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6.8
39,206
5
19 de enero de 2013
19 de enero de 2013
Sé el primero en valorar esta crítica
A la vista de sus últimas películas, muy poco queda en el cine de Kathryn Bigelow del pulso y la precisión a la hora de contar historias con que debutó aquella directora y guionista hace tres décadas. Con el paso de los años no se atisba resquicio alguno del innegable talento de aquella mujer llegada a finales de los años 80 a revolucionar -y redimir- el cine de acción repleto de esteroides y anabolizantes. Acero azul supuso un reconfortante soplo de aire fresco en el género, como también lo fue Le llaman Bodhi. Comenzaron a circular las leyendas. La rumorología otorgó a Bigelow todo el mérito de las impactantes secuencias de acción, rodadas a golpe de steadicam, de Aliens: el regreso. La exmujer de Cameron poseía el nervio, el músculo; pero también el ritmo. Controlaba los tiempos, creaba un clímax. Todo aquello se diluyó a mediados de los 90, con el estreno de la muy ambiciosa, pero fallida, Días extraños. Su carrera, entonces, dio un giro para adentrarse -con suerte desigual- en el thriller psicológico, sin abandonar la acción. El peso del agua y K-19: The Widowmaker fueron sus exiguas incursiones en la pantalla grande en el primer tramo del nuevo siglo. Una época marcada por alimenticios trabajos en series de televisión.
Su esperado retorno al cine de acción llegaba de la mano del subgénero bélico marcado por el ramalazo psicológico que otorga todo desorden del estrés postraumático que se precie. En tierra hostil (The Hurt Locker) resultó que nos dejaba a una directora en tierra de nadie. Aunque todo esto poco parecía importarle a una industria acostumbrada, como el Saturno de Goya, a devorar a sus primogénitos. La película se alzó con seis de las nueve estatuillas a las que aspiraba en la Gala de los Oscar 2010 y Bigelow hizo historia. No sólo se convirtió en la primera directora en llevarse al tío Oscar a casa, sino que derrotó a su ex, James Cameron, cuya Avatar tuvo que conformarse con las migajas de los premios técnicos (y los más de 2.000 millones de dólares de la taquilla).
Tras el aluvión de premios, no sólo los Oscar, la expectación creció acerca de qué proyecto nos devolvería a la directora ya consagrada como ‘adalid de una nueva generación de mujeres maduras y capaces de hacer las cosas como los hombres sin tener que demostrarlo cada cinco minutos’. Esto es Hollywood. Kathryn Bigelow sólo ha tenido que esperar 30 años, A Hitchcock nunca le dieron un Oscar…
El proyecto elegido tras su muy oscarizada incursión en los desastres de la guerra versión yankee -que no goyesca- ha sido la desmesuradamente ambiciosa reconstrucción de la búsqueda, localización y exterminio del enemigo público número uno. El hombre del nombre impronunciable. Para ello apostó a valor seguro. Repitió tándem con el guionista y productor Mark Boal y se adentraron en la psique de los agentes de Langley que viven por y para capturar terroristas. Los anónimos superhéroes modernos que trabajan días y días sin descanso. Cuyas vidas quedan reducidas a una pequeña notificación en la esquina inferior izquierda del monitor de su ordenador. Hombres y mujeres, pero sobre todo mujeres, que de manera concienzuda escudriñan vídeos de interrogatorios, torturas, atentados, misiones espía que graban drones que sobrevuelan Afganistán… Todo por nuestra seguridad. Presente y futura. Esto es, o pretende ser, La noche más oscura (Zero Dark Thirty).
Todo lo que semana a semana durante 24 capítulos y dos temporadas nos ha descrito de manera magistral Homeland. Sólo que inflado y estirado. Ahora tenemos un remedo de Carrie Mathison de nombre Maya y pelazo a lo Lana del Rey. Nos adentramos en las tripas de la CIA, olisqueamos sus malolientes y pútridas entrañas a base de una sucesión de capítulos que, básicamente, van de un atentado a otro. Sin sorpresa alguna para el espectador, ya que incluso la cámara nos prepara para lo inevitable. Asistimos a la escalada del terror no sólo en la todopoderosa land of the free, sino también en la Vieja Europa. De manera incomprensible Boal y Bigelow obvian todo lo ocurrido el 11 de marzo de 2004 en Madrid. Es algo que, en aras del supuesto rigor que envuelve todo lo rodado a lo largo de 157 interminables minutos, no se explica. Londres. 7 de julio de 2005. Fin.
