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Críticas 156
Críticas ordenadas por utilidad
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7
26 de agosto de 2016
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera película sonora fue El cantor de Jazz (1927), de Alan Crosland, y la primera entrega de los Oscar tuvo lugar el 16 de mayo de 1929: con esos antecedentes tan próximos, no es de extrañar que la década de los treinta fuera la de la consolidación del cine como industria. Pues bien, es precisamente a la década de los treinta en Hollywood adonde nos traslada Woody Allen en su película de 2016 Café Society.

La década de los treinta en Hollywood vio también la llegada a la meca del cine de dramaturgos españoles de la talla de José López Rubio y Enrique Jardiel Poncela para ejercer labores de guionistas en español.

De su etapa hollywoodiense nos dejó Jardiel una serie de aforismos que han sido recogidos por su nieto Enrique Gallud Jardiel en El cine de Jardiel Poncela, publicado a finales de 2015 por Ediciones Azimut. Veamos algunos de esas opiniones en frases cortas, según aparecen en este libro:

EN HOLLYWOOD...
En Hollywood, todo el mundo viste como quiere, y no hay opinión ajena.

HORARIO
En Hollywood se trasnocha como en Madrid y se madruga como en Burgos.

TRABAJO Y DESCANSO
En Hollywood trabaja todo el mundo y todo el mundo parece no hacer nada.

EL AMOR
En Hollywood el amor es gratuito.

MONUMENTOS
En Hollywood no se alzan más que dos monumentos: el uno, que representa un ángel de pie, inmortaliza a Rodolfo Valentino, y el otro, que figura un guerrero a caballo, es el anuncio de una farmacia.

URBANIZACIÓN
En Hollywood hacen calles nuevas todos los días y, cuando os invitan a una fiesta en alguna casa particular, los anfitriones se ven obligados a enviaros, además de la invitación y de las señas, un plano a lápiz del sitio donde está emplazado el edificio.

Particularmente interesante, a mi modo de ver, esta última cita, puesto que la película que nos ocupa se inicia, precisamente, con una fiesta.

Dicho lo cual, lo que Woody Allen nos ofrece en Café Society una historia de folletín: chico conoce a chica y se enamora de ella, pero chica está enamorada de un hombre casado, que además es su jefe. ¿Una historia de folletín? Hmmmmm, quizá necesitemos un segundo visionado de este filme, porque en él, tenemos las grandes obsesiones del cineasta neoyorquino: el amor, el sexo, el judaísmo, la muerte, que son algo así como sus dobles parejas preferidas, si hablamos en términos generales.

Y si hablamos en términos particulares, observamos en Café Society la parodia de la frivolidad hollywoodiense, como en Hollywood Ending (2002): todo el supuesto glamour se fue al garete el día que Peg Entwistle se suicidó en 1932 cuando tenía 24 años arrojándose desde la letra H de HOLLYWOOD en la famosa colina.

Comprobamos también en Café Society relaciones matrimoniales cruzadas, como en Maridos y mujeres (1992). En Café Society se da también la duda acerca de si la chica de la que me estoy enamorando milita en el mismo partido que yo, una broma que recuerda otra similar de Todo lo demás (2003). En Café Society aprece una historia gansteril, como en Balas sobre Broadway (1994), si bien en este caso con mucho mejor desarrollo. En Café Society se recuerda la infancia en un barrio periférico de Nueva York, como en Días de radio (1987). En Café Society se rechaza la prostitución de modo parecido a como ya se hiciera en Poderosa Afrodita (1995). En Café Society se compara el judaísmo con el cristianismo, como sucediera previamente en Hannah y sus hermanas (1986). En Café Society se observa Manhattan con mirada poética exactamente igual que en Manhattan (1979), incluso hay un mínimo momento George Gershwin. En Café Society se sufre el mismo espanto por el paso del tiempo, simbolizado en una fiesta de Nochevieja, que en Si la cosa funciona (2009). Pocas veces ha utilizado Woody Allen un alter ego tan similar a sí mismo, como en Café Society. Y bueno, seguro que se me han escapado otras muchas referencias a películas previas, pero creo que las anteriores son suficientes para que nos replanteemos la pregunta anterior: ¿Verdaderamente es Café Society una película de folletín?

