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Críticas 114
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
14 de mayo de 2014
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
De nuevo nos encontramos el blanco y negro en la pantalla, quizá como huella de libertad creativa o quizá como manifestación estética de una vitalidad que no precisa del color para mostrar la alegría de vivir. Así se nos presenta "Frances Ha", película de Noah Baumbach estrenada recientemente y que se acerca a una realidad tan juvenil y auténtica como desorientada y perdida. La trama es mínima y se reduce al deambular cotidiano de Frances por Nueva York, Sacramento o París..., por uno y otro piso alquilado con amigos, prestado por ellos o en un colegio mayor..., por un trabajo como bailarina suplente o secretaria de una compañía, como camarera o sin hacer nada... Así es la vida de esta joven de veintisiete años, que no sabe si es vieja o joven, si es un "espantachicos" o simplemente no quiere compromisos, si su vida tiene futuro o si va huyendo hacia adelante por los resquicios que encuentra en su caminar.

Sin duda, la película de Baumbach respira frescura, libertad, chispa, energía. Es la que tiene su protagonista cuando tiene que abrirse paso en un entorno laboral difícil, cuando se adivina un desencanto afectivo quizá fruto de relaciones anteriores... pero que no la sumen en la depresión ni el encerramiento en sí misma o en su apartamento. Frances encarna el espíritu del ave fénix, el de un renacer continuo frente a la adversidad y la decepción, sin cejar en su intento por ser feliz o en tener un piso propio con su nombre en el buzón... aunque sea renunciando a parte de su apellido. Los amigos y amigas se le van escapando, lo mismo que los trabajos... y sin embargo, ella continúa su baile con la vida, su corretear alegre por las calles, su volver a empezar. Su juventud es una coreografía continua, libre de ataduras y también de cualquier conciencia moral o de normas sociales. En ese sentido, su cuerpo tiene la flexibilidad de la bailarina y su cabeza el desorden de quien no se ha asentado en la vida -así se lo dice su amiga Sophie-, mientras que en su horizonte solo se percibe el qué haré hoy o mañana, a lo sumo.

Pero Frances también es el ejemplo de una juventud que huye hacia ninguna parte, que vive de emociones pasajeras y que elude responsabilidades que se prolonguen en el tiempo. Nuestra protagonista busca continuamente su lugar en la sociedad y no parece encontrarlo nunca, recorre lugares -estamos de nuevo ante una road movie- para no arraigar en ninguno... porque se mueve en el terreno de lo efímero y de lo virtual, de lo posmoderno. No hay moral que a uno le sujete ni conciencia que le recrimine, y por eso no hay culpa ni amargura... y todo se convierte en un recomenzar continuo sin un pasado que lastre las decisiones. Cada presente se convierte en un refugio de uno mismo, y el futuro no es otra cosa que una ilusión y una fantasía. Y así, esta juventud posmoderna no consigue superar una adolescencia que se prolonga con los veintisiete años.

