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Críticas 100
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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28 de junio de 2019 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
En mi crítica a «Luna nueva», deliciosa comedia clásica de este mismo director, me arrojé a la piscina sentenciando que me parecía la mejor comedia de todos los tiempos. Otro tanto hago ahora para hablar de «Río Bravo», película que me parece la cumbre del más cumbre de todos los géneros: el Western. ¡Qué difícil sería tener que elegir un solo Western para llevarnos a la famosa y proverbial isla desierta! En todo caso, creo que solo con permiso de «Centauros del desierto» me permitiría elegir otra que no fuera la inmortal «Río Bravo».

Si algo ha caracterizado a Howard Hawks (además de su perfección formal, de su tremenda versatilidad para encarar con maestría los más diversos géneros, la elegancia de su estilo, su muy acertada elección de actores…, en fin, todo un abanico de virtudes) es su capacidad para subvertir o transgredir las normas básicas de muchos de los géneros que tocó y en los que creó verdadera escuela. Le pegó un importante revolcón a la comedia clásica con películas como «La fiera de mi niña» (1938), «Luna nueva» (1940) o «Bola de fuego» (1941); posteriormente implantó unas nuevas normas estructurales en el cine negro con «El sueño eterno» (1946); además, ya había inventado el cine de gánsteres con «Scarface, el terror de hampa» (1932), con lo cual probablemente estemos hablando del cineasta total. Y esta afirmación gana fuerza cuando vemos que en 1959 se dispuso a contar una especie distinta de historia del Oeste, ya que en ese aspecto «Río Bravo» se desmarca claramente de muchas de aquellas películas que son referencia en el género.

«Río Bravo» nos ofrece una excelente historia ambientada en tres escenarios básicos: el hotel, la cárcel y la calle principal del pequeño pueblo que da nombre a la película. El abanico de personajes nos entrega a un sheriff comprometido y testarudo (mítico John Wayne, como de costumbre) y a un grupo de ayudantes muy dispar: Stumpy, el anciano cascarrabias pero fiel hasta la muerte magistralmente interpretado por Walter Brennan; «Dude», el alcohólico en busca de la redención que se saca de la manga un sorprendente Dean Martin; y «Colorado» Ryan, el joven cantarín pero de gran personalidad que encarna un solvente Ricky Nelson. Los cuatro se propondrán mantener indemne el concepto de justicia en el problemático pueblecito de Río Bravo, donde la fuerza y la influencia social del clan de los Burdette pondrán en jaque la resistencia de estos héroes.

Creo que sería ocioso ahondar en los detalles de la historia que ya todos conocemos. Solo decir que Hawks inventa aquí un nuevo concepto de película del Oeste, que quizá podríamos llamar «Western claustrofóbico», por la opresión que genera la tenaz resistencia de los «buenos» en la oficina del sheriff Chance. También cabe destacar la enorme habilidad del director para introducir una maravillosa historia de amor en la trama gracias al delicioso personaje de «Feathers» (irresistible Angie Dickinson, incluso para el tipo más duro del Oeste). Y también, y no menos importante, la recreación de uno de los mejores tiroteos que registra la historia de este impagable género cinematográfico. La precisión visual del enfrentamiento final bien podría servir como paradigma de la excelencia absoluta del film en todos sus otros aspectos.

Sí: la película favorita de Tarantino y de muchos otros. Uno más de los «mitos hechos celuloide», una película monumental que nos sirve para apreciar lo flexibles que pueden ser algunos géneros cuando lo que se maneja es una buena historia. Una muestra más de la estampa de Wayne y de la genialidad de uno de los cineastas más completos y versátiles de la historia del cine. Tan simple como decir que es, sin duda alguna, el mejor Western de todos los tiempos.

Excelente.