Es Woody Allen, en definitiva, quien se nos muestra tal cual es, con mayor sinceridad que nunca, con mayor claridad que nunca. Y por ello, no me parece ocioso que la acción de gran parte de la película se desarrolle en Hollywood, uno de los ecosistemas menos valorados por el director de Manhattan: porque necesita una perspectiva desde la que observarse a sí mismo. Por eso no me parece fútil que lo que no sucede en Hollywood acontezca en Nueva York: porque Woody necesita también reconocerse a sí mismo.

Con todo, hemos de convenir, que todas las referencias a películas previas del mismo autor que hemos enumerado más arriba están bastante más deslavazadas de lo que estamos acostumbrados con este creador. Falta algo así como la lechada que los albañiles ponen a los azulejos para que el conjunto sea más coherente y no parezca el resultado final algo así como un goteo de posibilidades que no terminan de constituir un todo armónico.

Y quiero finalizar ésta con lo que para mí es el principal logro de Café Society: el desdoblamiento o la dualidad de posibilidades, muy evidente en Melinda y Melinda (2004), pero es que en Café Society las dos protagonistas femeninas se llaman igual: Verónica, familiarmente Vonnie una de las dos.

Además de lo anterior, la estética de la dualidad podemos observarla en los dos escenarios básicos: Hollywood y Nueva York; la doble del productor casado, interpretado por Steve Carrell; los dos amores de Vonnie y los dos de Bobby, el protagonista masculino; los dos contextos esenciales de la acción: el familiar y el gansteril; y la gran mentira de la fábrica de sueños, donde el glamour es el maquillaje de crueldad.

Constituye Café Society, por lo tanto, como un diagrama con dos coordenadas sobre las que se van colocando cada uno de los grandes temas de Woody Allen, incljuido él mismo..
27 de marzo de 2015
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando pienso en Etiopía, me la imagino como la piedra angular del gran puzzle de África: un país con su propia lengua, el Amárico; el primero de África que se convirtió al cristianismo, si bien en su vertiente ortodoxa, de hecho Haile Sellassie, considerado como un dios por los rastafaris, y al que Bob Marley dedicó una canción en ese sentido, significa ‘Santísima Trinidad’; una nación con su propia historia y uno de los pocos estados que ya eran independientes en el continente del sur de Europa cuando Naciones Unidas decretó la descolonización: tan sólo conoció unos pocos años de sometimiento al yugo europeo durante el fervor fascista; una población cuya etnia merece un capítulo aparte en los libros de Antropología, hasta el punto de que los etíopes no se consideran negros, sino europeos con la piel oscura: poco más o menos es así como se les reconoce científicamente; quintaesencia del esplendor imperial en tiempos del rey Salomón y concreción del hambre en numerosas fotografías que todos hemos visto; una posición como vértice de las grandes tendencias africanas entre lo más semita del norte y lo más negro del sur; etc. En muy pocas palabras, un país singular, del que al Festival de Cine Africano de Córdoba que vengo siguiendo estos días ha llegado la película Difret (2013), de Zeresenay Berhane Mehari, que ha obtenido diferentes premios en la Berlinale, Sundance, Montreal y Amsterdam.

Se trata de una película cuya productora ejecutiva es Angelina Jolie, según se encargan de recordarnos los créditos al principio y al final de la proyección, y ese toque estadounidense se nota en detalles como la simplificación de las situaciones, el maniqueísmo de telefilme de sobremesa, o las secuencias con perfiles redondeados. Pero dejando a un lado estos imponderables de la industria, prefiero analizar lo que en este largometraje hay de africanidad, pues a este continente pertenecen el director, los actores, la ambientación y los hechos, que además están basados en hechos reales.