El director traza una planificación cuidada y precisa en su duración que sabe fijar la cámara para capturar trozos de realidad, con un ritmo ágil que responde al vitalismo de la protagonista, con un hermoso blanco y negro que da cuenta de la autenticidad del trabajo, con una banda sonora pletórica de ganas de vivir. Indudablemente, estamos ante un autor y una propuesta con personalidad, y también advertimos la chispa de inteligencia y sensibilidad, de comicidad y aparente ligereza. Carece solemnidad y no abusa de los subrayados, se advierte el retrato certero de una juventud que vive el presente... quizá porque el futuro es incierto. Pero no hay mayor profundidad en sus reflexiones ni contemplación en su acercamiento a la realidad; sí hay, en cambio, belleza en su tratamiento estético y una elegante dirección de actores en donde sobresale la interpretación de Greta Gerwig. Por eso, con las salvedades apuntadas, se trata de una película recomendable para cinéfilos y espectadores que quieran un cine no demasiado comercial.
8 de julio de 2015 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Wendy es crítica literaria y maneja la palabra con inteligencia. Pero se ha olvidado de vivir y de mirar a quienes le rodean, y quizá por eso ahora esté en trámites de divorcio en su matrimonio. Acuciada por a necesidad de abrirse al mundo y no permanecer encerrada delante de sus libros, decide aprender a conducir... y ahí es donde conoce a Darwan, profesor de una autoescuela -es sij y refugiado político- que la enseñará a ir por la carretera y por la vida. Básicamente esto es lo que nos cuenta "Aprendiendo a conducir", última película de Isabel Coixet y un paso más en su carrera hacia un cine cada vez más descafeinado. Lejos queda la sutileza, intimismo y poesía de títulos como "Cosas que nunca te dije" o "La vida secreta de las palabras"... porque después llegaron historias anodinas y convencionales, con sentimientos explícitos y algo burdos, con personajes banales y carentes de alma. Y en esa línea hay que situar esta película, aunque su tono optimista marque una diferencia.

A la cinta y a Coixet le salvan Ben Kingsley y sobre todo Patricia Clarkson. Son ellos quienes dan vida a esa pareja de extraterrestres que no se encuentran cómodos en la urbe neoyorquina, uno por pertenecer a una cultura diferente y otro por vivir en el mundo de las letras. Ambos se sientan en la parte delantera del coche para guiar sus vidas con un volante y unos pedales. Él dispone de un espíritu trascendente que le hace ser "un buen hombre", y ella de una capacidad de decisión que la ayuda a no frenarse ante los obstáculos. En la diversidad se entienden y sintonizan, y la culpa de esa complicidad la tienen los dos actores, magníficos y capaces de crear una atmósfera que la directora no ha sabido generar. Su planificación es anodina y su ritmo narrativo átono, y Coixet no consigue un solo clímax dramático ni emotivo, para discurrir todo a la espera de un final donde es evidente que Wendy aprenderá a conducir y a conducirse.

Por otro lado, la metáfora del coche como vehículo para la vida es simple y limitada en su obviedad. Interesante es la doble perspectiva para llegar al matrimonio, como acto concertado o como fruto del amor personal. Cuestión de cultura, y ahí está el resultado... pero ayuda a pensar. Gracias a Dios no desarrolla esa tesis porque el tono de la cinta es otro, más liviano y también más optimista. Y eso hay que agradecérselo, lo mismo que los apuntes cómico-irónicos que respiran algunas situaciones, aunque hubiera estado bien que enganchase al espectador por la vía de la emoción... y no lo hace. En definitiva, una película para ver a Clarkson y a Kingsley... pero no a Coixet, que parece haberse diluido en el mapa de las palabras de Nueva York.
26 de enero de 2015 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nunca es fácil digerir la muerte de un ser querido, y menos aún si las circunstancias han hecho que la conciencia albergue algún sentimiento de culpa. Han pasado veinte años e Iván mantiene vivo el recuerdo de la infancia en que perdió su halcón y algo más. Entonces había acudido a un sanador con su madre Nana y su hermano Gully, esperando la curación milagrosa del pequeño. Ahora, encerrado en su mundo de cetrería, tiene la oportunidad de volver a ver a su madre y entender porqué le abandonó para irse a curar a desconocidos. La historia de "No llores, vuela" se mueve, de esta manera, en dos coordenadas temporales y con una inquietud profunda: ¿podía haber hecho más para impedir esa muerte? Es el desasosiego de madre e hijo, distanciados por el dolor y atrapados por un pesar que les impide volar.

