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Críticas ordenadas por utilidad
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4.8
1,586
5
12 de marzo de 2025
12 de marzo de 2025
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El club de lectura de Cincuenta sombras de Grey provocó que, tanto Jane Fonda como Diane Keaton, se replanteasen su vida sexual como un acto de fe. Porque, aunque ambas, gozaban de una excelente salud mental, no estaban tan seguras respecto a algo para que los años eran una flor caduca.
Por lo que, la primera, Jane, decidió abrir, de nuevo, el libro y buscar semejanzas con su adolescencia. Sin embargo, la segunda, Diane, no le pareció oportuno y buscó respuestas en la película homónima. Y, aunque, al club también pertenecían sus amigas Candice Bergen y Mary Steenburgen, éstas guardaban silencio. Era el miedo que habitaba en su interior el que les aprisionaba sus sentimientos. Los que hacían pensar que la ancianidad era sinónimo de inutilidad. Incluso, símbolo de vegetal. La flor caduca viva.
Aun así, la asistencia al club de lectura seguía su curso y no había mes, en el que abriesen el diálogo sobre otro nuevo libro. Aunque claro, la grieta abierta por Cincuenta sombras de Grey era tan enorme que, la sustancia interior de éste, permanecía y, como una mala mancha, no se iba. No se escurría entre sus envejecidas manos. Las que, en su lejana juventud, proporcionó tanto placer a las cuatro.
Es decir, el hecho de sentir que habían perdido los mejores años de sus vidas a favor de una sexualidad tan noble como el hecho de leer, les hacía participes de una vida que comenzaba todos los martes a las siete de la tarde.
Por lo que, la primera, Jane, decidió abrir, de nuevo, el libro y buscar semejanzas con su adolescencia. Sin embargo, la segunda, Diane, no le pareció oportuno y buscó respuestas en la película homónima. Y, aunque, al club también pertenecían sus amigas Candice Bergen y Mary Steenburgen, éstas guardaban silencio. Era el miedo que habitaba en su interior el que les aprisionaba sus sentimientos. Los que hacían pensar que la ancianidad era sinónimo de inutilidad. Incluso, símbolo de vegetal. La flor caduca viva.
Aun así, la asistencia al club de lectura seguía su curso y no había mes, en el que abriesen el diálogo sobre otro nuevo libro. Aunque claro, la grieta abierta por Cincuenta sombras de Grey era tan enorme que, la sustancia interior de éste, permanecía y, como una mala mancha, no se iba. No se escurría entre sus envejecidas manos. Las que, en su lejana juventud, proporcionó tanto placer a las cuatro.
Es decir, el hecho de sentir que habían perdido los mejores años de sus vidas a favor de una sexualidad tan noble como el hecho de leer, les hacía participes de una vida que comenzaba todos los martes a las siete de la tarde.
Concierto

7.9
4,797
10
29 de enero de 2025
29 de enero de 2025
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Aunque parezca una absurda farsa, el penúltimo vals de Bob Dylan se produjo en mil novecientos setenta y seis, año en el que, Robbie Robertson decidió dar por concluida la aventura musical de The Band. Allí estaban todos: Joni Mitchell, Neil Young, Emmylou Harris, Van Morrison, Muddy Waters… no quedaba ningún resquicio sonoro. Y, es que, nadie había querido perderse aquella velada tan especial del Día de Acción de Gracias. Ya que, entre canción y canción, se deslizaban los mejores momentos de unas largas y, fructíferas vidas. Esas, a las cuales, se recurre cuando la necesidad del pasado apremia y, cuando la necedad del presente obliga. Tal vez por eso, aquella noche Dylan sentía, entre otras diversidades, que estaba entre unos amigos que nada pedían. Todo lo daban. Todo lo proporcionaban. Todo lo compartían. Esa rara facultad que únicamente se manifiesta en los instantes de reparos colectivos presos del olvido. El olvido del buen hacer de lo que ya, tal vez, no importa. De eso, que el consumo del beneficio del éxito, llama peligrosamente fama. Tan efímera ella, que lo que sobrevive casi siempre es lo mejor para ti. Lo que al final del concierto se convirtió, en verdadera amistad. Duradera, o no. Pero, en verdadera amistad. La sintió Robert Allen Zimmerman cuando una entidad anónima, sin el mayor de los reparos, le preguntó qué había sentido allí arriba, tan bien acompañado en la instrumentación del concierto. La respuesta, obviamente, fue tan silente y nula, que todavía hoy se recuerda por su inmenso, incluso cruel magnetismo. El mismo que había dejado a todos con el aplauso atado a las manos. El de un público entregado a la causa de la feliz, dichosa fiesta de fin de etapa. El fin de una era de músicos en plena efervescencia. Tanta, que muchos supieron sobreponerse a ella superándola en méritos. En esos méritos creativos que aquel último vals, aquel último giro de The Band proporcionó a Bob Dylan, parte de lo que ya poseía: la virtud de saber estar en el lugar idóneo, con la gente y personas idóneas. Esas, que resuenan en la nostalgia, hacia el camino de la redención. El de un vals liberado de ataduras, por la simple cualidad de ser él mismo. El que representa, el mejor legado de los tiempos vividos. Esos que, a veces, al final, terminan cambiando el transcurrir de la historia de los archivos de la buena música. Esa que, cuando empieza a sonar, nos recuerda la añoranza de no poder haberla vivido, allí, de pie, en directo.