En tal sentido, he afirmado pocas líneas más arriba que Etiopía es un país singular, pues así lo pienso si la comparamos con el resto del continente a que pertenece, pero si la consideramos en sí misma, observamos una profunda división ente el norte, donde se dan ciudades con monumentos cristianos excavados en roca, como Lalibela, y el sur, cada vez más virgen de occidente, y cada vez menos etíope en sus rasgo étnicos hasta el punto de confundirse con Kenia en la zona del río Omo.

A esa dualidad esencial, Difret ofrece todo un juego de contrarios en los siguientes aspectos:

- La realidad de los países desarrollados y la de los que están en vías de desarrollo.

- El mundo rural y una gran ciudad como es Addis Abeba. Inolvidable el Mercato.

- Tradición y afán de modernidad.

- La justicia oficial y los consejos de ancianos, de los que se ofrece en el filme de Zeresenay Berhane Mehari un vigor tal que hasta el Ministro de Justicia se pliega a sus designios. Hemos de recordar, sin embargo, que los hechos narrados en esta película se remontan a 1996 y que cinco años después esos consejos de ancianos fueron ilegalizados.

- La libertad de elección y el rapto con violación como medio de asegurar un matrimonio.

- Los estudios y el analfabetismo.

Todo eso en un país que conserva los restos homínidos más antiguos que se conocen, bautizados con el nombre de Lucy, pues se trata de una osamenta femenina, pero que en el largometraje de Zeresenay Berhane Mehari ofrece una imagen muy negativa con respecto a las opciones de las mujeres.

El argumento, en efecto, consiste en una niña de catorce años, Hirut, a la que ha de defender Meaza, puesto que ha matado a su raptor y violador, siendo así que en el pueblo donde vive Hirut se considera totalmente lícito raptar y violar a la joven con quien se quieren casar los hombres, sobre todo si han sido rechazados, no por la propia joven, que no tiene nada que decir al respecto, sino por sus padres. De hecho, eso fue lo que le sucedió a la hermana mayor de Hirut, sólo que en este caso, la chica aceptó el matrimonio como un devenir natural de los acontecimientos.

Una película que denuncia lo degradante de la condición femenina en determinadas regiones y lo hace mediante una narración sencilla y lineal: el director se limita a seguir el curso de lo sucedido. Se trata por ello de un filme en el que se valoran las intenciones, si bien como producto cinematográfico en sí quizá lo más destacable es el haber ilustrado la vida en un país, del que nunca nos acordamos como paradigma de la felicidad.

En Etiopía, en efecto, he visto a niñas cargando hatos de leña, cuyo peso debe ser superior al de las portadoras; niños de apenas diez años en apariencia dirigiendo rebaños de vacas con un palo por medio de la carretera; niñas de apenas ocho años cargando a su espalda o a un costado a un hermano menor; garrafas amarillas para transportar agua y que pueden requerir desplazamientos de un par de decenas de kilómetros para conseguirlo, y dirigirse a la fuente a pie; y condiciones de vida, en definitiva que recuerdan la Edad de Piedra, o como mucho, el inicio de la del Hierro.

Circunstancias todas ellas que deben ser conocidas por el hombre occidental, al menos para que quienes las padecen dejen de ser invisibles.

Esperamos, por ello, que precisamente por haber sido producido por Angelina Jolie y haber sido galardonada en certámenes importante, la película Difret, testimonio de la brutal injusticia, goce de la mayor difusión posible.
20 de octubre de 2023
15 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muy decepcionante Erice en esta película. Erice es capaz de escribir un guion acerca de la evanescencia y rodarlo, pero ‘Cerrar los ojos’ demuestra su total incompetencia para escribir y rodar una película con argumento factual.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En efecto, el guion hace agua por los cuatro costados: no se comprende que un actor famosísimo, desaparecido hace veinte años, aproximadamente, que ha perdido la memoria sea recogido precisamente en un asilo de ancianos y nadie le reconozca. Pero, ¿es que entre todos los asilados nadie ha ido nunca al cine? ¿Y el neurólogo? Porque hay un neurólogo viejísimo que le examina de su amnesia. ¿Tampoco ha ido nunca el neurólogo al cine? La película acaba en un pueblo donde se ha cerrado el cine de los de máquinas para películas de celuloide hace no sé cuánto tiempo, pero cuando lo quieren reabrir funciona todo a las mil maravillas. Una película que no ha visto nadie, ni siquiera el actor desaparecido, es determinante para que este recupere la memoria. Etcétera.

