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5.9
9,003
4
8 de febrero de 2014
8 de febrero de 2014
17 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Existe una fórmula infalible que convenientemente bien aplicada sea capaz de convertir a un thriller psicológico en un producto cinematográfico redondo? A tenor de los últimos ejemplos españoles, parece que no. Y es que, mientras unas veces hemos resaltado las lagunas de guión y los numerosos cabos sueltos esparcidos a lo largo de un metraje en aras de un giro final que sacuda al espectador por su condición de sorprendente; en otras hemos debido lamentar el mal uso y abuso de las pistas dispuestas a lo largo de una trama para que ese tan recurrido final sorpresa no sea tildado de tramposo.
Este es el principal inconveniente de Mindscape, debut en la dirección del premiado y prestigioso cortometrajista Jorge Dorado. Y es que, tan atentos y preocupados se encuentran sus guionistas, Guy Holmes y Martha Holmes, en que no se tache de impostura narrativa la resolución 'sorpresa' de su historia, que colman el texto de una considerable carga de sobreexplicaciones. Ya desde el mismo arranque del filme, Mindscape evidencia una necesidad imperiosa porque todo cuanto se cuente quede detalladamente explicado (la naturaleza y características de esa peculiar agencia de 'detectives de la memoria' por un lado, pero también el pasado traumático de su protagonista), lo cual echa un poco por la borda la intención última de todo buen thriller que se precie: generar intriga, fomentar el suspense.
De hecho, a poco que uno preste atención, se vislumbra a lo largo del recorrido del filme destacados detalles que anticipan el consabido golpe de efecto narrativo de su conclusión, lo que redunda en una apreciable previsibilidad de todo el acto final; lo cual no molesta por su carencia manifiesta de sorpresa, sino por estar precedido de una aglomeración de subtramas y apuntes argumentales que ya en el último momento desvelan su verdadera naturaleza: el despiste y la justificación de la mentira. Eso sí, todo ello en consonancia con el funcionamiento interno de un filme regido en todo momento en base a sus propias reglas, lo cual amortigua bastante la impresión de que Mindscape pueda considerarse una rotunda tomadura de pelo (a excepción de esas pequeñas y, a priori, insignificantes referencias al supuesto espía contratado para seguir los pasos del protagonista que, dada la lógica interna reinante en el filme, quedaría sin justificación alguna).
A pesar de todo, mientras invocamos a ilustres predecesores que ya edificaron intrigas detectivescas en clave mentalista (desde Hitchcock a Nolan), nos vemos obligados a alabar la innegable capacidad del debutante realizador: su extraordinario dominio de la técnica es el motor que dota de verdadera sustancia al contenido de Mindscape. Dorado demuestra poseer pulso suficiente como para levantar de las ruinas un debilitado guión y dotarle de una considerable carga atmosférica, que otorga a las imágenes la tan necesitada intriga (a veces hasta terror) de la que anda desposeído el texto, planificando escrupulosa y sobriamente toda la película, exhibiendo un muy sugerente gusto por dotar de un sutil y elegante empaque visual a su puesta en escena y moviéndose como pez en el agua en materia de dirección de actores (a este respecto, son dignos de aplauso la contenida y matizada labor de su protagonista, Mark Strong, y la hipnótica comparecencia de su partenaire, Taissa Farmiga).
http://actoressinverguenza.blogspot.com
Este es el principal inconveniente de Mindscape, debut en la dirección del premiado y prestigioso cortometrajista Jorge Dorado. Y es que, tan atentos y preocupados se encuentran sus guionistas, Guy Holmes y Martha Holmes, en que no se tache de impostura narrativa la resolución 'sorpresa' de su historia, que colman el texto de una considerable carga de sobreexplicaciones. Ya desde el mismo arranque del filme, Mindscape evidencia una necesidad imperiosa porque todo cuanto se cuente quede detalladamente explicado (la naturaleza y características de esa peculiar agencia de 'detectives de la memoria' por un lado, pero también el pasado traumático de su protagonista), lo cual echa un poco por la borda la intención última de todo buen thriller que se precie: generar intriga, fomentar el suspense.