Aclaración importante: cualquiera que revise mis listas podrá comprobar que en todos los casos («Mis películas favoritas», «Mis Westerns favoritos») siempre coloco a «Centauros del desierto» por encima de «Río Bravo», a pesar de lo que afirmo en el título de esta crítica. No se trata de una incoherencia, sino del hecho curioso de que considero que «Centauros del desierto» quizá no sea un Western… Es más: puede que ni siquiera sea una película…
8 de enero de 2019 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Son maravillosos los resultados que puede arrojar el género musical cuando combina a la perfección su vertiente argumental con los números de baile especialmente diseñados para coreografiar la intrahistoria. Producen una sensación de disfrute en el espectador que va más allá de la asimilación de la historia, ya que involucra también buena parte de su implicación emocional con la tarea, no siempre pasiva, de la contemplación. Esto es lo que ocurre con «West Side Story», un musical atípico pero absolutamente magistral. Es verdad que muchos podrían argumentar que la historia es demasiado simple y que peca de inverosímil en muchos pasajes, pero la característica principal del género, el vehículo mediante el cual hace llegar su mensaje al espectador, no pasa por la complejidad del argumento ni por la justeza de su guion, sino por la habilidad con la que conjuga discurso y espectáculo. Si nos ponemos a pensar, muchas de nuestras óperas favoritas, como pueden ser «Turandot» o «Rigoletto», también se basan en tramas simples y minimalistas, pero es la yuxtaposición entre historia, música y puesta en escena lo que las convierte en obras maestras. Y además, por si fuera poco, la base argumental que sostiene a «West Side Story» no es otra que una de las obras más emblemáticas del más emblemático de los dramaturgos.

Pero «West Side Story» es mucho más, en mi opinión, que la adaptación de «Romeo y Julieta» al entorno de un barrio marginal de Manhattan. Esta película plantea, con su colorido, su portentosa banda sonora y sus audaces coreografías, un buen manojo de reflexiones acerca de ciertos aspectos de la sociedad que no podemos pasar por alto: la inmigración, la xenofobia, la violencia, el conocimiento del amor y, sobre todas estas cosas, el mundo juvenil y post-adolescente del entorno geográfico, con madres prostitutas y padres borrachos, con autoridades abusivas y desconfiadas e instituciones públicas indiferentes, con un modelo de sociedad que ya desde entonces basaba sus preceptos en el individualismo y la hipocresía, un cosmos desagradable que el film retrata de forma diáfana e inexorable a través de unos diálogos punzantes y unas letras incisivas, a la vez que sumamente artísticas.

Es notable el hermetismo que se aprecia en torno al mundo de los jóvenes que recorren las calles, que se refugian en garajes, que trepan por interminables escaleras de incendio y vallas de alambradas, que juegan al baloncesto en los patios públicos y que se reúnen en un tugurio desvencijado. Hasta tal punto que sólo se observan muy ligeros atisbos del mundo de los adultos, alguna cabeza esporádica que asoma a través de una ventana o la voz de un padre portorriqueño que se oye desde un balcón en penumbras. Por lo demás, el universo de los adultos sólo se manifiesta a través del teniente Schrank (quien, como el príncipe de Verona en el drama shakesperiano, hará todo lo posible por mantener la paz), el agente Krupke y Doc, el dueño del bar. El resto del entorno pertenece a los jóvenes, escenificando esa cerrazón propia de las edades tempranas en las que el ámbito vital parece reducirse a las vivencias más inmediatas.

Los números musicales, el verdadero corazón de la película, son de una intrepidez artística realmente espectacular. La escena inicial, con los «Jets» y los «Sharks» enfrentándose en el parque en una pelea coreografiada, desafía cualquier convencionalismo del género. El fantástico número «America», desarrollado en la azotea, nos ofrece una canción pegadiza e inmortal para retratar las dos caras de la moneda americana en la realidad de los inmigrantes: por un lado, la libertad para pensar y decir lo que uno quiera; por otro, esa misma libertar coartada por los prejuicios y las ofuscaciones raciales. «Cool», sin duda el más complejo de todos los números, ofrece un momento de catarsis tras la desgracia, una manera de estallar hacia dentro, como en una implosión, los sentimientos volátiles del grupo de adolescentes reunidos en el garaje. «I Feel Pretty» nos trae el mejor momento individual de una Natalie Wood deliciosa durante todo el film, y «Gee, Officer Krupke» muestra todo el sentido de sátira hacia las instituciones que sobrevuelan el ánimo de esos jóvenes: familia, autoridad, asistencia social, todos ellos vistos como enemigos, como obstáculos para el crecimiento en medio de la felicidad anhelada y la revolución hormonal que sacude sus vidas. Aquí hay que aplaudir, por supuesto, el enorme trabajo de Jerome Robbins, encargado de todas las coreografías de la película.

La dirección de Robert Wise ofrece pulso narrativo y mucho oficio, lo ideal para lograr la excelencia total junto al trabajo de Robbins y la soberbia performance del gran Leonard Bernstein en la composición de la partitura. Todo ello, perfectamente combinado, da como resultado «West Side Story», un musical que se nos mete en el corazón y que forma parte de la mitología esencial del cine, con sus escaleras y balcones, con sus patios de cemento, sus garajes en penumbra, sus gimnasios convertidos en salas de baile, sus maravillosa pareja protagónica y su muy merecida carretada de premios Oscar®.