La acción es inexistente. Ni siquiera los últimos 20 minutos de película poseen un ritmo reseñable. La obsesión por narrar cronológicamente diez años de febril búsqueda lastra la cinta de principio a fin. Un fin de sobra conocido y deliberadamente enturbiado. Unos hechos sobre los que la película pretende servir como explicación definitiva. Carpetazo y a otra cosa. Casi tres horas para justificar el terrorismo de estado. Para convencernos de que la obsesión movida por la sed de venganza es un valor encomiable.
Cómo se echa de menos la verdad que destilaba la cámara en aquel homenaje confeso a Edward Hopper. El miedo transmutado en rabia y valor de aquella policía que interpretaba Jamie Lee Curtis. A Hudson y Hicks moviéndose como si tuvieran prisa. Los anfetamínicos robos de la banda de los expresidentes… Incluso el amor apocalíptico de Mace y Lenny. Cómo se echa de menos disfrutar tanto en una sala de cine. Pero qué suerte haberlo vivido.
Su esperado retorno al cine de acción llegaba de la mano del subgénero bélico marcado por el ramalazo psicológico que otorga todo desorden del estrés postraumático que se precie. En tierra hostil (The Hurt Locker) resultó que nos dejaba a una directora en tierra de nadie. Aunque todo esto poco parecía importarle a una industria acostumbrada, como el Saturno de Goya, a devorar a sus primogénitos. La película se alzó con seis de las nueve estatuillas a las que aspiraba en la Gala de los Oscar 2010 y Bigelow hizo historia. No sólo se convirtió en la primera directora en llevarse al tío Oscar a casa, sino que derrotó a su ex, James Cameron, cuya Avatar tuvo que conformarse con las migajas de los premios técnicos (y los más de 2.000 millones de dólares de la taquilla).
Tras el aluvión de premios, no sólo los Oscar, la expectación creció acerca de qué proyecto nos devolvería a la directora ya consagrada como ‘adalid de una nueva generación de mujeres maduras y capaces de hacer las cosas como los hombres sin tener que demostrarlo cada cinco minutos’. Esto es Hollywood. Kathryn Bigelow sólo ha tenido que esperar 30 años, A Hitchcock nunca le dieron un Oscar…
El proyecto elegido tras su muy oscarizada incursión en los desastres de la guerra versión yankee -que no goyesca- ha sido la desmesuradamente ambiciosa reconstrucción de la búsqueda, localización y exterminio del enemigo público número uno. El hombre del nombre impronunciable. Para ello apostó a valor seguro. Repitió tándem con el guionista y productor Mark Boal y se adentraron en la psique de los agentes de Langley que viven por y para capturar terroristas. Los anónimos superhéroes modernos que trabajan días y días sin descanso. Cuyas vidas quedan reducidas a una pequeña notificación en la esquina inferior izquierda del monitor de su ordenador. Hombres y mujeres, pero sobre todo mujeres, que de manera concienzuda escudriñan vídeos de interrogatorios, torturas, atentados, misiones espía que graban drones que sobrevuelan Afganistán… Todo por nuestra seguridad. Presente y futura. Esto es, o pretende ser, La noche más oscura (Zero Dark Thirty).
Todo lo que semana a semana durante 24 capítulos y dos temporadas nos ha descrito de manera magistral Homeland. Sólo que inflado y estirado. Ahora tenemos un remedo de Carrie Mathison de nombre Maya y pelazo a lo Lana del Rey. Nos adentramos en las tripas de la CIA, olisqueamos sus malolientes y pútridas entrañas a base de una sucesión de capítulos que, básicamente, van de un atentado a otro. Sin sorpresa alguna para el espectador, ya que incluso la cámara nos prepara para lo inevitable. Asistimos a la escalada del terror no sólo en la todopoderosa land of the free, sino también en la Vieja Europa. De manera incomprensible Boal y Bigelow obvian todo lo ocurrido el 11 de marzo de 2004 en Madrid. Es algo que, en aras del supuesto rigor que envuelve todo lo rodado a lo largo de 157 interminables minutos, no se explica. Londres. 7 de julio de 2005. Fin.