De hecho, a poco que uno preste atención, se vislumbra a lo largo del recorrido del filme destacados detalles que anticipan el consabido golpe de efecto narrativo de su conclusión, lo que redunda en una apreciable previsibilidad de todo el acto final; lo cual no molesta por su carencia manifiesta de sorpresa, sino por estar precedido de una aglomeración de subtramas y apuntes argumentales que ya en el último momento desvelan su verdadera naturaleza: el despiste y la justificación de la mentira. Eso sí, todo ello en consonancia con el funcionamiento interno de un filme regido en todo momento en base a sus propias reglas, lo cual amortigua bastante la impresión de que Mindscape pueda considerarse una rotunda tomadura de pelo (a excepción de esas pequeñas y, a priori, insignificantes referencias al supuesto espía contratado para seguir los pasos del protagonista que, dada la lógica interna reinante en el filme, quedaría sin justificación alguna).
A pesar de todo, mientras invocamos a ilustres predecesores que ya edificaron intrigas detectivescas en clave mentalista (desde Hitchcock a Nolan), nos vemos obligados a alabar la innegable capacidad del debutante realizador: su extraordinario dominio de la técnica es el motor que dota de verdadera sustancia al contenido de Mindscape. Dorado demuestra poseer pulso suficiente como para levantar de las ruinas un debilitado guión y dotarle de una considerable carga atmosférica, que otorga a las imágenes la tan necesitada intriga (a veces hasta terror) de la que anda desposeído el texto, planificando escrupulosa y sobriamente toda la película, exhibiendo un muy sugerente gusto por dotar de un sutil y elegante empaque visual a su puesta en escena y moviéndose como pez en el agua en materia de dirección de actores (a este respecto, son dignos de aplauso la contenida y matizada labor de su protagonista, Mark Strong, y la hipnótica comparecencia de su partenaire, Taissa Farmiga).
http://actoressinverguenza.blogspot.com

6.5
18,813
8
12 de noviembre de 2013
12 de noviembre de 2013
16 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nadie hubiera dicho hace unos años que de un título tan blando como 8 citas (2008), dirigido por Peris Romano y Rodrigo Sorogoyen, iba a emerger uno de los directores más interesantes del actual panorama cinematográfico español, sobre todo porque Sorogoyen ha firmado en Stockholm, su ópera prima en solitario, una de las que se han de considerar ya como una de las mejores películas paridas por nuestro cine, en un año que está siendo especialmente diestro en eso tan primario y difícil de conseguir que es efectuar hondos y audaces estudios de la condición humana. Desde La herida hasta Caníbal, pasando por Todos queremos lo mejor para ella, Todas las mujeres o Ayer no termina nunca, nuestro cine nos ha venido ofreciendo acerados, dolorosos y elementales retratos (unos más, otros menos) de nuestro ser más pasional, instintivo e irracional, lo que viene siendo nuestra naturaleza, eso sí, siempre coartada o camuflada por convenciones sociales de toda índole. Stockholm se suma a la corriente, será porque en tiempos convulsos como los presentes que vivimos, resulta necesario detenerse a cuestionarse qué problemas son los que dependen, más o menos, de nosotros para ser atajados.
Llevan razón los que aseveran que Stockholm podría ser dos películas en una, porque es una forma lícita de apreciar que la cinta de Sorogoyen se comporta a lo largo de toda su primera parte de un modo distinto a como acaba resultando ser. Primero bajo los designios de un cine levemente romántico, con referencia ineludible a la trilogía de Richard Linklater, a la que nos remite la sola mención de su premisa argumental. Pero hay algo que subyace bajo la superficie en todo momento, una especie de punzada latente que aguarda el momento clave para despertar del coma narrativo al que se ve sometida, mientras las imágenes de Stockholm nos obsequian con un flirteo nocturno e insistente de un chico a una desconocida, primeramente reacia, en un largo deambular por las calles de un Madrid altamente inspirador. La fluidez y brillantez de los diálogos colman de energía a unos planos secuencia sobrios y elegantes, donde la cámara no se limita a servir de mero receptor de lo que se dicen entre sí los personajes, sino que demuestra pronto una personalidad autónoma y desconcertante, que va en contra de nuestros anhelos edulcorados, tomando una postura parecida a la de un viejo amigo de la pareja, que asiste intrigado al duelo verbal de ambos, teniendo siempre presente lo desaconsejado de esa unión.