Una película perfecta que recrea, entre magníficas danzas juveniles y proezas físicas, la más antigua historia de amor, esa que recorre el tiempo y el espacio desde 1597 hasta nuestros días, y desde la vieja Verona hasta un barrio marginal en la isla de Manhattan, en ese West Side colorido y musical, pero también trágico y nostálgico, que siempre recordaremos.
8 de enero de 2019 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de gánsteres que había jalonado buena parte de la estructura de Hollywood durante los años treinta con títulos tan relevantes como «Hampa dorada» (Mervyn LeRoy, 1931), «El enemigo público» (William A. Wellman, 1931) o «Scarface, el terror del hampa» (Howard Hawks, 1932) encuentra su cúspide y culminación con esta fabulosa obra maestra de Raoul Walsh, que compendia en una proyección de 102 minutos el retrato de la convulsa sociedad americana durante los llamados «años locos», es decir, la siempre fascinante década de los años veinte.

Manejando con su característica maestría narrativa diversos registros a los largo de toda la proyección, Walsh nos lleva desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial, poco antes del armisticio, hasta las postrimerías del año 1930, cuando el desplome de la bolsa de Wall Street provocó la mayor crisis económica y social de la historia americana. El guion se desliza a través de la fábula de tres personajes: Eddie Bartlett (insuperable James Cagney), un joven honesto y trabajador que al regresar del frente se encuentra sin empleo y, casi por casualidad, pasa a formar parte de una red de contrabandistas de alcohol para locales clandestinos. George Hally (Humprhey Bogart) encarna la otra cara del crimen: se trata de un oscuro facineroso sin escrúpulos, violento, vengativo y ávido de poder. El tercero es Lloyd Hart (Jeffrey Lynn), un joven aplicado que estudia la carrera de Derecho y lleva los asuntos legales de la empresa de Bartlett, hábilmente camuflada en una compañía de taxis, pero que en realidad lucha por ejercer la abogacía lejos de los bajos fondos del hampa. En medio de este terceto de personajes surgen Jean Sherman (bellísima Priscilla Lane), y Panama Smith (Gladys George), dos mujeres de caracteres totalmente opuestos.

Como de costumbre, Raoul Walsh hace gala de una habilidad narrativa realmente encomiable. Valiéndose de un montaje dinámico y contagiando al film de una agilidad que le permite cubrir una década de tiempo narrativo en poco más de una hora y media de proyección, tanto los hechos como las tomas documentales van desgranando la crónica de una época convulsa y crispada por la irrupción del crimen organizado en la sociedad americana. Con gran habilidad, la voz en off pone en situación al espectador, al tiempo que le ofrece un carrusel de imágenes directamente relacionadas con los hechos históricos que se mencionan; a continuación, el director coloca el bloque narrativo correspondiente, dotando de una magnífica continuidad a todo el relato.

Los caracteres de los personajes están magistralmente trazados merced a unas interpretaciones antológicas, entre las que destacan las del joven Bogart y la de un James Cagney deslumbrante. La precisión de guion resulta tan evidente que apenas resulta necesario que los personajes digan cuatro palabras para que ya tengamos un retrato claro de su personalidad y de su pasado. Esta es una característica bastante frecuente en los films de Raoul Walsh y, por extensión, en buena parte del extraordinario cine que se hacía por aquellos años.

Un apunte final para el tema de la violencia. Debo decir que me hace mucha gracia cuando oigo o leo comentarios acerca de la habilidad para tratar o retratar la violencia en el cine en directores como Scorsese, Tarantino o Peckinpah (aunque la admiración por este último y su visceral exposición de la violencia puedo llegar a entenderla). En mi opinión, nadie trabajó mejor la violencia en el cine que Raoul Walsh. Sin salirse de la norma básica del buen cine (mejor sugerir que mostrar), este gran maestro elabora secuencias de una crudeza sin igual, pero en ningún momento renuncia a sus principios estéticos y los actos de violencia encajan con extraordinaria coherencia en la armazón de la película, tanto a nivel formal como discursivo. Con esto no quiero denostar ni a Scorsese ni a Tarantino, ni a su habilidad para exponer la violencia a través de su cine; sólo estoy exponiendo que en ocasiones siento que se cae en adjetivaciones fáciles y un tanto rocambolescas. Creo que cualquiera que desee tomar lecciones de cómo se aplica el concepto de violencia en el cine no tiene más que ver «Los violentos años veinte», seguida de «Al rojo vivo», y con eso tendrá un curso intensivo y completísimo.

