la que Gary Grant la trata en plan de viril camaradería.
En nuestra peli por el contrario, resulta imposible de toda imposibilidad imaginar que nadie pueda tomar a Paquita Rico, con su carita mofletuda de chavala rolliza, por un joven mancebo, máxime con esa vestimenta que le marca caderas y tetas y que le ciñe culazo y patorras de jamona.
Una auténtica lástima, porque ese desfase echa a perder los famosos destellos de genio a los que alude La Beaumelle, que nunca faltan en el teatro de Lope aun en las peores de sus malas comedias.
La escena en la que la heroina disfrazada se ve obligada a compartir aposento con su acompañante, y la siguiente en la que es requerida de amores por una sirvienta de la venta, constituyen dos burbujas de deliciosa comedia, pero cuyo encanto rompe la mera apariencia física de Paquita Rico.
Con la actriz adecuada resaltarían como es debido la chispeante gracia, el juvenil primor y el adecuado tempo con los que se capean esas situaciones en la película.
Aunque se trate de una adaptación en prosa de una obra en verso, esas dos escenas, joyas enquistadas en vil metal, son un fiel refejo de la capacidad que Lope llevaba en sí de ser el igual de Shakespeare, eventualidad que no cuajó por su incuria en canalizar su portentosa facilidad, esos nervios creadores que le compelían a producir sin tregua ni descanso, a vuela pluma y sin ton ni son tantas veces.
8
2 de febrero de 2020
2 de febrero de 2020
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La revista Caimán elaboró en 2016 una lista de las "100 mejores películas españolas", aunque en realidad ascienden a 455 los títulos propuestos.
Resulta llamativo que 7 de las 10 mejores, entre ellas las 3 que acaparan el podio, daten de la época en que España estaba sometida a un régimen autoritario, que la conformista y borreguil estulticia que impera en nuestros tiempos pretende pintarnos como una dictadura en la que una feroz censura amordazaba las comezones creadoras.
Cerrado por asesinato, película rodada durante aquellos supuestos años de plomo, no figura en la lista, y se me antoja que injustamente dados los muchos bodrios que dicha lista comporta. En sus diálogos se citan las revistas La Codorniz y El Caso, que bastarían a demostrar que la censura que achacan al régimen franquista se soslayaba con harta facilidad y no pasaba de consistir en un mero juego del escondite en el cual los inquisidores salían a menudo burlados... a veces con su complicidad.
Época aquella en que con muy buen criterio las autoridades decretaban medidas para preservar al idioma de las desaforadas anglo-franchuterías que lo están gangrenando en nuestros días. Un eco apagado de ello apunta cuando Rafael Alonso le espeta a su mujer "¡No digas suspense!" al querer ella calificar el tipo de novela a la que es aficionada; natural... pudiendo sencillamente decir suspensión.
El bajo presupuesto con el que contó la producción queda comicamente manifiesto cuando, junto al consabido frasco de sifón que nunca faltaba por aquel entonces, la botella de Johnnie Walker Red Label aparece medio rellena de un líquido transparente. Sin embargo, el buen talante y talento logran suplir esa falta de medios, ya que la película constituye un brillante ejercicio de equilibrio entre comedia ligera y opresivo planteamiento dramático.
El ingenioso guión ideado por César Torre, al que un guiño de los diálogos cita junto a Edgar Wallace y Agatha Christie, está sabiamente aprovechado por el director merced a un riguroso andamiaje de escenas, aunque bien es cierto que el consumado aficionado a la representación fílmica de tramas policiacas no dejará de percibir las pequeñas trampas que pretenden inducirle a falsas conclusiones ¡Son tantas las cintas de intriga rodadas desde 1961!
Una película de esta índole correría el riesgo de irse por la vía de Tarifa a no estar sostenida por la relojería de actuaciones milimetradas, lo cual es el afortunado caso. El elenco cuenta con la bonachona y simpática estampa de Félix Dafauce, la deliciosa piripi metomentodo Mara Cruz, la elegante bizarría de Alfredo Mayo y su "físico 100 por 100 nacional" según su propio dictamen, y ante todo y sobre todo la soberbia actuación de Rafael Alonso, cuya sobria justedad merece o exige el juicio de perfecta. Tratando de resaltar la importancia de una adecuación entre tipo de actor y papel asumido, elucubré a posteriori sobre el bochornoso esperpento que presumiblemente hubiese resultado la película con López Vázquez en el puesto de Alonso. Sus insufribles aspavientos y mímicas corrían el albur de convertir esta recóndita joya del cine patrio en una españolada mamarracha.