Porque la puesta en escena orquestada por Sorogoyen desmitifica desde el principio el componente idílico de tal encuentro (una fotografía gélida, una dirección artística minimalista, un montaje cadencioso, seco, que conllevan la imposición de una atmósfera distante), germinando en su interior el verdadero tono de la historia: un thriller, en el que la violencia (verbal y física, pero sobre todo emocional) va haciendo acto de presencia paulatinamente, primero maquillada a través de torpes y desafortunados desencuentros entre ambos protagonistas, y más tarde como principal protagonista de la función. El giro puede resultar brusco, pero a poco que prestemos atención entenderemos que todo el mal rollo estaba ahí desde el comienzo, sólo que la astucia y la extrema delicadeza del director había logrado camuflarlo ante nuestra entusiasta mirada. Stockholm, con la frialdad y la sequedad como grandes aliadas, se embarca entonces en una incómoda y brusca batalla campal por la supervivencia del ego, de ese "yo" humillado que tratará de recomponer como sea la dignidad herida. Aquí emerge el otro referente tan mencionado de Stockholm, que por su distinguida y áspera forma de reflejar lo violento de muchas situaciones, está cerca del Michael Haneke de Caché, consiguiendo, como aquélla, ser ferozmente brutal en algunos momentos de imprevisible y descomunal impacto.
Dos películas en una o, mucho mejor, una película con múltiples caras, como todo en la vida. Como los dos personajes, protagonistas absolutos de esta impoluta función, que ofrece a sus dos intérpretes la posibilidad de llevar a cabo ejercicios de interpretación altamente estimulantes, pues Stockholm les permite recorrer un enorme espectro de sus personalidades. Javier Pereira lo borda, literal, desplegando primeramente un contagioso encanto, derrochando sensualidad a través de una mirada de fingida inocencia y una sonrisa que, cual zorro, se sabe arma infalible para conseguir sus propósitos; para luego desvelar sus cartas atropelladamente y acabar estampando en la pantalla la idiosincrasia necia e incongruente de un auténtico capullo. Aura Garrido lidia con el arco dramático más complicado de los dos y logra al final una actuación gigantesca, de puro perfecta, porque el comportamiento esquivo de su personaje al inicio no es sólo una pose, sino que encierra siempre algo enfermizo y endémico, algo que vertebra toda su actuación y que Garrido logra transmitir a lo largo de todo el metraje, por mucho que también, y al mismo tiempo, nos obsequie un esmerado y detallado transcurrir de emociones y actitudes, hilvanadas con sensatez y armonía. Admirable duelo interpretativo pues, como última virtud de un noqueante, desolador y nada acomodaticio reflejo de nuestra condición humana.
http://actoressinverguenza.blogspot.com
Llevan razón los que aseveran que Stockholm podría ser dos películas en una, porque es una forma lícita de apreciar que la cinta de Sorogoyen se comporta a lo largo de toda su primera parte de un modo distinto a como acaba resultando ser. Primero bajo los designios de un cine levemente romántico, con referencia ineludible a la trilogía de Richard Linklater, a la que nos remite la sola mención de su premisa argumental. Pero hay algo que subyace bajo la superficie en todo momento, una especie de punzada latente que aguarda el momento clave para despertar del coma narrativo al que se ve sometida, mientras las imágenes de Stockholm nos obsequian con un flirteo nocturno e insistente de un chico a una desconocida, primeramente reacia, en un largo deambular por las calles de un Madrid altamente inspirador. La fluidez y brillantez de los diálogos colman de energía a unos planos secuencia sobrios y elegantes, donde la cámara no se limita a servir de mero receptor de lo que se dicen entre sí los personajes, sino que demuestra pronto una personalidad autónoma y desconcertante, que va en contra de nuestros anhelos edulcorados, tomando una postura parecida a la de un viejo amigo de la pareja, que asiste intrigado al duelo verbal de ambos, teniendo siempre presente lo desaconsejado de esa unión.
Porque la puesta en escena orquestada por Sorogoyen desmitifica desde el principio el componente idílico de tal encuentro (una fotografía gélida, una dirección artística minimalista, un montaje cadencioso, seco, que conllevan la imposición de una atmósfera distante), germinando en su interior el verdadero tono de la historia: un thriller, en el que la violencia (verbal y física, pero sobre todo emocional) va haciendo acto de presencia paulatinamente, primero maquillada a través de torpes y desafortunados desencuentros entre ambos protagonistas, y más tarde como principal protagonista de la función. El giro puede resultar brusco, pero a poco que prestemos atención entenderemos que todo el mal rollo estaba ahí desde el comienzo, sólo que la astucia y la extrema delicadeza del director había logrado camuflarlo ante nuestra entusiasta mirada. Stockholm, con la frialdad y la sequedad como grandes aliadas, se embarca entonces en una incómoda y brusca batalla campal por la supervivencia del ego, de ese "yo" humillado que tratará de recomponer como sea la dignidad herida. Aquí emerge el otro referente tan mencionado de Stockholm, que por su distinguida y áspera forma de reflejar lo violento de muchas situaciones, está cerca del Michael Haneke de Caché, consiguiendo, como aquélla, ser ferozmente brutal en algunos momentos de imprevisible y descomunal impacto.