Maravilloso desenlace, trágico y casi operístico, para una de las obras maestras totales del cine clásico. Una más del maestro Raoul Walsh, quien vuelve a demostrar que no importa la temática o los mimbres narrativos que tuviera que manejar: su cine, indefectiblemente, terminaba siendo un producto artesanal, fruto del oficio, la entrega y la convicción artística.
8 de enero de 2019 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Catorce verdades que hay que saber sobre el film que despedazó el concepto de narración cinematográfica:

1. En Europa, al «Cuarto de libra con queso» lo llaman «Royale con queso» y al «Big Mac», «Le Big Mac».
2. Antoine Rockamora, alias «Tony Rocky Horror», es medio negro, medio samoano.
3. La hamburguesa es la piedra angular de todo nutritivo desayuno.
4. A Marsellus Wallace no le gusta que nadie intente joderlo, a no ser la señora Wallace.
5. Quien debe poner la inyección de adrenalina a Mia es Vincent y no Lance. Cuando Lance aparezca en casa de Vincent con una zorra moribunda, entonces será él el encargado de colocar la inyección.
6. Después de su noche de locura con Mia, Vincent se va a casa, a tener un ataque al corazón.
7. Tras la humillante sesión de sadomasoquismo Marsellus Wallace no está bien. De hecho, está a mil jodidas millas de estar bien. Tras lo cual, no obstante, parece tener muy claro lo que pasará: «Voy a decirte lo que pasará. Llamaré a un par de negros empapados en crack. Quiero que disequen a este colega empleando un soplete y un par de alicates. ¿Has apuntado lo que he dicho, maldito capullo? Aún no he acabado contigo. ¡Ni lo sueñes! Practicaremos el medievo con tu culo». Pues eso…
8. El Señor Lobo está a treinta minutos del lugar de los hechos. Llegará allí en diez minutos.
9. El Señor Lobo soluciona problemas.
10. El mismo Señor Lobo nos aclara que el que SEAS una personalidad no significa que TENGAS personalidad.
11. En la puerta de la casa de Jimi no hay ningún cartel que anuncie «Carroña negra».
12. Es cierta esa filosofía que dice que cuando un hombre admite que se ha equivocado se le perdonan todos sus pecados. Sin embargo, Jules considera que «El cabrón que dijo esa gilipollez nunca tuvo que recoger pedacitos de cráneo por tu puta culpa» (es decir, por culpa de Vincent).
13. Jules no come cerdo sencillamente porque no come animales asquerosos. Los cerdos duermen y buscan su comida entre la mierda, así que si no saben distinguir sus excrementos, ¿cómo va él a comérselos? Vincent le aclara que también los perros se comen sus cacas, razón por la cual Jules tampoco come perros.
14. La cartera de Jules es la que pone «Hijo de puta peligroso».
15. Para más referencias, recurrir a Ezequiel, Capítulo 25, Versículo 17…
8 de enero de 2019 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Maravillosa fábula no ya sobre la práctica del ballet, sino sobre la entrega a la actividad artística en general, y en cuyo metraje se trasluce el enorme sacrificio y la disciplina casi castrense que siempre son necesarios para alcanzar la excelencia en el campo de la expresividad artística. Tomando como referencia el clásico cuento de Hans C. Andersen, la dupla Powell-Pressburger llena de magia y de colorido la pantalla y nos regala un notabilísimo cuento, trágico y tierno a la vez, y cuya estética permanece en el recuerdo.

Película eminentemente británica, contagiada de esa paleta de colores cuasi expresionista tan propia de los films de la época y de la filmografía de Powell en particular. La utilización de las piezas musicales clásicas colabora enormemente en la cuidadísima ambientación, y el guion, muy bien trabajado, plantea un dilema por todos conocido: el de la incompatibilidad del amor con la práctica comprometida del arte, algo de lo que parece absolutamente convencido el productor ruso Boris Lermontov, personaje escalofriante llevado adelante con extraordinaria solvencia por Anton Walbrook.

Quisiera destacar, además de la muy perceptible magia que desprende el film, los veinte maravillosos minutos de hechizo musical y danza hipnótica que en la película suponen el resumen de la representación de la obra «Las zapatillas rojas», un collage plagado de fantasía, de retazos de sueños y fragmentos oníricos encarnados en la particular belleza e inusitada habilidad de Moira Shearer, musa absoluta de los directores.

Un film clásico e inclasificable, para disfrutar y retener para siempre en nuestras retinas.
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