La acción es inexistente. Ni siquiera los últimos 20 minutos de película poseen un ritmo reseñable. La obsesión por narrar cronológicamente diez años de febril búsqueda lastra la cinta de principio a fin. Un fin de sobra conocido y deliberadamente enturbiado. Unos hechos sobre los que la película pretende servir como explicación definitiva. Carpetazo y a otra cosa. Casi tres horas para justificar el terrorismo de estado. Para convencernos de que la obsesión movida por la sed de venganza es un valor encomiable.
Cómo se echa de menos la verdad que destilaba la cámara en aquel homenaje confeso a Edward Hopper. El miedo transmutado en rabia y valor de aquella policía que interpretaba Jamie Lee Curtis. A Hudson y Hicks moviéndose como si tuvieran prisa. Los anfetamínicos robos de la banda de los expresidentes… Incluso el amor apocalíptico de Mace y Lenny. Cómo se echa de menos disfrutar tanto en una sala de cine. Pero qué suerte haberlo vivido.

6.6
12,194
7
3 de julio de 2012
3 de julio de 2012
Sé el primero en valorar esta crítica
¿Quė serías capaz de hacer por amor? Ésta es la premisa con la que se presenta esta película, gran triunfadora de la edición de 2011 del Festival de Cine Independiente de Sundance al alzarse con los premios del jurado a la mejor cinta norteamericana y recibir además una mención para su protagonista femenina, la actriz británica Felicity Jones. Galardones ambos muy merecidos, ya que Like Crazy supone la reválida del director Drake Doremus y también una de las más lúcidas incursiones del séptimo arte en un género en exceso manido y almibarado como es el romance. Nada más lejos de la realidad. Porque querer duele, como nos muestra esta película. Al menos cuando se hace en la distancia. Una relación en principio idílica se torna un suplicio para la pareja protagonista. Un joven angelino y una chica londinense. Él quiere ser diseñador de muebles, ella periodista. Se enamoran. No quieren separarse. Una decisión impulsiva. La separación. La distancia. Los reencuentros. El inexorable paso del tiempo…
La realista aproximación del director apoyada en unas creíbles interpretaciones, muchas secuencias cuentan con diálogos improvisados entre Anton Yelchin y Felicity Jones, todo ello sazonado con detalles que mantienen el interés del espectador sin traspasar la peligrosa barrera del empacho sensiblero hacen de esta cinta independiente una grata sorpresa. Quizá existen algunos subrayados de guion que se podrían haber aligerado en la sala de montaje. Empero, es de agradecer que la narración no se vea perjudicada por los obligados saltos espacio temporales y que la historia se resuelva en los 90 minutos de rigor. Los secundarios no desmerecen y la banda sonora (sorprendente viaje en el tiempo cortesía de Paul Simon) es el complemento perfecto a esta agridulce historia de (des)amor que termina por responder a la pregunta inicial. Aunque no siempre se está preparado para descubrir la respuesta ni para asumir las implicaciones y las consecuencias de las decisiones que se toman con el corazón. En ocasiones la paciencia acaba por resquebrajarse y convertirse en una carga más que en una virtud. Destacar, por último, el incomprensible retraso en el estreno -postergado sine die- de esta película en nuestro país. Paramount se hizo con los derechos de distribución en España tras el sonoro éxito de Sundance, pero desde entonces (año y medio ya) nunca más se supo. Una pena.