Por no estar claro, casi tres horas de película y ni siquiera sabemos por qué el actor decide desaparecer, sin decir nada a nadie, sin despedirse de nadie, cuál es la razón profunda que le impulsa a ello. De repente, pum, desaparece, deja la película a medias y ya de paso le amarga la vida al director.

El personaje de la amante común argentina no aporta nada: está ahí probablemente porque se tarta de una producción hispanoargentina. El personaje de la hija del actor desaparecido no aporta nada: está ahí probablemente porque se trata de Ana Torrent. Etcétera.

El espectador está perdido porque esta película no muestra un norte claro. El foco de atención va pegando bandazos desde la tortura interior del director que busca al actor, sin que sepamos a qué se debe esa tortura interior, hasta la propia búsqueda del actor, que se supone que es un donjuán, pero no hay nada en la película que permita sustentar esa actitud mujeriega. Etcétera.

El metraje es excesivo, todo un desafío para la paciencia de los espectadores, deteniéndose morosamente en detalles intrascendentes.

Al final uno no sabe si esto es un mal remake de 'Cinema Paradiso' o un pálido homenaje a 'La dama de Shangái'.

Y el caso es que el trabajo actoral es inmejorable, incluso en el caso de José Coronado, a quien su voz aflautada hace un flaco favor. Y las escenas, consideradas una a una por separado, son impecables, pero el conjunto no funciona.

Pues eso, un mal cesto con buenos mimbres.
20 de marzo de 2017
12 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
El caso fue que, una vez en la rueda de prensa tras su proyección en la sección oficial de largometrajes a concurso del Festival de Málaga, Lino Escalera, director de No sé decir adiós (2017), presentó su película como una radiografía de la familia, lo cual es totalmente cierto pues en este filme se analizan las relaciones paterno-filiales, los encuentros y desencuentros de dos hermanas, la adolescencia de quien es hija y nieta o la familia política. Incluso se alude a la familia ya desaparecida, la tía Trini.

Cabe señalar a ese respecto, que la familia no se aborda desde una óptica de denuncia o bajo un sentido de culpabilidad de quienes han errado en algún momento, entre otras cosas, porque todos nos equivocado en nuestra vida con quien no es más próximo. No se trata de establecer victimarios ni víctimas, sino de ofrecer lo que puede ser la tensión familiar cuando el padre, magníficamente interpretado por Juan Diego, se enfrenta a un cáncer de pulmón con metástasis en el cerebelo.

No consiste este largometraje, por lo tanto, en un catálogo de traumas perpetuos, sino de una imagen imparcial de la familia, lo cual ya de por sí merecería una buena crónica, pero prefiero llevar mi reseña por otros derroteros, puesto que no dudo que haya otros críticos que se ocupen de los vínculos parentales.
Podríamos hablar también de la soledad con todas las evocaciones creativas que ello permite, puesto que ambas hermanas, magistralmente encarnadas por Nathalie Poza y Lola Dueñas, la hija de Blanca, que es el personaje de Lola Dueñas, su marido y, por supuesto, el padre enfermo, evidencian enormes carencias afectivas. La hija adolescente es que, por no tener no tiene ni hermanos ni primos, ni tampoco se ve nadie de su edad en la película y ya he adelantado que la soledad es la madre (la triste madre) de la creatividad. Como muestra, un botón y recordemos, por ello, cómo Quevedo buscó el retiro en la paz de los desiertos, acompañado de unos pocos, pero doctos libros, para mejor conversar con los difuntos que los escribieron, según manifiesta en su soneto "Desde la Torre".