Dos películas en una o, mucho mejor, una película con múltiples caras, como todo en la vida. Como los dos personajes, protagonistas absolutos de esta impoluta función, que ofrece a sus dos intérpretes la posibilidad de llevar a cabo ejercicios de interpretación altamente estimulantes, pues Stockholm les permite recorrer un enorme espectro de sus personalidades. Javier Pereira lo borda, literal, desplegando primeramente un contagioso encanto, derrochando sensualidad a través de una mirada de fingida inocencia y una sonrisa que, cual zorro, se sabe arma infalible para conseguir sus propósitos; para luego desvelar sus cartas atropelladamente y acabar estampando en la pantalla la idiosincrasia necia e incongruente de un auténtico capullo. Aura Garrido lidia con el arco dramático más complicado de los dos y logra al final una actuación gigantesca, de puro perfecta, porque el comportamiento esquivo de su personaje al inicio no es sólo una pose, sino que encierra siempre algo enfermizo y endémico, algo que vertebra toda su actuación y que Garrido logra transmitir a lo largo de todo el metraje, por mucho que también, y al mismo tiempo, nos obsequie un esmerado y detallado transcurrir de emociones y actitudes, hilvanadas con sensatez y armonía. Admirable duelo interpretativo pues, como última virtud de un noqueante, desolador y nada acomodaticio reflejo de nuestra condición humana.
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29 de octubre de 2012
29 de octubre de 2012
14 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
El mar, que todo lo mueve y todo lo asienta... El mar, protagonista del plano inicial y del plano final... El mar, protagonista que ha dejado a un hombre sin hogar, sin tierra, un español exiliado en Argentina que tras regresar a España, envuelto en morriña, vuelve a sentir nostalgia de tangos... Los tangos, la música... qué recuerdos! La memoria, protagonista más que ningún otro elemento de esta admirable, madura y emotiva cinta. La memoria de los que perdieron el pasado y el presente en el exilio, la memoria que pierden las madres con los años, la memoria saturada de heridas aún abiertas rescatada junto a una botella de anís... El mar, que todo lo cambia, como el tiempo...
Mucho se ha dicho de "El mar y el tiempo", de Fernando Fernán Gómez. Yo la he vuelto a ver por tercera o cuarta vez y es cierto que guardaba un recuerdo entre nostálgico y perezoso acerca de ella. Recordaba sus imágenes como algo viejo y pesado y, sin embargo, tras este tercer o cuarto visionado no me ha cabido más remedio que reafirmarme en mi absoluta devoción por esta singular, pausada, triste a ratos, divertida otros, obra del genio. La hondura que encierran sus imágenes sólo se descubre tras la atenta contemplación de las múltiples aristas que recoge el relato. "El mar y el tiempo" es un canto a la decepción, un grito desesperado para todos aquéllos que ansían un cambio, de ahí la paradoja del personaje de Jesús, un revolucionario exiliado que al volver sólo encuentra la decepción que le provoca el que todo haya cambiado.
Pero, ante todo, "El mar y el tiempo" es una película para disfrutar de los actores, porque todos ellos lo bordan (o, al menos, la mayoría). ¡Qué decir de Rafaela Aparicio, tan emocionante, tan sobrecogedora y tan divertida al mismo tiempo! O Fernán Gómez, estoico y contundente, o el naturalismo que desprende Soriano, tan enérgico, tanto casi como Emma Cohen, a la que este que escribe nunca vio tan buena actriz como aquí. Y, por supuesto, María Asquerino, la mejor borrachera vista nunca en el cine: una sola secuencia le basta para hacerse terriblemente inmortal. Entre los jóvenes destaca Aitana Sánchez-Gijón, encantadora y preciosa, y sobresale (para mal) la languidez y el agarrotamiento de Cristina Marsillach, impropias de la hija de otro grande.