La realista aproximación del director apoyada en unas creíbles interpretaciones, muchas secuencias cuentan con diálogos improvisados entre Anton Yelchin y Felicity Jones, todo ello sazonado con detalles que mantienen el interés del espectador sin traspasar la peligrosa barrera del empacho sensiblero hacen de esta cinta independiente una grata sorpresa. Quizá existen algunos subrayados de guion que se podrían haber aligerado en la sala de montaje. Empero, es de agradecer que la narración no se vea perjudicada por los obligados saltos espacio temporales y que la historia se resuelva en los 90 minutos de rigor. Los secundarios no desmerecen y la banda sonora (sorprendente viaje en el tiempo cortesía de Paul Simon) es el complemento perfecto a esta agridulce historia de (des)amor que termina por responder a la pregunta inicial. Aunque no siempre se está preparado para descubrir la respuesta ni para asumir las implicaciones y las consecuencias de las decisiones que se toman con el corazón. En ocasiones la paciencia acaba por resquebrajarse y convertirse en una carga más que en una virtud. Destacar, por último, el incomprensible retraso en el estreno -postergado sine die- de esta película en nuestro país. Paramount se hizo con los derechos de distribución en España tras el sonoro éxito de Sundance, pero desde entonces (año y medio ya) nunca más se supo. Una pena.
6
24 de mayo de 2012
24 de mayo de 2012
Sé el primero en valorar esta crítica
Asistir en directo a la ruptura artística y sentimental de una de las parejas más encantadoras de la música popular. Esto es lo que nos muestra el documental The Swell Season, titulado como la homónima banda que formaron Glen Hansard y Markéta Irglová -músicos y actores ocasionales- aprovechando el desbordante éxito de la película Once por la que ganaron un Oscar. De los dos años siguientes, repletos de conciertos, viajes y (con)vivencias también trata este filme rodado en un impecable blanco y negro que lo dota de una mayor crudeza. La cinta no es, cinematográficamente, apabullante; sin embargo, sí lo es la historia que se nos cuenta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Si quieres seguir leyendo: http://wp.me/p19wxa-bq

6.5
3,362
9
8 de enero de 2021
8 de enero de 2021
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Viernes, 8 de mayo de 2020. Era inevitable que en mitad del confinamiento alguna película lograra arrastrarme delante del portátil para que mis dedos galopasen de nuevo sobre las teclas, presos de esa furia refulgente que nos posee cuando asistimos a cualquier espectáculo que nos conmueve. Ema, la octava película del chileno Pablo Larraín, ha sido la culpable. Guilty pleasure en toda regla cuyo único pero es no haber podido disfrutarla en una sala de cine por culpa de este maldito virus que nos acecha. Historia arriesgada tanto en lo formal como en lo argumental que supone el proyecto quizá más personal —e imprevisible— en la fulgurante carrera del cineasta chileno. Nada podía presagiar que su siguiente proyecto, tras el salto a la Meca del cine con Jackie, fuera esta lúcida apología del reguetón rodada entre agosto y septiembre de 2018 en Valparaíso.
Larraín se apoya en el magnífico trabajo actoral de la magnética Mariana Di Girolamo para erigir un prodigioso relato feminista cimentado en la urgencia de lo cotidiano, la calle, el baile… Todo ello impregnado de la viscosa sexualidad que exuda un género tan vilipendiado como simbólico. «El reguetón es la vida y yo te la bailo. Es un orgasmo y yo lo puedo bailar», asevera una de sus protagonistas en un momento del filme. Bailarinas como Ema, quien vampiriza todo lo que toca hasta hacerlo arder ante nuestros ojos. La mirada cómplice del espectador subyugado ante un sol termonuclear que provoca incendios espontáneos. El tremendo rompecabezas argumental que supone la primera hora de película logra ordenarse en su segunda parte a partir de una narración más reposada, menos visceral. Aunque en esta parte del metraje el cineasta opte por ofrecer algunas concesiones, eso no significa que nuestra atención decaiga. Al contrario, las pinceladas de poesía engranan a la perfección con la estética urbana, descarnada, dotando al conjunto de una profundidad que supera posibles imposturas. La reivindicación de este feminismo combativo, en ocasiones nihilista, se apoya de manera decisiva en las presuntas señas de identidad reguetoneras. Larraín, como su protagonista, se libera en el rush final —el rompecabezas no era tal— sin traicionar ninguno de sus principios para resultar más accesible al gran público. Puedes odiarla o amarla, pero Ema no te deja indiferente.