Sería posible hablar de una película mediterránea, dado que los dos espacios donde se desarrolla la acción son Almería y Barcelona, con todas las diferencias sociales existentes entre estas dos ciudades arropadas por el mar de cultura.
Pero prefiero dirigir mi crónica a ese poderoso mundo de espectros que define No sé decir adiós. Y es que, efectivamente, como sombras parecen vagar por la vida el padre y las dos hijas.
Y sombras es lo que dibuja Platón en su alegoría de la caverna, como todos sabemos. Los prisioneros, de cara al fondo de la cueva, no pueden verse ellos entre sí ni tampoco pueden ver los objetos que a sus espaldas son transportados: sólo ven las sombras de ellos mismos y las de esos objetos, sombras que aparecen reflejadas en la pared a la que miran. Únicamente ven sombras y lo que Platón, por boca de Sócrates, se pregunta es qué sucedería a uno de estos hombres si lograra soltarse de sus cadenas y acceder directamente a la luz del sol. El resultado final de esta narración platónica no es muy halagüeño, pero al menos un hombre pudo ver la luz. Sin embargo, en la película de Escalera, ningún hombre alcanza a ver la luz para poder contárselo luego a sus compañeros.
Vidas espectrales, por ello, que manifiestan insatisfacción a todos los niveles: el padre, que es profesor de autoescuela, porque sus horizontes no van allá de sus lecciones o la televisión. Carla, una profesional de éxito en el el mundo de la publicidad, porque su tristeza no se rellena con los contratos que pueda conseguir: el sexo con desconocidos, el alcohol y la cocaína parecen ser sus inseparables compañeros de viaje. Y, Blanca, la hermana que se quedó en Almería, cuya situación podría ser la más placentera (tiene trabajo, pareja e hija), porque no se siente realizada, si bien intenta canalizar sus frustraciones en el teatro.
De manera que, me parece cargada de intención una escena en No sé decir adiós, donde Blanca está ensayando una función de teatro, pero los verdaderos protagonistas de la obra parecen ser los espectros.
En la misma medida que considero muy elocuente una escena en la que ambas hermanas están vestidas de negro de cintura para arriba y el plano consiste en uno medio, donde tan sólo se les ve la parte superior del atuendo y dialogan las dos reprochándose los éxitos y fracasos de la otra. Recriminándose por los éxitos y fracaso personales. De ahí que el espectador, que sólo ve el negro de la indumentaria y los rostros anhelantes, asiste desde su butaca a un diálogo de fantasmas con encarnadura humana, valga la redundancia.
Creo que en esa escena, mejor que en ninguna otra, podemos acercarnos a las dos hermanas como si de dos sombras quejumbrosas se tratara.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
¿Que cómo acaba la película? Bueno, todos sabemos cómo termina la vida. No puede sorprendernos, pues, el final de este soberbio filme, algo que además ya se sugiere desde la primera escena: también en formato espectros, nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar.
18 de marzo de 2017
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando caen las primeras nieves en Laponia, los habitantes de esta remota región lo celebran con especial énfasis, porque saben que el de la nieve será el único brillo que verán durante mucho meses. Al otro lado del globo, en una latitud también bastante alta, sólo que en el Hemisferio Sur, concretamente en la Patagonia, la nieve se oscurece por acción de la brutalidad de los hombres en Nieve negra (2017), de Martín Hodara, que forma parte de la sección oficial de largometrajes del Festival de Málaga, cuyo eje dialéctico son los secretos de familia.

Y es que, digámoslo claramente, la familia ha sido un constante quebradero de cabeza para todas las personas que tienen una, es decir, más del 90% de todos los seres humanos que han sido, son y serán, al menos desde que Sófocles escribió Edipo rey hace unos dos mil quinientos años, ignorante en aquel momento de que estaba alumbrando uno de los grandes complejos del mundo actual.

Muchas son las películas de la historia del cine que han tratado de la familia desde muy diferentes puntos de vista. Tan sólo en las últimas décadas, podemos enumerar unos apresurados botones de muestra: La familia (1987), de Ettore Scola, Secretos y mentiras (1996), de Mike Leigh, Celebración (1998), de Thomas Vintenberg, o American Beauty (1999), de Sam Mendes, entre las más conocidas. Y, por supuesto, La culpa del cordero (2012), del realizador uruguayo Gabriel Drak.

