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Críticas 23
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
4
4 de julio de 2018
2 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Camarón: flamenco y revolución, Alexis Morante se aproxima a una figura que, por carácter icónico y significado cultural, ha trascendido el ámbito de la música popular para entrar a figurar en el terreno del mito. Camarón no es solo un cantaor flamenco, más o menos tradicional, más o menos innovador. Camarón es la imagen acabada de un pueblo, una figura que condensa la representación imaginaria del pueblo gitano en un ámbito global, planetario.

En su nuevo film, Morante presenta a Camarón desde un lado personal, encara la representación de su figura humana para trasladarnos la visión de una genialidad y, en esta representación, desarrolla un discurso cronológico, en el que monta material de archivo en una narración que avanza de hito en hito, guiada por una voz over didáctica y omnipresente, quizás esperando que a partir de la unión narrativa se manifieste la historia. Es este un terreno peligroso. En estos casos, la hagiografía siempre está al acecho. Con todo, Morente se adentra sin miedo en un material que impresiona aunque, tristemente, acaba devorado por la calidad de su propio archivo.

El mérito de Camarón: flamenco y revolución es puramente anecdótico. Morante ha conseguido reunir una cantidad de vídeos y material audiovisual de primer orden, con el que consigue reconstruir al Camarón persona de manera excepcional. Es decir, se trata de un material que refleja a Camarón en una serie de imágenes inéditas que nos permiten aproximarnos a momentos personales, privados, a su éxito y su fracaso en el escenario, a su música y a su vivencia en primera persona del flamenco, del cante como expresión profunda del ser gitano. El filme se justifica solo por poder acceder a este material.

Sin embargo, parece que Morante no tuviera más interés que mostrarnos un repertorio excepcional de imágenes. Nada en el discurso del filme trasciende el archivo, el documento, para adentrarse en la historia, el análisis del documento. La disposición narrativa mediante un montaje simple en todos los aspectos, sin adoptar ninguna posición discursiva ni analítica y sin someter las imágenes a ningún tipo de tensión o de dialéctica, hace que se pierda la oportunidad de encontrar puntos de fuga desde los que adentrarse en el significado del Camarón como figura cultural. Así se hace la historia, el discurso presente sobre el pasado. No se trata de escribir una biografía y mucho menos de ensalzar los valores de una persona o de acumular anécdotas que permitan al espectador acercarse a su carácter. Muy al contrario, se trata de analizar qué representa Camarón en su propia cultura y cómo es percibido fuera de esta cultura, qué significados moviliza y difunde y cómo se relacionan estos significados con la ideología dominante y con la voluntad de autorrepresentación de los grupos subalternos, es decir, qué códigos se ponen en funcionamiento a la hora de proyectar socialmente la figura de Camarón.

Nada de esto hay en Camarón: flamenco y revolución. Nada que transcienda de la figura personal a la estructura social. Ningún momento en que la cámara se aparte del Camarón centro de todas las miradas para detenerse en su público, el que lo vivió como figura del momento y el que lo vive ahora elevado a leyenda. A mito. Este era justamente el paso que daba, hace ya más de una década, Isaki Lacuesta en su prodigiosa La leyenda del tiempo, reconstrucción de la misma figura de la cultura popular que es Camarón para abordar su conversión en mito, pero lo hace situándose muy por encima del modelo biopic de Morante para observar cómo ese mito se imbrica en la vida de las personas y de los grupos sociales, cómo los marcan y los configuran. Al contrario que Morante, Lacuesta busca la recepción de Camarón por parte de la cultura en la que desarrolló y su pervivencia en un imaginario colectivo que se apropia de ella y la funde en el conjunto de figuras y mitos que conforman ese imaginario, al mismo tiempo que elabora una reflexión sobre los simulacros que generan esos mitos.

Mientras que Morante no dejaba de representar un cliché cansino, snob, folclorista y degradante sobre los gitanos, Lacuesta era capaz de traer al frente de la representación la composición amplia del pueblo gitano y la variedad de sus formas de integración. Desde esta compleja aproximación sociológica podía llegar a hacernos ver cómo siempre hay una parte fundamental del mito que permanece inaccesible, imposible de aprehender. Como las nuevas formas culturales de lo kitsch solo pueden acceder al nivel más superficial del mito, nunca a la esencia de lo popular, también porque hay una línea social que lo impide y que cineastas como Morante no están dispuestos a traspasar. El conocimiento que genera sobre la propia figura de Camarón viene construido desde la superficialidad y el espectáculo, y en realidad, es identificable con su construcción mediática.