Apoyado en la sobresaliente fotografía de su habitual colaborador Sergio Armstrong, Larraín nos deja en Ema un buen puñado de imágenes icónicas. Esos planos nocturnos del final del verano en Valparaíso, con las calles ardiendo —no solo metafóricamente— contrastan con la aparente languidez de las secuencias matutinas, marcando de forma deliberada una diferencia entre los personajes y sus motivaciones. El duelo interpretativo entre Mariana Di Girolamo y Gael García Bernal se construyó a partir de diálogos improvisados, la mayoría de ellos plagados de violencia soterrada y una opresión constante. La banda sonora cuenta con tres composiciones ex profeso que contribuyen al ‘perreo’ y por el minimalista score del compositor neoyorquino de ascendencia chilena Nicolas Jaar se cuelan a lo largo del metraje los trinos de multitud de aves que nos recuerdan constantemente esa ansiada libertad (generacional) por la que lucha Ema.
Larraín se apoya en el magnífico trabajo actoral de la magnética Mariana Di Girolamo para erigir un prodigioso relato feminista cimentado en la urgencia de lo cotidiano, la calle, el baile… Todo ello impregnado de la viscosa sexualidad que exuda un género tan vilipendiado como simbólico. «El reguetón es la vida y yo te la bailo. Es un orgasmo y yo lo puedo bailar», asevera una de sus protagonistas en un momento del filme. Bailarinas como Ema, quien vampiriza todo lo que toca hasta hacerlo arder ante nuestros ojos. La mirada cómplice del espectador subyugado ante un sol termonuclear que provoca incendios espontáneos. El tremendo rompecabezas argumental que supone la primera hora de película logra ordenarse en su segunda parte a partir de una narración más reposada, menos visceral. Aunque en esta parte del metraje el cineasta opte por ofrecer algunas concesiones, eso no significa que nuestra atención decaiga. Al contrario, las pinceladas de poesía engranan a la perfección con la estética urbana, descarnada, dotando al conjunto de una profundidad que supera posibles imposturas. La reivindicación de este feminismo combativo, en ocasiones nihilista, se apoya de manera decisiva en las presuntas señas de identidad reguetoneras. Larraín, como su protagonista, se libera en el rush final —el rompecabezas no era tal— sin traicionar ninguno de sus principios para resultar más accesible al gran público. Puedes odiarla o amarla, pero Ema no te deja indiferente.
Apoyado en la sobresaliente fotografía de su habitual colaborador Sergio Armstrong, Larraín nos deja en Ema un buen puñado de imágenes icónicas. Esos planos nocturnos del final del verano en Valparaíso, con las calles ardiendo —no solo metafóricamente— contrastan con la aparente languidez de las secuencias matutinas, marcando de forma deliberada una diferencia entre los personajes y sus motivaciones. El duelo interpretativo entre Mariana Di Girolamo y Gael García Bernal se construyó a partir de diálogos improvisados, la mayoría de ellos plagados de violencia soterrada y una opresión constante. La banda sonora cuenta con tres composiciones ex profeso que contribuyen al ‘perreo’ y por el minimalista score del compositor neoyorquino de ascendencia chilena Nicolas Jaar se cuelan a lo largo del metraje los trinos de multitud de aves que nos recuerdan constantemente esa ansiada libertad (generacional) por la que lucha Ema.
8
21 de octubre de 2012
21 de octubre de 2012
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La importancia de ‘cerrar el círculo’, decisiva en las películas de viajes en el tiempo llega en este esmerado ejercicio de estilo, pura serie B de la buena, al paroxismo. Looper es una entretenida película menor con un aceptable guión, un reparto solvente y la consabida dosis de efectos especiales que la industria -y el espectador- demanda. Convertida por gran parte de la crítica ya en cinta de culto, la película supone la confirmación del pulso y brío como director de Rian Johnson, realizador curtido en series de televisión como Breaking Bad. Esta historia futurista se apoya en el duelo -más físico que interpretativo- de la pareja (ejem) protagonista y consigue mantener la tensión y el interés hasta el último instante. De esas cintas que conviene volver a visionar tras haber rumiado los distintos giros de guion que pueden resultar ininteligibles en un primer momento, pero que se tornan decisivos para alambicar la trama argumental. Principal baza de esta original historia que, esperemos, no sea la primera parte de una prole de secuelas o acabe pervertida en serie de televisión. El que avisa…
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