Mucho se ha dicho de "El mar y el tiempo", de Fernando Fernán Gómez. Yo la he vuelto a ver por tercera o cuarta vez y es cierto que guardaba un recuerdo entre nostálgico y perezoso acerca de ella. Recordaba sus imágenes como algo viejo y pesado y, sin embargo, tras este tercer o cuarto visionado no me ha cabido más remedio que reafirmarme en mi absoluta devoción por esta singular, pausada, triste a ratos, divertida otros, obra del genio. La hondura que encierran sus imágenes sólo se descubre tras la atenta contemplación de las múltiples aristas que recoge el relato. "El mar y el tiempo" es un canto a la decepción, un grito desesperado para todos aquéllos que ansían un cambio, de ahí la paradoja del personaje de Jesús, un revolucionario exiliado que al volver sólo encuentra la decepción que le provoca el que todo haya cambiado.
Pero, ante todo, "El mar y el tiempo" es una película para disfrutar de los actores, porque todos ellos lo bordan (o, al menos, la mayoría). ¡Qué decir de Rafaela Aparicio, tan emocionante, tan sobrecogedora y tan divertida al mismo tiempo! O Fernán Gómez, estoico y contundente, o el naturalismo que desprende Soriano, tan enérgico, tanto casi como Emma Cohen, a la que este que escribe nunca vio tan buena actriz como aquí. Y, por supuesto, María Asquerino, la mejor borrachera vista nunca en el cine: una sola secuencia le basta para hacerse terriblemente inmortal. Entre los jóvenes destaca Aitana Sánchez-Gijón, encantadora y preciosa, y sobresale (para mal) la languidez y el agarrotamiento de Cristina Marsillach, impropias de la hija de otro grande.
15 de abril de 2013
15 de abril de 2013
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Basada en la divertidísima pieza teatral homónima de Enrique Jardiel Poncela, material que sirvió al ex-crítico Rafael Gil para llevar a cabo su quinta experiencia tras la cámara. Importante en la historia de la dramaturgia española debido a la revolución humorística que proponía, donde frente al sainete y a la alta comedia imperantes a principios del siglo XX en el teatro español, Eloísa... apostaba por la evasión de la realidad a través de lo inverosímil, donde cobra especial importancia la fantasía casi surrealista y un humor más intelectual o inteligente. La adaptación de Gil se pretende hasta cierto punto fiel y rigurosa al texto original, sin duda, tratando de aprovechar las virtudes de unos diálogos que contienen los grandes apuntes cómicos de la función. Pero lejos de llevar a cabo una académica y obvia traslación a imágenes de las páginas de Eloísa..., Gil demuestra con su cámara la agradecida intención de evitar un estatismo cinematográfico de clara servidumbre teatral, introduciendo ligeros y óptimos cambios en la escritura de su película, y obteniendo una cinta profundamente ágil y acelerada, en la que si bien pervive la comicidad de la obra original, también se advierte una lograda asimilación de referentes cinematográficos para ordenar los elementos narrativos en aras de generar una auténtica intriga cinematográfica, a la que confiere no poco movimiento interno gracias a un pormenorizado trabajo de planificación.
De este modo, Eloísa está debajo de un almendro, versión cinematográfica, no puede ser simplemente tachada de comedia de enredo, basada en algunos lugares comunes en el género (confusión de identidades, por ejemplo), sino que para clasificarla es necesario, por lo menos, añadir a comedia el calificativo negra o incluso fantástica. Éste último es harto más adecuado cuando atendemos a la clara inspiración gótica que se desprende de prácticamente toda la escenografía creada por Enrique Alarcón para una película rodada íntegramente en estudio, donde destaca la concepción de la imagen del castillo del personaje protagonista, en medio de un lago repleto de bruma o el laberíntico y barroco, visiblemente lúgubre, diseño de su interior. También la labor de fotografía de Alfredo Fraile gira en torno a esta sensación, logrando a través de un sinuoso y casi aterrador juego de luces y sombras hacernos olvidar en más de un momento que estamos ante una comedia, confiriéndole a Eloísa está debajo de un almendro el aspecto de una película de o con fantasmas, nada menos adecuado si tenemos en cuenta que el fin último de su protagonista es esclarecer un crimen.