Si Lacuesta reflexionaba sobre la recuperación espectacular de las figuras de la cultura popular y su comprensión en tiempos posmodernos, y cómo los medios de masas institucionalizan determinadas figuras, que son profanadas y desactivadas en el consumo y el espectáculo, el filme de Morante se convierte en un ejemplo demasiado evidente de esta recuperación, demostrando, sin quererlo, hasta qué punto la figura de Camarón se ha convertido en un objeto de consumo, reduciéndola a una serie de clichés culturales universalmente comprensibles que garanticen su reproductibilidad continuada. Camarón: flamenco y revolución asienta definitivamente al cantaor como una figura que solo puede ser consumida desde lo retro y la fascinación nostálgica.

http://www.elespectadorimaginario.com
10 de marzo de 2017
16 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ir al cine a ver un atajo de referencias posmo kitsch de lo más automolón a la cultura popular "a-ver-si-lo-acertais" unidas a unas cuantas citas como-muy-new-age a varias tradiciones religiosas (y es que cansa tanto tanta reacción espiritualista, impagable lo del Yggdrasil) y un mensaje social evidente y deplorable en su fascismo esencialista, su lucha del todos contra todos, el pobre contra el yonki, y todo así removido y remezclado en una narrativa de manual de curso-de-acceso-al-guión y un dibujo amanerado, ya cansino, una animación sin sentido por mucha psiconáutica que se pretenda.

Esta es la definición del puro dolor de un jueves por la noche. Perder el tiempo en semejante despropósito aberrante de la mente humana. Al salir me enteré de que habia ganado un Goya y ahí sí que ya lo vi claro, ahí si que lo entendí todo.

Al llegar a casa me puse al azar un fragmento de la Princesa Kaguya y el mundo ya volvió a ser redondo.
16 de septiembre de 2013
8 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
El otro día, después de doce o trece años, pude volver a ver este filme. Lo volví a ver recordando apenas las escenas grandilocuentes de los soliloquios de Bela. Y la he vuelto a ver, y ahora, ya no con la perspectiva de los años pasados, si no también del peso de la obra de Tim Burton, se me abren nuevas reflexiones.

Pocas veces se ha asistido en el cine a una falta de respeto tan infame como la que aquí desarrolla el señorito Tim. En un momento en el que se creía el nuevo super autor del nuevo Hollywood, Burton se permite reafirmar su posición autoral y lo hace rebajando e insultando a un artesano cualquiera, que hacía películas de encargo sin mayor trascendencia para sesiones dobles, todo con un aura kitsch de "recuerdo el pasado como me da la gana" muy posmoderna, pero muy falsa.

Los delirios de grandeza de Ed Wood, si son reales, no justifican el ataque abasallador que le dirige Burton, y menos con lo que implica de posición estética (hablamos de Hollywood, por lo que queremos decir política) en su elección y en las ausencias que implica. ¿Era Ed Wood un director tan malo y tan idiota que no repetía tomas en las que un gordo tropezaba con una puerta o era un fulano cualquiera que debía grabar un número desorbitado de escenas por día y que tenía los metros de celuloide tasados al centímetro? Evidentemente, lo segundo, pero al niño mimado de la superficialidad kitsch de los felices noventa solo le interesa reirse de un fulano más pobre que él.

Porque, y aquí las ausencias, Burton podría perfectamente haber elegido cualquier ejemplo de gran cine de los años cincuenta, pero eso le habría significado la incómoda posición de enfrentarse a la oficialidad (estética, pero hablamos de Hollywood, por lo que queremos decir política) que lo encumbró a él mismo, no lo olvidemos. Podría haber escogido al John Ford alcoholizado filmando un bodrio como Centauros del desierto, que contiene errores que no por admitidos dejan de ser más infames que la cuerda del platillo colándose en plano en Plan 9. Pensemos en esa escena patética del río y los indios siendo perseguidos. Buffffff. Y no olvidemos que John Ford no sabía ni encuadrar, ni diseñar unas luces ni tenía la más mínima idea de alteraciones de la narración mediante el montaje, o que extradiegético como mucho le sonaría a amenaza comunista. No, John Ford simplemente trasmitió la ideología dominante de la manera más burda, y eso Burton no puede ni siquiera percibirlo, porque él ha hecho exactamente lo mismo. Y es por eso que un tipo que no tiene más interés que rodar unos metros de película para que la gente se divierta en una sesión doble (no lo olvidemos, apenas una excusa para el roce carnal adolescente en la oscuridad) le parezca repugnante.

Y he aquí, entonces, la pregunta: realmente es Tim Burton mejor director que Ed Wood? Ver este filme es la prueba de que no, pero recordar sus infamantes Sleepy Hollow, El planeta de lso simios o Sombras tenebrosas ya ayudan a asentar mejor la idea de que, en realidad, es peor.

Y para rematar, vamos con dos anécdotas. El pijo de Burton coloca en lugar central una escena donde un público terriblemente enfadado ataca la pantalla durante una proyección de, creo, Bride of the monster. No puede haber mayor humillación, claro, pero Tim Burton también podía dedicarse a recopilar las veces que esto mismo le ha ocurrido a él. Yo mismo he vivivo, he participado, con gusto y alegría, de una de estas ocasiones, durante una proyección de Sleepy Hollow.

Por otro lado, a Kelly Reichardt se le cuela un micro en plano en una escena de Meek's cutoff. Kelly Reichardt desarrolla más talento en cada plano de ese filme que en toda la filmografía de Tim Burton y otros 42 fraudes como él.

Pero el cine vivirá, y Tim Burton acabará en el rincón más infame de la historia: las recopilaciones de listas de taquilla.
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