Claudia Llosa da a la cinta un tono intimista e incluso poético, dosificando con tacto -aunque con una intriga un tanto falsa- lo sucedido en la infancia, manteniendo ocultos los motivos de ese viaje al Polo, tanto de Iván como de la periodista Ressemore. No sabemos porqué se separaron madre e hijo, pero sí que en el niño cetrero ya había nacido un sentimiento de pesar y de celos hacia su hermano, que necesitaba afecto y que se sentía postergado por su madre. Eso explica algo de lo que la directora deja fuera de campo, y la razón de un viaje necesario porque había que dejar de llorar el pasado y volar hacia el futuro. "No llores, vuela" es, en realidad, una road movie interior de un hijo que sabía enseñar a los halcones a volar pero que desconocía la propia libertad interior.

Quizá Claudia Llosa abuse del montaje paralelo, quizá resulte en ocasiones confusa y con baches narrativos, y quizá deje sin desarrollar alguna subtrama como la de la periodista... que hubiera compensado y completado la historia de superación. Pero la película se mantiene centrada en las relaciones madre-hijo y trata de dar una segunda oportunidad a aquel chaval que un día visitó al sanador no necesitándolo él, y que dos décadas después repitió el viaje porque realmente sí estaba enfermo. Jennifer Connelly y Cillian Murphy sintonizan bien al mostrar sensibilidades esquivas y buscarse infructuosamente, mientras que Mélanie Laurent parece estar más fuera de la órbita emocional de la historia a la vez que la situación personal de su personaje suena a postiza.

Por otro lado, la fría fotografía de Nicolas Bolduc resulta idónea para recoger con acierto unas vidas congeladas en sus sentimientos, y contribuye decisivamente a crear ese ambiente de misterio e incertidumbre que impregna toda la cinta. Sin resultar original esta historia de dolor y liberación, la película rebosa sensibilidad e intenta adentrarse en la conciencia de la pareja protagonista... y eso es de agradecer. A la madre la libera con una misión que la lleva allá donde alguien la necesite; al hijo le recluye en una cabaña rodeado de aves de cetrería, a la espera de que se decida a perdonar y a volar alto. La película es ciertamente irregular y se mantiene contenida en todo momento faltándole un punto de energía, pero gustará a quienes busquen sentimientos íntimos y escondidos entre una madre y un hijo que se necesitaban pero que se rehuían.
14 de mayo de 2014 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El tema de la memoria es uno de los predilectos del cine, como también lo es el de la redención de la culpa propia o ajena. Ambos están presentes en "La memoria de los muertos" (The Final Cut), película de ciencia ficción realizada por Omar Naim en el 2004 y que resulta tan sugerente como incompleta. En una sociedad del futuro, a algunos -uno de cada veinte personas- se les han implantado al nacer un chip Zoë en la memoria, que permite almacenar como recuerdos todo aquello que ven, y en ocasiones -por error del chip- también lo que imaginan o sueñan. El objetivo no es otro que poder hacer, una vez muerto el individuo, una película de su vida que le haga eterno entre sus seres queridos, algo que es encargado a un montador. Este profesional debe trabajar las imágenes recogidas en el implante, entrevistar a los vivos que conociera... y "devorar los pecados" del cliente, pues se trata de tener un buen recuerdo del difunto.

La historia tiene su punto de originalidad y consigue generar inquietud al percibir que se está manipulando la realidad, que se está faltando al derecho a la intimidad, que se está minando la libertad para vivir y la paz para morir. Vemos que nadie está a salvo en esta sociedad que se auto-engaña, y hasta el constructor de la memoria tiene su talón de Aquiles y necesita un rememorial que le permita liberarse del peso de la culpa. Hay un código moral para esos montadores que se respeta mientras conviene, y un movimiento social anti-implante con sus manifestaciones de queja y sus sicarios de turno. En realidad, todo está dispuesto para crear la gran mentira y para garantizar un recuerdo placentero, como si de los muertos solo se pudiera hablar bien y de los vivos... En el fondo, quien paga tiene derecho a escuchar lo que quiere oír, y al resto poco le importa que se omitan las mezquindades que en toda vida existen.