6.1
1,026
6
19 de octubre de 2014
19 de octubre de 2014
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En la última edición del Festival Español de Cine de Málaga, brillaron con luz propia dos largometrajes: “Bienvenido a casa” de David Trueba y, “AzulOscuroCasiNegro” de Daniel Sánchez Arévalo. “La gran final”, una brillante ocurrencia de un cineasta hasta ahora del todo desconocido, Gerardo Olivares, se consagra en la cartelera con el placer de la sonrisa ante la sorpresa. La magnitud del movimiento de masas que arrastra, en este caso, la final del Mundial de Fútbol de Corea-Japón 2002 entre Brasil y Alemania, queda reflejada en el ligero fluir en la pantalla por tres localizaciones en concreto. Tanto, en los parajes absolutamente desérticos de Mongolia, como en el desierto propiamente dicho del Sahara, como en el Amazonas brasileño, unos personajes que rayan, por no decir tocar, lo surrealista, se desviven por intentar visionar por todos los medios habidos y por haber, lo que para ellos supone un alto en el peregrinar de sus vidas. Un alto, en el cual, todo se reduce a los noventa minutos que darán razón a unas vidas abocadas a la sinrazón. Sinrazón, como la de ganarse la vida vendiendo hojas arrancadas de una vieja y gastada revista Playboy. Sinrazón, como la de diagnosticar a un niño una enfermedad totalmente inexistente con tal de justificar su mutismo.
Sinrazón, como la de que un indio amazónico presuma de llevar puesta una auténtica camiseta de su equipo. Brasil.
“La gran final” provoca hilaridad por la singularidad de unas situaciones profundamente inverosímiles. Lo superreal se impone y gana la partida. Ese, es sin lugar a dudas su mayor acierto. La contrapartida, tal vez sea que es un cine no llamado a perdurar en el tiempo como el partido de fútbol, que aquel día reunió delante de un televisor a decenas de personas de toda índole y condición en los lugares más recónditos e insospechados del planeta.
“La gran final” demuestra que el fútbol une, es universal y perdura en la memoria del que lo ha visto. Demuestra las barreras franqueables de toda cultura en pro de una ilusión tan intangible como ellas mismas. Demuestra las virtudes de un juego nacido miles de años después de ellas. Demuestra, en fin, que el cine también puede nacer de la televisión.
Sinrazón, como la de que un indio amazónico presuma de llevar puesta una auténtica camiseta de su equipo. Brasil.
“La gran final” provoca hilaridad por la singularidad de unas situaciones profundamente inverosímiles. Lo superreal se impone y gana la partida. Ese, es sin lugar a dudas su mayor acierto. La contrapartida, tal vez sea que es un cine no llamado a perdurar en el tiempo como el partido de fútbol, que aquel día reunió delante de un televisor a decenas de personas de toda índole y condición en los lugares más recónditos e insospechados del planeta.
“La gran final” demuestra que el fútbol une, es universal y perdura en la memoria del que lo ha visto. Demuestra las barreras franqueables de toda cultura en pro de una ilusión tan intangible como ellas mismas. Demuestra las virtudes de un juego nacido miles de años después de ellas. Demuestra, en fin, que el cine también puede nacer de la televisión.

6.9
5,156
3
19 de octubre de 2014
19 de octubre de 2014
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El director coreano Kim Ki-duk, se ha consolidado como uno de los máximos exponentes del cine oriental visto desde occidente. Gran parte de sus películas son seleccionadas por festivales de alta categoría para que una crítica, en su mayoría rendida a sus pies, encuentre en ellas lo que se escabulle una y otra vez en otros productos que nada aportan, a un mermado mercado de imágenes sin sentido.
Tras el tremendo impacto que provocó “La isla” en el año dos mil, “Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera” supuso tres años más tarde, una estupenda bocanada de aire frío que se vio arrastrada por la extrema calidez de “Samaritan Girl” y, por la, tal vez, demasiado aplaudida y multipremiada “Hierro 3”.
Director prolífico e incansable, es autor de todos los guiones que filma, no cesa en su empeño de dotar a sus trabajos de una extraña poesía visual. Desconcertante, violenta, subyugante… el camino para comprender lo mostrado, tal vez sea el mejor de los secretos visibles para seguir acudiendo a contemplar un cine, que en realidad, esconde mucho más de lo que enseña. Porque, por mucho que nos esforcemos en descifrar las actitudes de sus jóvenes protagonistas, nunca llegaremos a saber a ciencia cierta el por que de unas acciones que se quedan flotando en un aire viciado por lo consumido. Y ese, es el verdadero motivo de que lo escondido sea realmente el significado de su cine. Allí, a donde debemos dirigir nuestra atención. Allí, en donde somos presa de lo que nunca sabremos.