La comedia, propiamente dicha, se cuela por la pantalla en el dibujo de las rocambolescas y absurdas situaciones en las que se contextualizan los personajes secundarios de la función, la mayoría de ellos pertenecientes al clan de los Briones, de imperdurable efectismo humorísitico incluso cuando la cinta cumple ya la friolera de 70 años. Así, se mantiene vivo el espíritu del autor y su decidida intención de inventar un nuevo y estimulante género cómico. La inversimilitud de algunas situaciones, unido a la extravagancia de unos personajes que cabalgan en todo momento por el límite de la cordura, son otros de los grandes hallazgos de esta joya a la que espectadores actuales, de inocencia corrompida, podrían tachar fácilmente de naif, obviando que se encuentran ante una película que pese al paso inmisericorde del tiempo, mantiene intacta la frescura y el encanto que la llevaron a convertirse en una de las más célebres comedias de su época.
http://actoressinverguenza.blogspot.com
De este modo, Eloísa está debajo de un almendro, versión cinematográfica, no puede ser simplemente tachada de comedia de enredo, basada en algunos lugares comunes en el género (confusión de identidades, por ejemplo), sino que para clasificarla es necesario, por lo menos, añadir a comedia el calificativo negra o incluso fantástica. Éste último es harto más adecuado cuando atendemos a la clara inspiración gótica que se desprende de prácticamente toda la escenografía creada por Enrique Alarcón para una película rodada íntegramente en estudio, donde destaca la concepción de la imagen del castillo del personaje protagonista, en medio de un lago repleto de bruma o el laberíntico y barroco, visiblemente lúgubre, diseño de su interior. También la labor de fotografía de Alfredo Fraile gira en torno a esta sensación, logrando a través de un sinuoso y casi aterrador juego de luces y sombras hacernos olvidar en más de un momento que estamos ante una comedia, confiriéndole a Eloísa está debajo de un almendro el aspecto de una película de o con fantasmas, nada menos adecuado si tenemos en cuenta que el fin último de su protagonista es esclarecer un crimen.
La comedia, propiamente dicha, se cuela por la pantalla en el dibujo de las rocambolescas y absurdas situaciones en las que se contextualizan los personajes secundarios de la función, la mayoría de ellos pertenecientes al clan de los Briones, de imperdurable efectismo humorísitico incluso cuando la cinta cumple ya la friolera de 70 años. Así, se mantiene vivo el espíritu del autor y su decidida intención de inventar un nuevo y estimulante género cómico. La inversimilitud de algunas situaciones, unido a la extravagancia de unos personajes que cabalgan en todo momento por el límite de la cordura, son otros de los grandes hallazgos de esta joya a la que espectadores actuales, de inocencia corrompida, podrían tachar fácilmente de naif, obviando que se encuentran ante una película que pese al paso inmisericorde del tiempo, mantiene intacta la frescura y el encanto que la llevaron a convertirse en una de las más célebres comedias de su época.
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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En el campo interpretativo, si bien hay que lamentar que el protagonismo recayera en las manos de Rafael Durán, por aquél entonces uno de los más reputados y prestigiosos galanes de nuestra cinematografía y cuyo trabajo, visto con el paso del tiempo, nos resulta monocorde y absolutamente limitado; por el contrario, hay que destacar la entregada labor de la joven y ya estrella en ciernes Amparo Rivelles, fotografiada bellísimamente y demostrando que ya poseía un don natural para efectuar con suma delicadeza transiciones emocionales creíbles desde la pantalla. Sin embargo, si hay un intérprete de Eloísa está debajo de un almendro que justifique su visionado, ésa es Guadalupe Muñoz Sampedro, acometiendo con estoica y descacharrante soberbia el personaje de Clotilde, la estrafalaria tía de la protagonista, elevando con su intervención la estupenda factura general de la cinta. Y aunque sea esta imprescindible y admirable dama del teatro español el gran hallazgo que para los no iniciados pueda encontrarse en Eloísa..., tampoco hay que olvidar el concurso de un plantel de secundarios de verdadero lujo compuesto por Juan Espantaleón, Alberto Romea, Juan Calvo, Joaquín Roa, José Prada o Ana de Siria, todos, absolutamente todos, en auténtico estado de gracia, a pesar de no abandonar nunca un tono de actuación eminentemente teatral que termina encajando a la perfección con el disparate generalizado de la farsa expuesta en esta singular, modélica y recomendable película.