Resulta llamativo que 7 de las 10 mejores, entre ellas las 3 que acaparan el podio, daten de la época en que España estaba sometida a un régimen autoritario, que la conformista y borreguil estulticia que impera en nuestros tiempos pretende pintarnos como una dictadura en la que una feroz censura amordazaba las comezones creadoras.
Cerrado por asesinato, película rodada durante aquellos supuestos años de plomo, no figura en la lista, y se me antoja que injustamente dados los muchos bodrios que dicha lista comporta. En sus diálogos se citan las revistas La Codorniz y El Caso, que bastarían a demostrar que la censura que achacan al régimen franquista se soslayaba con harta facilidad y no pasaba de consistir en un mero juego del escondite en el cual los inquisidores salían a menudo burlados... a veces con su complicidad.
Época aquella en que con muy buen criterio las autoridades decretaban medidas para preservar al idioma de las desaforadas anglo-franchuterías que lo están gangrenando en nuestros días. Un eco apagado de ello apunta cuando Rafael Alonso le espeta a su mujer "¡No digas suspense!" al querer ella calificar el tipo de novela a la que es aficionada; natural... pudiendo sencillamente decir suspensión.
El bajo presupuesto con el que contó la producción queda comicamente manifiesto cuando, junto al consabido frasco de sifón que nunca faltaba por aquel entonces, la botella de Johnnie Walker Red Label aparece medio rellena de un líquido transparente. Sin embargo, el buen talante y talento logran suplir esa falta de medios, ya que la película constituye un brillante ejercicio de equilibrio entre comedia ligera y opresivo planteamiento dramático.
El ingenioso guión ideado por César Torre, al que un guiño de los diálogos cita junto a Edgar Wallace y Agatha Christie, está sabiamente aprovechado por el director merced a un riguroso andamiaje de escenas, aunque bien es cierto que el consumado aficionado a la representación fílmica de tramas policiacas no dejará de percibir las pequeñas trampas que pretenden inducirle a falsas conclusiones ¡Son tantas las cintas de intriga rodadas desde 1961!
Una película de esta índole correría el riesgo de irse por la vía de Tarifa a no estar sostenida por la relojería de actuaciones milimetradas, lo cual es el afortunado caso. El elenco cuenta con la bonachona y simpática estampa de Félix Dafauce, la deliciosa piripi metomentodo Mara Cruz, la elegante bizarría de Alfredo Mayo y su "físico 100 por 100 nacional" según su propio dictamen, y ante todo y sobre todo la soberbia actuación de Rafael Alonso, cuya sobria justedad merece o exige el juicio de perfecta. Tratando de resaltar la importancia de una adecuación entre tipo de actor y papel asumido, elucubré a posteriori sobre el bochornoso esperpento que presumiblemente hubiese resultado la película con López Vázquez en el puesto de Alonso. Sus insufribles aspavientos y mímicas corrían el albur de convertir esta recóndita joya del cine patrio en una españolada mamarracha.

5.6
845
1
3 de febrero de 2017
3 de febrero de 2017
12 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ya noté en otras ocasiones que los menús propuestos por Garci me repetían, pero con esta Asignatura aprueba a lo grande su melancólico destino de provocar empachera de vana verborrea e insoportable cursilería.
A medida que transcurría el rollazo, imaginaba a Garci rebutido en el sillón de su despacho, recreándose muy ufano con la elaboración de sus rebuscadas galanuras de pacotilla.
Y me veía a mí mismo, delante de la tele, echándole constantes ojeadas al reloj, presa de tics nerviosos en mi emperrado empeño de llevar a cabo el ejercicio de masoquismo que supone consumir hasta el final tal desabrido plato.
Algo debe de haber podrido en los entresijos de los Goya para que le hayan otorgado uno a este bodrio.
A medida que transcurría el rollazo, imaginaba a Garci rebutido en el sillón de su despacho, recreándose muy ufano con la elaboración de sus rebuscadas galanuras de pacotilla.
Y me veía a mí mismo, delante de la tele, echándole constantes ojeadas al reloj, presa de tics nerviosos en mi emperrado empeño de llevar a cabo el ejercicio de masoquismo que supone consumir hasta el final tal desabrido plato.
Algo debe de haber podrido en los entresijos de los Goya para que le hayan otorgado uno a este bodrio.
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