En “El arco”, la retórica de la poesía hace mella en un fin extremadamente alargado en el tiempo. Pero aun así, el mero hecho de creerse que un espectador que está siendo manipulado por lo incomprensible, la hace aconsejable para esos espíritus abiertos a lo absurdo. A lo que, tal vez, ni lo propios personajes de la historia narrada son conscientes. Personajes perdidos a la deriva de un amor por gastar. El impropio a lo ajeno.
Tras el tremendo impacto que provocó “La isla” en el año dos mil, “Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera” supuso tres años más tarde, una estupenda bocanada de aire frío que se vio arrastrada por la extrema calidez de “Samaritan Girl” y, por la, tal vez, demasiado aplaudida y multipremiada “Hierro 3”.
Director prolífico e incansable, es autor de todos los guiones que filma, no cesa en su empeño de dotar a sus trabajos de una extraña poesía visual. Desconcertante, violenta, subyugante… el camino para comprender lo mostrado, tal vez sea el mejor de los secretos visibles para seguir acudiendo a contemplar un cine, que en realidad, esconde mucho más de lo que enseña. Porque, por mucho que nos esforcemos en descifrar las actitudes de sus jóvenes protagonistas, nunca llegaremos a saber a ciencia cierta el por que de unas acciones que se quedan flotando en un aire viciado por lo consumido. Y ese, es el verdadero motivo de que lo escondido sea realmente el significado de su cine. Allí, a donde debemos dirigir nuestra atención. Allí, en donde somos presa de lo que nunca sabremos.
En “El arco”, la retórica de la poesía hace mella en un fin extremadamente alargado en el tiempo. Pero aun así, el mero hecho de creerse que un espectador que está siendo manipulado por lo incomprensible, la hace aconsejable para esos espíritus abiertos a lo absurdo. A lo que, tal vez, ni lo propios personajes de la historia narrada son conscientes. Personajes perdidos a la deriva de un amor por gastar. El impropio a lo ajeno.

6.9
4,727
8
19 de octubre de 2014
19 de octubre de 2014
Sé el primero en valorar esta crítica
La vergüenza que supone para la humanidad la existencia de la ahora ya tristemente célebre base de norteamericana de Guantánamo, queda sabiamente plasmada en el último trabajo como realizador del polifacético Michael Winterbottom.
Película por momentos, documental en los instantes, “Camino a Guantánamo” se desvela como una pesadilla de la cual es imposible desviar la mirada. Por dureza, por credibilidad, por honestidad, se aferra a los sentimientos de un espectador ávido de noticias sobre lo desconocido Lo oculto gana la contrapartida a aquellos que, por odio, infringen castigo a los inocentes del momento. Del camino emprendido en un viaje, en principio, con un destino claramente definido. El de unas vidas tan rutinarias como el vivir de cada día. Truncadas éstas, por la intransigencia de la incomprensión de unos hechos que serán el horror en el presente. El presente que se aferra a la ley de más fuerte. Del más poderoso. Ese, que jamás responde. Siempre pregunta.
Tres vidas reales abocadas a un infierno de maltratos para una simple satisfacción ecuménica. La de dos simples mandatarios presos ellos mismos de sus propias frustraciones.
“Camino a Guantánamo” lleva impreso el guión de cientos de rehenes, de los cuales, desconocemos su voz. Su más veraz testimonio. Pero que gracias a la cámara del cine, se convierten en el fiel testigo de la memoria de lo nacido para perdurar. Un olvido del rescate de lo pertinaz.
Película por momentos, documental en los instantes, “Camino a Guantánamo” se desvela como una pesadilla de la cual es imposible desviar la mirada. Por dureza, por credibilidad, por honestidad, se aferra a los sentimientos de un espectador ávido de noticias sobre lo desconocido Lo oculto gana la contrapartida a aquellos que, por odio, infringen castigo a los inocentes del momento. Del camino emprendido en un viaje, en principio, con un destino claramente definido. El de unas vidas tan rutinarias como el vivir de cada día. Truncadas éstas, por la intransigencia de la incomprensión de unos hechos que serán el horror en el presente. El presente que se aferra a la ley de más fuerte. Del más poderoso. Ese, que jamás responde. Siempre pregunta.
Tres vidas reales abocadas a un infierno de maltratos para una simple satisfacción ecuménica. La de dos simples mandatarios presos ellos mismos de sus propias frustraciones.
“Camino a Guantánamo” lleva impreso el guión de cientos de rehenes, de los cuales, desconocemos su voz. Su más veraz testimonio. Pero que gracias a la cámara del cine, se convierten en el fiel testigo de la memoria de lo nacido para perdurar. Un olvido del rescate de lo pertinaz.
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