Por otro lado, causa perplejidad asistir a esas proyecciones privadas como si de un ritual pagano se tratara, con toda la carga sentimental y de falsedad que encierran, con la falta de pudor de quien sabe que todo lo que se proyectará habrá sido filtrado o censurado... Y también produce pena ver cómo contemplar la vida de los otros no hace sino vaciar la propia de emociones y alejar al protagonista de la realidad, o produce vértigo comprobar hasta dónde puede llegar la tecnología en su proceso de deshumanización. La cinta está realizada con corrección, aunque la idea daba para más y todo se queda en una herida de la infancia que necesita ser curada, en una manipulación del montaje -ahora me refiero al montador del film, no al de los rememoriales- que va y viene en el tiempo, que se introduce en una mente y en la del vecino. Hay que agradecerle a Robin Williams su sobriedad interpretativa y que deje de lado alguno de sus histrionismos, y también al director que adopte la actitud de su protagonista para dejar fuera de campo alguna de las miserias humanas.
9 de abril de 2014 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El síndrome de Estocolmo lleva a una persona retenida contra su voluntad -sin violencia- a desarrollar una relación de complicidad y un fuerte vínculo afectivo con quien la ha secuestrado. Si entre ellos hay un punto de soledad y surge un chispazo de afecto, entonces la cosa se complica porque en las cosas del amor... es todo un misterio lo que sucede en el corazón, y también un riesgo si se pierde la sensatez. En la película "Stockholm" que dirige Rodrigo Sorogoyen, vemos a un chico que conoce a una chica en una discoteca y que se propone pasar la noche con ella... aunque eso le obligue a ser extremadamente persuasivo e insistente en su intento. Ella atraviesa un mal momento y está triste y, aunque inicialmente le rechaza, acaba accediendo a sus deseos y entrando al juego del amor... y de las apariencias.

Nada es lo que parece en "Stockholm" porque Rodrigo Sorogoyen y Isabel Peña escriben un buen guión con eficaces giros dramático-emocionales, porque los protagonistas hacen creer al espectador que sus personajes se quieren... o se necesitan, porque cada uno oculta al otro sus carencias y sus verdaderas intenciones. El espectador percibe la herida e inestabilidad de ella gracias al expresivo trabajo de Aura Garrido, lo mismo que el desparpajo y nobleza de él por medio del rostro de Javier Pereira. Pero la realidad se ve de distinta manera a la luz de la luna que a la del sol... y la verdad termina imponiéndose, guste o no guste. Asistimos, a fin de cuentas, al juego del gato y el ratón, donde la agudeza del ingenio rivaliza con las artimañas del corazón, donde el engaño se convierte en arma defensiva y la venganza en instrumento de contraataque.

Imposible no recordar, en ese sentido, "Hard Candy" con Ellen Page haciendo de caperucita frente al lobo feroz... pero, sobre todo, imposible no hacer referencia a la trilogía que Richard Linklater comenzó con "Antes del amanecer". Una joven pareja que se conoce por casualidad y que comienza a pasear sin rumbo por la ciudad, una conversación que trata de averiguar la forma de pensar y de ver la vida que tiene el otro -aquí mucho más insulsa y narcisista que la que mantenían Julie Delpy y Ethan Hawke-, y un futuro incierto y quizá efímero que se abre ante ellos. Sorogoyen sobrevive a la empresa y crea personajes con alma, con diálogos bien hilvanados y con situaciones que se mueven hábilmente entre el equívoco, la mentira y la perplejidad.

A pesar de su falta de originalidad, la cinta entretiene en su desarrollo e inquieta en su desenlace, sobre todo porque hemos podido observar el juego de las apariencias y el peligro al que se exponen quienes tratan frívolamente las cosas del corazón, quienes siendo tan iguales en su necesidad... se comportan de manera tan distinta en el modo de satisfacer el deseo de sentirse queridos. Y una muestra también de que, para hacer una buena película no siempre se necesitan grandes presupuestos, que basta con un buen guión que un director y unos actores competentes se encarguen de poner en escena.
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