Hay, sin embargo, un detalle esencial que separa el filme de Hodara del de Drak, perteneciendo ambos, como pertenecen, al Cono Sur americano, y es que en La culpa del cordero se realiza un análisis completo genérico de la familia, mientras que en la propuesta del director argentino el foco se dirige a una situación en concreto: una acción del pasado, un terrible secreto que marcará las vidas de los miembros de esa familia durante décadas.

Perfectamente construida la historia, y mira que siento debilidad por encontrar fisuras en los argumentos, bajo guion del propio Martín Hodara y Leonel D’Agostino, no voy a entrar en su desarrollo, que esa función corresponde al público, desde luego que Eros y Tánatos se regocijan con sus travesuras características, y en esta reseña todo parece que apunta a Freud, pero sí quiero señalar cómo la nieve pervierte su blancura original bajo el prisma de estos cineastas, para convertirse en el contexto adecuado de la ignonimia. Es una situación parecida a la de los putti en la iconografía milenaria de la melancolía, donde lo mejor que nos puede pasar es que estos niños se alejen lo más posible de nosotros, puesto que personifican la muerte. Véase así en Lucas Cranagh el Viejo.

Y ésa es la idea básica de la película de Hodara: la subversión de un elemento que puede evocar la pureza, como es la nieve, al menos su blancor así parece apuntarlo, para teñirse de las sombras más oscuras en un marco donde la naturaleza no consigue atemperar las pasiones humanas: ni los niños son inocentes en la obra de Lucas Cranagh el Viejo, ni la nieve es sinónimo de limpieza espiritual en la película de Hodara. Al fin y al cabo, como todos sabemos, tan sólo basta el roce con algún elemento ajeno, una pisada humana con barro, por ejemplo, o el devenir diario en las ciudades para que la nieve deje de ser blanca.

Hay otra cuestión en la que también quiero detenerme y es la de la tendencia actual de anteponer la construcción de personaje sobre la elaboración de un guion complejo. Podemos apreciarlo así en largometrajes recientísimos: Fúsi (2015), del director islandés Dagur Kári, Paterson (2016), de Jim Jarmusch, Frantz (2016), de François Ozon, Sólo el fin del mundo (2016), de Xabier Dolan, e incluso Toni Erdmann (2016), de Maren Aden, películas todas ellas donde la sinopsis puede reducirse a dos líneas, y eso si la estiramos bien, puesto que lo que verdaderamente importa es la definición de la persona. No en vano, el título de muchas de estas películas es precisamente el nombre de uno de los intervinientes en la historia.

Pues bien, quizá la principal aportación del largometraje de Hodara que estamos comentando, es que ambas cosas, guion y personajes, están indisolublemente unidas como las dos caras de una moneda diríamos si no fuera ésta una imagen muy desgastada. Con otras palabras: el argumento se construye en la misma medida que el espectador profundiza en el conocimiento de cada uno de los personajes, de tal modo que con esos perfiles humanos tan sólo puede suceder lo que sucede. Quizá por ello, eligió como actores a tres nombres esenciales del cine argentino: Federico Lupi, Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia, entre quienes mantiene muy bien el tipo la jovencísima actriz española Laia Costa.

El aislamiento es necesario para evitar la corrupción de las condiciones de vida de una determinada comunidad arcádica. Véanse a ese respecto los importantísimos estudios de Fernando Aínsa sobre la utopía. Eso mismo sucede, aunque con matices, en el relato “El perjurio de la nieve”, de Adolfo Bioy Casares. Pero el planteamiento de Hodara es completamente subversivo a ese respecto: para este director argentino, retirarse del mundanal ruido equivale a un enfrentarse el hombre a sí mismo, una especie de regreso a la mera esencia de la persona sin que nada ni nadie lo adultere. Es sólo que de ese intenso regreso a la naturaleza de lo que cada uno es no puede esperarse nada bueno.

¿Vidas condenadas al sufrimiento, por lo tanto, hasta que la nieve sea también su sepultura? Probablemente sí, o probablemente la mentira les redima.
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