8
3 de junio de 2014
3 de junio de 2014
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ante tremendo panorama, a media mañana apareció Todos están muertos, debut en el largometraje de Beatriz Sanchís, que hizo subir de golpe y porrazo el listón dentro de la Sección Oficial del Festival de Málaga. Tras un inicio ciertamente desconcertante, la voz en off de un niño se dirige a un personaje indeterminado y nos muestra la especial relación y existencia de su peculiar familia, una abuela mexicana y una madre antigua estrella del rock que vive recluida en casa haciendo tartas de manzanas, Todos están muertos impone pronto en pantalla un sello diferenciador, marcando en seguida las distancias no ya sólo con el resto de cintas a competición en la muestra malagueña, sino también con la mayor parte de la producción nacional del momento. Y la culpa o, mejor dicho, el mérito de ello es la insólita y reveladora manera con la que Sanchís se atreve a hablar de algo tan común en el cine mundial como son las familias rotas: desde una óptica que no muestra reparos en adentrarse en los caminos del realismo mágico sudamericano, además de una forma terriblemente natural y espontánea, lo que se apodera de toda la película dotándola de una magnética ternura.
Con tan irresistible atmósfera, luminosa y elocuente del afecto y la comprensión con la que están escritos todos los personajes y sus conflictos, Todos están muertos se sirve de constantes símbolos (el pelo, el despertador, los pasos de los personajes) para ir descubriendo con exquisita sensibilidad el viaje hacia la luz interior, hacia la calma y la estabilidad que lleva a cabo su torturada protagonista, logrando hablar en el camino, valiente como pocas, de temas incluso hasta espinosos (la muerte, obviamente, pero también la maternidad no asumida e irresponsable o algún otro algo más polémico que no desvelaremos aquí), eludiendo todo lo de maniqueo que tales asuntos pudieran conllevar y tratándolos con una sencillez tan loable que, en última instancia, habla maravillas de la inteligencia con la que Sanchís, autora también del guión, ha tejido todos y cada uno de los pormenores de su historia. Una película sin trucos, certera y profundamente honesta, que consigue además algo tan bonito como es estar vehiculada emocionalmente por la música, siendo ésta un compendio de las vibraciones imperantes en los sonidos de la famosa movida madrileña, que sirve de parte inspiradora del relato, pero también de la melancolía que inundó al rock en los noventa, momento en el que se ubica la narración. Y, para rizar el rizo de los aciertos, Todos están muertos sirve una de las interpretaciones más conmovedoramente redondas de Elena Anaya, intérprete que demuestra aquí haber comprendido y asimilado incluso hasta los rincones más oscuros de su personaje. La mexicana Angélica Aragón ofrece el perfecto contrapunto de emoción en uno de los, a buen seguro, mejores debuts del año.
Con tan irresistible atmósfera, luminosa y elocuente del afecto y la comprensión con la que están escritos todos los personajes y sus conflictos, Todos están muertos se sirve de constantes símbolos (el pelo, el despertador, los pasos de los personajes) para ir descubriendo con exquisita sensibilidad el viaje hacia la luz interior, hacia la calma y la estabilidad que lleva a cabo su torturada protagonista, logrando hablar en el camino, valiente como pocas, de temas incluso hasta espinosos (la muerte, obviamente, pero también la maternidad no asumida e irresponsable o algún otro algo más polémico que no desvelaremos aquí), eludiendo todo lo de maniqueo que tales asuntos pudieran conllevar y tratándolos con una sencillez tan loable que, en última instancia, habla maravillas de la inteligencia con la que Sanchís, autora también del guión, ha tejido todos y cada uno de los pormenores de su historia. Una película sin trucos, certera y profundamente honesta, que consigue además algo tan bonito como es estar vehiculada emocionalmente por la música, siendo ésta un compendio de las vibraciones imperantes en los sonidos de la famosa movida madrileña, que sirve de parte inspiradora del relato, pero también de la melancolía que inundó al rock en los noventa, momento en el que se ubica la narración. Y, para rizar el rizo de los aciertos, Todos están muertos sirve una de las interpretaciones más conmovedoramente redondas de Elena Anaya, intérprete que demuestra aquí haber comprendido y asimilado incluso hasta los rincones más oscuros de su personaje. La mexicana Angélica Aragón ofrece el perfecto contrapunto de emoción en uno de los, a buen seguro, mejores debuts del año.
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